‘Nos darás agua y un lugar para descansar o te parto la cabeza contra este muro?.
El Reis, Arabia Saudí
23°32?2?? N, 38°33?0?? E
Banounah ya no camina. Ha dejado a un lado su bastón. Ha colgado su gorra de camuflaje.
No caminará con nosotros hasta la frontera jordana. No seguirá el antiguo camino del Haj desde Sham ni verá las ruinosas fortalezas otomanas desmoronándose cual dientes podridos en lo alto de las ardientes colinas, donde ahora solo vigilan el paso de los vientos calcinantes. Vientos que levantan columnas de demonios de polvo que giran sobre llanuras incandescentes, los torbellinos que algunos llaman djinn. No cruzará los wadis donde los nabateos tallaron sus tumbas en riscos que, al atardecer, relucen con el color del fuego. No caminará por donde Moisés, a pie enjuto, alcanzó las playas de Arabia luego de separar el mar Rojo.
Mohamad Banounah, mi amigo y guía saudí, ha caído en terapia intensiva por complicaciones de una cirugía previa. Ha caminado 385 kilómetros con una hernia abdominal.
?No sé como llegó tan lejos?, se maravilló el médico egipcio del hospital adonde lo llevamos. ?Debió sufrir mucho. Esto no es poca cosa?.
Como ex soldado, Banounah fue entrenado para controlar el dolor, aunque esta vez en detrimento propio (¿y cuándo no así?). Esta travesía, este extraño viaje, esta marcha incesante empieza a circundar una topografía conocida y melancólica, una vasta cuenca con una cordillera de amigos nuevos que voy dejando atrás: personas queridas que, al decir adiós, alzan la mano en despedida y dibujan un horizonte. ?Fuimos un gran equipo?, dijo Banounah, con voz enronquecida, mientras estrechaba mi mano en su cama de hospital. ?¿Verdad que sí??.
¿Qué puede decirse de ese hombre?
¿Que su padecimiento se agravó por un exceso de jovialidad? (Como advertencia para su recuperación, los médicos informaron que las incisiones de la cirugía previa de Banounah quizás no cicatrizaron debido a su risa abdominal exagerada e incontrolable).
¿O que es una biblioteca ambulante de tradiciones beduinas en extinción? (Si cortas un melón amargo del desierto, llamado hadaj y pones las mitades sobre tus mejillas, el fruto absorberá la sed de tu cuerpo).
¿O que la falta de caridad es la única chispa que enciende su aplastante ira? Cuando, al verme, un mesonero nos impidió entrar en su establecimiento ?debido, creo yo, tanto a nuestro espantoso mal olor como a una posible xenofobia-, Banounah lo invitó, sujetándolo firmemente del hombro, a una charla privada en la acera. El propietario regresó cual manso cordero. ¿Qué le dijiste?, pregunté a mi amigo. ?Dije, ?Nos darás agua y un lugar para descansar o te parto la cabeza contra este muro??, respondió con toda calma. Pero al marcharnos se disculpó con el aterrorizado hombre porque ?un buen musulmán no puede irse a la cama enfadado con alguien. Tienes que arreglarlo o no dormirás en paz?.
Banounah proviene de una antigua familia de Meca, un clan de jefes y viajeros de Hejaz descendientes del profeta Mahoma (en la época de los dhows y las caravanas, uno de sus antepasados llegó hasta Marruecos). ?Soy un hombre sencillo?, me dijo en una ocasión, con un dejo de ironía. ?No ando con líos psicológicos. Le agrado a la gente porque soy sencillo?. Sin embargo, no es un Zorba rústico, exuberante y colorido. Una de aquellas tardes interminables en que aguardábamos en algún rincón sombreado a que amainara el sol explicó, con sutiles matices, cómo es que la historia tribal aún colorea la percepción del mundo en Arabia Saudí. Y después, con paciencia y empatía, escuchó mis fastidiosas quejas sobre el efecto emocionalmente aislante de la estricta separación de géneros entre los saudíes.
Y luego llegó la tarde en las ardientes llanuras de sal de Masturah.
Caminábamos en un nimbo de luz. El aire era como vapor, como respirar a través de algodón mojado. Y entonces, inesperadamente, marchábamos entre impactantes oleadas de aire frío, ráfagas que quizás duraban unos segundos: gélidas, irreales y hermosas, como si la puerta de un refrigerador gigante se abriera y cerrara. Pensé que alucinaba y miré a mis compañeros de viaje. Awad Omran, el camellero sudanés, solo asintió en silencio; mas Banounah tenía una enorme sonrisa. Dije algo sobre microclimas, sobre convección, sobre corrientes de aire anormales y Banounah, como siempre, soltó una risita ante mi racionalismo. ?¡Somos tipos con suerte!?, declaró. ?¡Dios está con nosotros!?.
Pasé el mes de Ramadán en la ciudad costera de Yanbu, esperando a que Mohamad Banounah se recuperara, que reanudara la marcha. Pero no pudo seguir. Ha regresado a Riad. El otro día, su reemplazo, un joven llamado Ali al Harbi, se encontraba despatarrado y embotado, sufriendo y sudando dentro del horno que era la choza abandonada de un pastor. De pronto, sonó su celular y en menos de un minuto comenzó a reír. Por supuesto, era una llamada de Banounah para levantarnos los ánimos.
?Nos manda muchos saludos?, dijo Ali. ?Dice que su corazón está hoy con nosotros. Y también dice, Paul, que tu abuelo tiene que haber sido árabe?.
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