Cerca de Gona, Etiopía
11º11?54? N, 40º 31?12? E
Caminamos en dirección a Warenzo.
El mundo cambia cuando tienes sed. Se encoge, pierde profundidad, el horizonte se acerca (y en el norte de Etiopía, la Tierra choca contra el cielo, duro y pálido como la superficie de un cráneo). El desierto te ahorca como un nudo corredizo. El cerebro sediento comprime las distancias en el Rift y con los ojos succiona los kilómetros, amplificándolos, buscando el menor indicio de agua. Nada más importa.
Ahmed Alema Hessan y yo hemos andado más de 30 kilómetros bajo un calor aplastante. Nos separamos de los camellos de carga para visitar un sitio arqueológico acunado entre los pliegues de un escabroso yermo: Gona, donde hallaron las herramientas de piedra más antiguas del mundo. Hemos vaciado nuestras botellas de agua. Estamos sedientos, incómodos, nerviosos. Hablamos poco (¿Qué podemos decir? ¿Para qué secar la lengua?). Los rayos del sol nos taladran las cabezas. Dice un proverbio afar: ?Cuando estés perdido o sediento es mejor que sigas caminando porque, a la larga, alguien te verá?. La tentación de buscar la sombra, de tenderte bajo una de diez mil arbustos espinosos, es mortal; porque así, nadie te hallará. Continuamos, tambaleantes, en la cegadora tarde, hasta escuchar el lejano balido de cabras. Y entonces sonreímos. Al fin podemos relajarnos. Donde hay cabras, hay personas.
Nuestros anfitriones: una familia afar acampada en una colina. Dos mujeres jóvenes y sonrientes, ocho niños en frágiles harapos que alguna vez fueron ropa y una anciana que ni siquiera sabe su edad, encorvada como un gnomo a la sombra de una estera. Se llama Hasna y ha estado sentada allí, tejiendo con dedos de araña, desde el principio de los tiempos. Nos invita a acompañarla, a reposar nuestros huesos y quitarnos los zapatos. Toma una magullada garrafa para servirnos agua blancuzca y tibia, tan salada y alcalina que resbala por la garganta como aceite; y aun así, muy preciada. Nos ofrece después un puñado de bayas amarillas de un árbol silvestre. Es como nuestra madre.
Al salir de África, hace unos 60,000 años, nuestros antepasados toparon con otras especies de homínidos. Porque entonces el mundo estaba poblado por parientes muy extraños: Homo neanderthalensis, Homo denisovans, Homo floresiensis y tal vez otras personas que no eran realmente personas.
Pero, ¿cómo vivían? ¿Cómo amaban? Las respuestas a estas interrogantes son inescrutables.
Cuando los encontramos, quizás también en una colina lejana, ¿compartimos el agua o incluso nos apareamos pacíficamente, como sugieren algunos genetistas? (Las poblaciones modernas, fuera de África, contienen hasta 2 por ciento de ADN neandertal). ¿O acaso los violamos y asesinamos, dando inicio a la larga y terrible historia genocida de nuestra especie? (En una caverna ocupada por humanos modernos, Fernando Rozzi, del Centre National de la Récherche Scientifique, descubrió una mandíbula neandertal con marcas de mutilación, tal vez consecuencia del canibalismo). Mientras los científicos siguen debatiendo este misterio, lo único cierto es que solo nosotros sobrevivimos para apropiarnos de la Tierra. ¡Ganamos el planeta! Pero a un precio muy alto: nos quedamos sin parientes cercanos. Somos los simios solitarios.
La voz de Hasna me arrulla.
Al despertar, veo que Alema se encuentra acuclillado y conversa en voz baja con los hombres del campamento nómada, quienes han regresado de pastorear su rebaño. Nos estrechamos las manos y damos las gracias. Dejamos un paquete de galletas saladas para la sonriente Hasna y proseguimos la marcha hacia Warenzo, apretando el paso para alcanzar a los camellos. Esa noche, mientras sorbemos nuestro obsequio de agua salada junto a una roja fogata que ondea en el viento, Alema informa que los hombres del campamento de Hasna lo amenazaron, porque no era de su clan. Estuvo a punto de golpearlos en la cabeza con su bastón.
Febrero 11, 2013
Lee la publicación anterior de este blog: Hermanos de suela