Nunca imaginé que comprar camellos de carga en Arabia Saudita supondría una entrevista…
¿Cuántos camellos estás buscando??.
Estoy sentado en el elegante café del Hotel Four Seasons. Nunca imaginé que comprar camellos de carga en Arabia Saudita supondría una entrevista en este exclusivo oasis de elegantes camareros, reluciente mármol y vidrio biselado. En África se suda para comprar un camello: hay que acuclillarse dentro de una choza afar (o frente a la entrada, si el fogón de la cocina humea demasiado) y decirle a un nómada que jura profesar un profundo amor espiritual por los animales (?¡Son familia! ¡Nunca los venderé!?) que, de cualquier manera, no te interesa su ganado; porque son puros huesos, simples sacos de pulgas y no darías dos birr por uno de sus animales, abriendo así el camino para una verdadera negociación.
Mas no tengo la menor experiencia en las negociaciones de Arabia Saudita: soy ingenuo, inexperto, anticuado. De modo que una mesa de laca negra en el Four Seasons, con un tazón de porcelana lleno de trufas francesas, es justo el lugar para iniciar la búsqueda de mis camellos. Porque allí están mis amigos, Fares Bugshan y Seema Khan, dos empresarios y líderes comunitarios que me han citado para hablar de educación (daré conferencias en escuelas locales). Cuando menciono, casualmente, lo difícil que es conseguir un simple camello de carga en la moderna Arabia Saudita, hogar de los célebres nómadas beduinos, Seema deja su taza en la mesa, saca una libreta empastada en piel, prepara el bolígrafo y pregunta: ?¿Cuántos camellos estás buscando??.
?Pues, dos?.
?¿Es todo??.
?Machos?.
?Dos machos?, empieza a escribir. ?De acuerdo, ¿algo más??.
?Sería bueno que tuvieran entre cinco y siete años?.
?Cinco y siete. Sí?.
?Y temo que no podré pagar más de 2,500 riales por cabeza?.
?Dos mil quinientos?, Seema asiente. ?De acuerdo. ¿Es todo? No sé nada de camellos?.
?Bueno, de preferencia castrados?.
?Ah, sí. Castrados, claro?.
?Gracias, Seema?.
?Encantada, Paul?.
Unos días más tarde, compro dos camellos machos, de cinco y siete años, para caminar conmigo por Arabia Saudita. Los encuentro en un zoco de ganado cerca de mi línea de partida en la Península Arábiga, la ciudad costera de Yeda. O mejor dicho: Fares y Seema los encuentran por mí. Polvo y estiércol; arrieros silbando en desvencijados corrales. De inmediato, me siento de regreso en África, en mi elemento. Los vendedores son unos desconcertados sudaneses, con quienes regateamos dentro de una tienda de lona. Hacen falta 14 vasos de té para sellar el trato (sospecho que mi compra salvó a las dos bestias de un destino peor que cargar con mis calcetines extra por el desierto de Nefud, pues tienen la piel manchada con la pintura amarilla de los calificadores de carne del corral portuario). Al día siguiente, celebro mi éxito sobrevolando Yeda en un autogiro.
¿Qué es un autogiro? La pregunta es de lo más natural.
Un autogiro es la cruza de un avión y un helicóptero. Yo tampoco sabía que aún existían esas máquinas (una instantánea del sótano de mis recuerdos: Amelia Earhart parada junto a un autogiro). En Yeda hay un club de autogiros que opera uno de los modelos más recientes, de factura alemana. Lo dirige otro amigo saudí, el coronel doctor Mubarak Swilim Al Swilim, vicepresidente de la Federación Árabe de Deportes Aéreos y Campeón de Paracaidismo de los Países Islámicos, uno de los dos saudíes que ha saltado en paracaídas en el Polo Norte (¿No hacía mucho frío?, pregunto. No, no, responde. Vestía un traje térmico especial que, de hecho, lo hizo sudar).
?Debes explorar tu ruta con anticipación?, sugiere Mubarak. ?Hace mucho que nadie ha salido caminando de Arabia Saudita?.
Es indudablemente cierto. Así que me pongo unos audífonos rellenos de gel y sobrevuelo Yeda en autogiro.
Arabia Saudita en un país enorme y complejo; ultramoderno y muy antiguo; tradicional y experimental. Su arqueología tiene profundas raíces que se remontan a las migraciones Homo sapiens originales fuera de África; y sin embargo, su presente y su pasado se repliegan ?se tocan- en el cristalino aire del desierto. Aquí puedes caminar siglos en un solo día.
A lo largo de mi ruta por Medio Oriente, pequeñas poblaciones con la tradicional arquitectura islámica de bloques coralinos se apretujan contra multimillonarias ciudades instantáneas diseñadas para albergar hasta dos millones de almas. Ferrovías de alta velocidad yacen cerca del antiguo camino del Haj que recorrieron los reyes y sus séquitos de 15,000 camellos enjaezados. Los secuenciadores de ADN más sofisticados zumban en una universidad en algún punto de mi recorrido. Pero al caer la tarde en la Ciudad Vieja de Yeda, el oído vibra con el hermoso llamado a la oración de 36 mezquitas; un zumbido completamente distinto. Y por supuesto, tenemos los oleoductos, muchos de los cuales encontraré en mi caminata de 1,450 kilómetros a través del reino, escanciando la cuarta parte del suministro mundial de petróleo en buques expectantes, sedientos: una divina bendición o maldición, dependiendo del saudita con quien estés hablando; y también del día y su estado de ánimo.
?Nos haces recordar el pasado?, me dice el afable piloto del club de autogiros, quien se ha enterado de mis camellos de caravana.
Sonrío y doy las gracias. Pero es demasiado joven ?al menos tres generaciones- para recordar lo cree estar recordando. Y aun así (quiero decirle que) estamos conectados por algunas cosas. Los camellos son mamíferos norteamericanos que, hace 40 millones de años, evolucionaron en las frías llanuras de los actuales territorios de Canadá y Estados Unidos. El registro fósil demuestra que migraron al oeste en manadas que cruzaron el Puente Terrestre de Bering hacia Eurasia y Arabia, contra la marejada humana inicial que se diseminaba al oriente. El primer pueblo ancestral que llegó al Nuevo Mundo los cazó hasta su extinción hace unos 10 000 años. Esos son los pioneros cuyos pasos estoy siguiendo.
?¿Cómo se llaman tus camellos??, pregunta el piloto.
La cabeza aún me da vueltas por el océano de luz que acabo de ver.
?Fares?, respondo. ?Fares y Seema?.
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