A menudo, caminar por Hiyaz ha sido como desplazarnos por un sueño.
Cerca de Áqaba, Jordania
29°31?5?? N, 34° 59? 52?? E
?Quienes salen en busca de conocimiento seguirán el camino de Dios hasta su regreso?.
?Al-Tirmidhi, Sunan, 39: 2. (Tomado de ?Viajeros musulmanes: Peregrinación, migración y la imaginación religiosa?. Editado por Taylor y Francis.)
Hace poco encontramos huellas humanas en el desierto. Un espectáculo asombroso.
Caminábamos lentamente al norte con dirección a Haql, el filo del Levante, atravesando una llanura oceánica, blanca y ardiente, en la margen de un mar de verdad, el Golfo de Áqaba. Solo el viento se movía. Marchábamos sobre polvo nacido en el origen del tiempo. Y entonces, apareció el rastro: un ser humano caminando hacia oriente, sin camello, completamente solo. Ali al Harbi, mi traductor, sugirió que hiciera una fotografía. Pero, ¿con qué propósito? Las huellas podrían ser de cualquiera, incluso nuestras. Y mañana desaparecerían (igual que las de nosotros; barridas por la escoba eterna de los vientos septentrionales que soplan desde Siria, desde Palestina). Sin embargo, el poder de aquel rastro ?su capacidad para capturar nuestra atención- apuntaba a la paradoja de Arabia Saudí. Un desierto famoso, antaño poblado por un pueblo legendario, los beduinos; un paisaje de fábula hoy casi abandonado por completo, despojado por el advenimiento de las ciudades, el petróleo, los autos. Después de más de 1,100 kilómetros andados, esas eran apenas las segundas huellas humanas que habíamos visto.
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A menudo, caminar por Hiyaz ha sido como desplazarnos por un sueño. A través de una sociedad convulsa, catapultados de la negra carpa de pelo de cabra hacia rascacielos de vidrio. La alucinación de las paradas de camiones con iluminación neón y negocios Pizza Hut (saudíes asomados a las ventanas empañadas por el aire acondicionado, mirando a un estadounidense que conduce dos camellos en el calor calcinante). La profunda sensación de aislamiento, de distanciamiento. El ritual cotidiano del trabajo y la vida inmersa en la fe (?Discúlpeme, señor Paul, mientras voy a rezar?). Las ansias de hacerme entender pese a los muros y los velos y las restricciones del visado. La admiración mutua. La improbabilidad de todo esto. El vertiginoso vacío de la historia.
El día de las huellas acampamos en la llanura denudada.
Subí a un pequeño montículo intentando, como siempre, obtener una señal celular. Y en la creciente oscuridad, que en el desierto parece no descender del cielo sino rezumar del suelo mismo, escuché voces en la distancia. Provenían de mi campamento: Ali al Harbi, Awad Omran y Hassan al Faidi, mi equipo de expedición. Y de algún lugar en la penumbra cada vez más densa: el vehículo estacionado de la Guardia Costera que ha estado siguiéndonos varios kilómetros. Nos han tenido vigilados desde hace semanas.
?¿Por qué nos siguen??, pregunté a los soldados.
?Estamos protegiéndolos?.
?¿De qué??.
?Estamos protegiéndolos?.
En Occidente, el barullo incesante de la publicidad, la televisión, la información irrelevante, los mensajes de texto y las llamadas telefónicas enmascara lo que es realmente importante. En Arabia Saudí, los anticuados silencios aún tienen mucho significado.
Desciendo al campamento de un humor pésimo. Pero al acercarme a la silbante estufa de gas, a la lona tendida en la arena, escucho reír a mis amigos. La presencia de los soldados no los perturbó. Estaban contando anécdotas, apoyados en los codos, sorbiendo té. Y luego de unos 30 pasos, mi ánimo se transformó. El corazón me dio un vuelco. Esos compañeros de viaje eran mi Arabia Saudí. No el desierto. Me alegré de que estuviéramos juntos. Incluso de nuestros observadores. Estábamos caminando juntos, como siempre.
Hoy me despedí de Ali, Awad y Hassan, cuya amistad conservaré toda la vida. Dije adiós a mi logístico, Saeed al Faidi, quien acogerá a los valerosos camellos, Fares y Seema, en su granja desértica de las afueras de Yanbu hasta el fin de sus mimados días. Me despedí del vicegobernador de Haql, quien me permitió caminar 450 metros a través de la frontera internacional entre Arabia Saudí y Jordania; una travesía que, al parecer, jamás se había intentado. Dije adiós al Reino de Arabia Saudí.
Hay 43 kilómetros entre Haql y Áqaba, Jordania. Mi único combustible era una botella pequeña de jugo de guayaba.
Franqueé la puerta del desierto solo con la ropa que llevaba puesta y una mochila repleta de libretas; cuadernos con hojas a rayas azules, unidos con ligas y manchados con sudor, mierda de camello, embadurnados con mi sangre. Las páginas deliraban con apuntes sobre el calor devastador. Rutas hacia pozos lejanos. Mapas garrapateados de caminos de peregrinación. Sortilegios para remedios beduinos con fuego. Kilómetros y kilómetros de oraciones desde un reino adusto que, en buena medida, permanece cerrado al mundo. Caminé junto a la autopista de concreto y divisé los primeros artefactos alcohólicos que había visto en siete meses (botellas, latas), pasé frente a una gran mina de potasa y subí por la arrugada costa hasta una población turística. Vi mujeres en coloridos pareos. Algunas conducían autos. Nadie me observaba. Salí flotando de un wadi desértico como basura arrastrada en el viento. Encontré un cajero automático. Pedí indicaciones para ir a un hotel de lujo con muebles tubulares tipo Mies van der Rohe en el vestíbulo. Afuera, unos hombres ofrecían paseos en camello a los turistas.
?¿Y de dónde viene, señor Salopek??, preguntó el recepcionista, sin la menor curiosidad, mientras yo firmaba la documentación de registro.