Ninguna señal de vida, ni siquiera una planta. Una vista estéril, extraña
Triángulo de Afar, Etiopía
11°43?41?? N, 41°47?5?? E
Baterías de linterna muertas.
Dos monedas etíopes desechadas.
Un peine de plástico verde.
Ropa interior.
Estamos a tres días de marcha de la frontera etíope.
Atravesamos un mar de roca volcánica. Candente, infernal, infinito. Una llanura de rocas color carbón que hierve a fuego lento. Ninguna señal de vida, ni siquiera una planta. Una vista estéril, extraña, como esas granulosas fotos de otros mundos que captan los robots. Y de pronto… un zapato de mujer. Talla 36, en imitación piel, con pedrería. Más allá, una gorra de béisbol que el sol ha vuelto gris y luego, docenas ?no, cientos- de botellas agrietadas (bidones de aceite de cocina, muchos envueltos en arpillera para mantenerlos frescos).
Después de semanas de errar a pie por los inmaculados desiertos de los pobres ?una inmensidad nómada y estéril donde cada pieza de basura, cada lata, cada botella de plástico es recogida y reciclada para algún uso secundario-, hemos ingresado en una nueva capa de la arqueología del Valle del Rift, la cual se adentra unos 240 kilómetros o más en Yibuti y llega hasta el mar Rojo. Es el campo de despojos de los errantes y exiliados, de los penitentes y huérfanos del siglo XXI. Un poco más adelante, el cruce fronterizo forma un embudo, un cuello de botella para los obreros migrantes de todo el Cuerno de África. Ellos también son caminantes y se dirigen a Yemen, a Arabia Saudita, a Dubái. Pero no a cazar órices con proyectiles de punta de piedra, como los primeros Homo sapiens que salieron de África; y mucho menos por alguna razón absurda, como las que ideamos en la actualidad. Sino para alquilar sus músculos, sus cuerpos, por un mendrugo de pan.
Son los oromo del sur de Etiopía y los tigray de las montañas. Son refugiados que huyen de la arruinada Somalia y desertores del ejército de Eritrea. Hombres jóvenes y unas cuantas mujeres resistentes. Todos deben ser fuertes. Porque el desierto es cruel e implacable y algunos mueren de sed al cruzarlo. Aunque muchos otros se ahogan anualmente cruzando el Mar Rojo en desvencijadas embarcaciones abiertas. Y no obstante, siguen llegando. Cada año, al menos cien mil personas abandonan el continente de esta manera, viajando sobre todo de noche, guiados por pasadores. Y así, al oscurecer, esta llanura yerma y olvidada de Dios se eriza con un ejército de caminantes. La migración fuera de África continúa a la luz de las estrellas.
Los nómadas afar los llaman hahai: el pueblo del viento.
Pasan como volando por el desierto y atrás dejan solo lo que cae en los senderos. Una sandalia, una olla, monedas sin valor. Y también sus huesos, tendidos bajo precarios montones de piedras por supervivientes que no pueden perder tiempo.
Marcos de anteojos (sin lentes).
Una camiseta.
Un sostén.
Una lata de crema para rasurar Gillette.
Una mochila podrida por el sol (estampada con dibujos infantiles).
Una mañana, encontramos a los hahai en un campamento afar apartado.
Son 15 fatigados hombres de las montañas de Etiopía (nación ubicada casi al final del índice de pobreza ONU, en la posición 174 de 187 países) que viajan hacia la discretamente menos pobre Yibuti (posición 165) para alcanzar la marginalmente mejor Yemen (154). Esas cifras explican porqué se mantienen invisibles aun a plena luz del día.
Sentados en las rocas luego de una noche de caminata, beben sorbos de agua de bidones amarrados. Uno de ellos alarga la mano hacia una cazuela abollada para remover el besso, un potaje de cebada. Su pasador ?un anciano afar, muy atildado con calcetines azul eléctrico y zapatos tenis- se mantiene apartado, fumando.
?Yemen es difícil?, comenta un migrante. ?Allá nos matan con cuchillos y pistolas?.
Nota la expresión de mi rostro: no le creo.
?Es cierto?, insiste otro, llamado Daniel. Ha caminado 13 días desde la provincia de Wollo y en Arabia Saudita le aguarda un trabajo cortando dátiles por 4,000 birr etíopes (unos 200 dólares) mensuales. Una cantidad espléndida. El doble de lo que percibía como obrero en Etiopía. Nos cuenta la siguiente historia:
El año pasado, su grupo de migrantes indigentes fue atacado en Yemen y los asaltantes apuñalaron a uno de los caminantes, tirando el cadáver en un pozo. Daniel se ocultó en la maleza durante tres días, sin comida, hasta que pudo escapar a la frontera saudita. Narra el incidente con una sonrisa. De hecho, todos los hombres sonríen. El besso está a punto y no dicen una palabra más. Tienen el mar reflejado en sus ojos. Termina la historia.
Dos libretas de direcciones con teléfonos de Dubái (que los ratones han roído).
Un pantalón.
Un frasco para mermelada.
Un casquillo de bala de 7.62 mm.
Cae la noche en la llanura de piedras. Nuestra pequeña caravana se detiene.
Mi guía, Ahmed Alema Hessan, tiene algo parecido a la tifoidea. También me siento mal. Todos estamos hambrientos. Hemos caminado 35 kilómetros y nuestras provisiones ya se han reducido a unos cuantos paquetes de fideos y unas pocas galletas saladas. Dejamos que el fuego se apague temprano. Nos tendemos en las mantas sin poder dormir. Imagino una casa bañada por un sol benévolo en un lugar lejano, una casa blanca en una latitud mayor, con verdes árboles, la risa de una mujer en la cocina, el reclamo del ibis hadada. Mi corazón sueña.
?¿Paul??, susurra Alema, nervioso, en la oscuridad. ?¡Eh, Paul!?.
Ya lo he oído: un tumulto en el viento nocturno. Un rumor tenue que crece de manera casi imperceptible, como si se aproximara una manada de animales salvajes. Pero ¿puede haber animales en este lugar? La brizna de hierba, el pozo de agua más cercano se encuentran a kilómetros de distancia. Me incorporo.
Y entonces, en el pálido haz de la linterna de Alema, aparece una columna de figuras.
Hombres y mujeres en bajorrelieve, como tallados en las vetas grises y negras de la noche. Cinco, seis, doce. Una multitud. Pasan formados en fila junto a nuestro campamento. Intento contarlos, mas me doy por vencido al llegar a 90. Arrastran los pies levantando una cortina de polvo. No alzan la mirada. No llevan luz alguna. Poco dejan atrás. No intercambiamos una sola palabra. Mi lengua está paralizada.
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