…los beduinos van a los botaderos de la ciudad y traen estas cosas para demarcar el desierto?. https://dam.tbg.com.mx//content/dam/editorialTelevisa/mexico/natgeo/mx/el-mundo/hoy/15/07/cosas-heraz.jpg.imgo.jpg
En el Camino del Hajj, Arabia Saudí
24°05?20?? N, 38°38?0?? E
El calor.
Nos ocultamos de él. Tratamos de escapar. Pero nuestros esfuerzos son lamentables, absurdos, inútiles. Porque siempre nos encuentra. Se burla de cada estrategia, plan y defensa. Vaporiza nuestra voluntad. El calor siempre gana.
En esas noches que no ofrecen alivio, el intérprete Ali al Harbi se sienta muy erguido en la oscuridad abrasadora, con el corazón palpitante. ?Es muy extraño?, dice con serenidad y de una manera casi clínica, como si describiera el sufrimiento ajeno. ?No puedo controlar la respiración?. Habla así porque, de hecho, no tiene el control de su cuerpo. Porque está poseído por una fuerza maligna: el calor. Sus pulmones hiperventilan para expulsar el aire abrasador.
Hacia las 10 a.m. nuestros camellos empiezan a flaquear. El gran Fares se sienta una y otra vez en las dunas de Wadi Safra. Tratamos de animarlo (?Sé un buen chico, Fares?, dice Ali. ?Levántate, por favor?). Los animales embisten hacia los pozos del desierto hundiendo sus hocicos en el limo verde de los tanques de almacenamiento. En dos minutos, cada cual ha succionado hasta cinco galones de agua. En cambio, los humanos nos marchitamos dentro de nuestra sed. Así que nos aislamos en nuestro interior para evitar el sol. Nos retraemos bajo la piel y buscamos refugio en la médula más profunda, más fría y húmeda de nuestros huesos.
A la sombra de un árbol espinoso, Ali enciende su teléfono celular. La pantalla muestra un mensaje nunca visto: ?Este dispositivo ha excedido la temperatura de operación?. El calor lo ha desactivado. Ali tiene que explicarme lo ocurrido tres veces, hasta que consigo entenderlo. Parpadeo y lo miro, estúpidamente, desde la hueca caverna de mi cráneo. Parece que también se fundieron mis circuitos.
* * *
Nuestro logístico, Saeed al Faidi, nos despide con una pizza que horneó su esposa, Hind Yahya al Shareef.
Queso, tomates, aceitunas y pimientos relucen bajo el sol del desierto como una alucinación, un espejismo de 45 centímetros. No he visto una pizza en casi un año. La comemos sobre una polvorienta cisterna beduina y luego, pido a Saeed que no vuelva a ofrecernos semejante agasajo. No puede preparar las comidas de nuestra marcha a través de Arabia. Y además, terminará mimando a los hombres (Awad Omran, el camellero, ya se queja de nuestros fríjoles enlatados, el pan viejo, las cebollas maltratadas y los tallarines instantáneos salados). No obstante, mi motivación real es más egoísta: esos suntuosos platillos urbanos me arrastran lejos del desierto por las papilas gustativas. Me estremecen, me causan traumatismos sensoriales. Su riqueza y artificialidad avasallan la vacuidad cristalina de Hejaz y hacen que sus enormes extensiones calcinantes parezcan más lejanas, más extrañas e inaccesibles, más irreales (T. E. Lawrence habla de una ruina siria, el palacio de una reina, donde cada habitación fue construida mezclando aceites esenciales de flores en la argamasa: jazmín, violeta, rosa. ?Venga a oler la fragancia más dulce de todas?, dijeron sus guías, conduciéndolo a un salón abierto a los vientos del desierto. ?Esta es el mejor: no tiene sabor?).
Más de una semana después, Saeed vuelve a aparecer en la ruta.
Esta vez con un pastel de chocolate, también horneado por su provocadora esposa.
Advierte mi expresión. ?Es nuestra torta de aniversario?, explica y levanta una mano para anticipando mi intransigencia alimentaria. ?Le dije a mi mujer, ?¿Sabes? Tenemos que compartir el amor con los muchachos?.
El obsequio ciertamente hace eso. Consumieron medio pastel y la leyenda arábiga dibujada en el glaseado proclama la mitad restante de: TE AMO.
* * *
Caminamos hacia el interior.
Seguimos el Tarik al Hajj, ruta de peregrinación desde Bilad al-Sham abandonada tiempo atrás, la cual se extiende desde Siria y Jordania hasta las ciudades sagradas de Meca y Medina.
Montañas de traslúcida gasa, como pintadas de aire. Estanques de luz en los sofocantes valles. Pequeñas grupos de árboles sahur, con sus cortezas anaranjadas, brindan refugios de sombra. El intenso calor hace que me zumben los oídos. De hecho, empiezo a sufrir alucinaciones aurales, pues escucho zumbidos intermitentes.
Pero no. Es mi celular.
Otra vez las mujeres. No dejan de llamar.
Son números telefónicos desconocidos. Mejor dicho, ellas son las desconocidas. Hacen lastimeras preguntas en árabe que no entiendo. Y llaman por docenas, montones. ¿Quiénes son? No lo sé. ¿Cómo consiguieron mi número? No tengo la menor idea. Aunque sospecho de mi excéntrico servicio telefónico emiratí, Mobily: recicla números telefónicos viejos. Y parece que el mío era un número de emergencias gratuito para mujeres abrumadas por alguna angustia existencial. ?Malesh, malesh?, respondo a las angustiadas llamadoras. ?Mafi arabi?, y cuelgo. Pero vuelven a marcar.
Esa mujer me ha llamado 40 o 50 veces, así que paso el teléfono a Ali.
?Está marcando un número equivocado?, informa él con tono severo.
?Lo sé?, responde la mujer y cuelga.
Entonces, se me ocurre algo: son mujeres saudíes, aisladas, aburridas. Agazapadas tras las barricadas del género en una sociedad profundamente conservadora; encerradas en una purdah social. Casi puedo escuchar sus aires acondicionados soplando una ráfaga viento frío, triste y metálico en mi oído. El zumbido de la soledad, del hastío. Buscan cualquier forma de contacto humano fuera de su círculo cerrado: cualquier oído compasivo les viene bien (incluso el de un extranjero ignorante). Por eso siguen llamándome. ¡Qué ironía! Desde hace meses he intentado entrevistar representantes de esa mitad de la población saudí. Mas no es cosa fácil, sobre todo en las aisladas comunidades de nuestra ruta. Se requiere de un gran esfuerzo. Pero ahora, gracias a los estándares aleatorios del servicio a clientes de Mobily, al fin se está descorriendo el velo. Aunque sea electrónicamente y ?¡ay de mí!- de manera incomprensible. Me conduelo de esas mujeres.
?Mobility te dio un número muy extraño?, me dice Ali más tarde, montado en un camello. ?¿Qué hay con todas esas mujeres? Creen que llaman a una oficina de contratación. Están buscando sirvientas?.
* * *
Encontramos extraños artefactos en el desierto.
Neumáticos, sofás, mesas de comedor, alfombras enrolladas, sillones giratorios de oficina, un televisor; trastos abandonados en líneas torcidas aunque deliberadas, en cuadrángulos, en cuadrados. ¿Rompevientos de muebles? ¿Un mensaje para alienígenas? ¿Arte paisajista? No. Son cercados beduinos que delimitan viejos plantíos, parcelas de arena abandonadas donde alguna vez sembraron sandías.
?Aquí no hay materiales para cercas?, dice mi logístico, Saeed. ?Así que los beduinos van a los botaderos de la ciudad y traen estas cosas para demarcar el desierto?.
La basura saudí es de muy alta calidad. Algunos materiales del cercado son íntimos, conmovedores. Un juego de porcelana aún apilado en su gabinete, juegos infantiles para patio, gavetas que todavía contienen cucharones de cocina de acero inoxidable (Awad las registra para ver si puede mejorar su equipo de campamento, de mala calidad). Es como si nuestro mundo contemporáneo hubiese desaparecido misteriosamente. Como si las ráfagas de arena de Hejaz se hubieran desplazado, desvelando nuestro futuro: una Atlántida perdida, hecha de Tupperware.
* * *
Tres días después de salir de El Reis escuchamos tiros en el desierto. Pop? pop? pop.
Son cazadores de palomas, pero hay pocas de ellas. Conducen por los candentes yermos en viejas camionetas Hilux, en Land Cruisers último modelo, con las ventanas abiertas y disparando hacia los denudados árboles espinosos donde se posan los gorriones y otras aves.
La legislación ambiental de Arabia Saudí es tan rigurosa como en cualquier parte del mundo. Existen sofisticados programas gubernamentales y privados para reproducir animales amenazados en cautiverio. Sin embargo, el país es grande. Así que en el desierto, donde no hay vigilancia, persisten las antiguas leyes de depredación. En Hejaz se encuentran los paisajes desérticos más calmos que conozco.
No son hombres malos; de hecho, son amistosos. Uno se detiene a ofrecernos un jarro de agua. Mas no puedo dejar de preguntarme qué dirían sus bisabuelos beduinos ?esos pacientes cazadores del desierto que acechaban a pie o a lomos de camello, hombres que empuñaban lanzas y sabían seguir rastros, cual apaches- al ver semejante caos motorizado. Intento buscar una palabra para describirlo. No es cacería.
?Es como ir de compras?, dice Ali.
Sí.
* * *
Después de cinco días de marcha, llegamos a un camino pavimentado.
Hemos cubierto cientos de kilómetros desde el mar Rojo, cruzado llanuras de candente grava, cuencas incandescentes de dunas ocre, la aldea montañosa de Yanbu al Nakhal. Ha sido la marcha más calurosa de mi vida; un viaje excepcional, de por sí, aunque apenas unos cientos de pasos insignificantes en una danza a través del mundo.
Ali, Awad y yo nos estrechamos las manos. Un auto se detiene. Nos toman fotos. Dicen que soy paquistaní.
De nuevo en la red, mi celular suena por primera vez en cuatro días. Es una desconocida. Me hace preguntas que no puedo responder.
http://www.ngenespanol.com/exploracion/caminata-fuera-del-eden/15/08/13/viaje-a-pie-africa-experiencias-paul-salopek-prision-asfalto http://tved-prod.adobecqms.net/content/editorialTelevisa/mexico/natgeo/mx/exploracion/caminata-fuera-del-eden/15/08/13/viaje-a-pie-africa-experiencias-paul-salopek-prision-asfalto viaje-a-pie-africa-experiencias-paul-salopek-prision-asfalto exploracion caminata-fuera-del-eden Caminata fuera del edén / Prisión de asfalto Andar por este camino es una pesadilla. Un infierno. https://dam.tbg.com.mx//content/dam/editorialTelevisa/mexico/natgeo/mx/el-mundo/hoy/15/08/selwa.jpg.imgo.jpg
Cerca de Swemieh, en la costa del mar Muerto, Jordania
31°41?23?? N, 035°34?48?? E
?No podemos caminar por ahí?.
?¿No? ¿Qué tal por allá??.
?No?.
?¿Y por allá??.
?No. Mushkela?. Problema.
El guía Hamoudi Enwaje? al Bedul está dándome una lección sobre la libertad de movimiento.
Sudamos tinta avanzando al norte por el extenso, árido y blanco Valle del Mar Muerto. Caminamos por el arcén de una autopista: un camino cuajado de camiones de carga enormes que se ladean con el peso de toneladas de tomates cosechados. El camino: una cinta transportadora de asfalto hecha para máquinas, de una derechura inhumana, sembrada de avecillas muertas que impactaron contra los parabrisas.
Atrás yacen las dunas color bronce de Wadi Araba, cuya arena suave hemos reemplazado por grava candente.
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Atrás quedaron los antiguos senderos de camellos que serpentean por la cadena montañosa de Transjordania, una muralla de arenisca rosada cuyos escarpados rincones se vuelven de un azul polvoriento con las sombras vespertinas. Atrás se desenrollan los caminos agrícolas que abrieran refugiados sirios, los recolectores de verduras de Amman. Y por delante se dilata el angosto corredor de asfalto: un camino para camiones, de alta velocidad, ruidoso, ardiente, hostil a las formas de vida no motorizadas. Los conductores sueltan bocinazos cuando Selwa y Mana? ?nuestras mulas- caminan demasiado cerca de los aceitosos carriles de tráfico. Andar por este camino es una pesadilla. Un infierno. Y sin embargo, no consigo que Hamoudi lo abandone. Se niega a apartarse 10 metros de la picante pestilencia de los escapes.
¿Por qué?
?Policías?, responde con solemnidad. Mushkela. Problema.
En Jordania, es ilegal caminar bajo el tendido eléctrico, explica Hamoudi: hay cables de alta tensión junto a la carretera (¿De veras? ¿Por qué? No lo sabe). O bien, el fango: el menguante mar Muerto, que lanza débiles destellos al oeste, está rodeado de pantanos, de arena movediza. Una zona peligrosa. También está prohibido caminar junto a la frontera israelí, visible en la brumosa distancia. Si bien las dos naciones están en paz, el área sigue siendo una zona de seguridad (desde hace días, hemos escuchado operaciones de desminado a lo largo de la frontera; el sonido lejano de truenos provocados por el hombre).
Mi escepticismo no cede. Tampoco mi irritación. Sospecho que Hamoudi solo quiere llegar al Puente Rey Hussein, donde nos separaremos ?donde pasaré de Jordania a la Ribera Occidental- tan pronto como sea posible. Pero me equivoco.
Oficiales de seguridad empiezan a detenernos.
Policías de tránsito. Patrullas militares en Land Cruisers adaptados con ametralladoras calibre .50. Hasta policías secretos vestidos de paisano, a quienes identificamos por sus relucientes SUV blancos e impecables cortes de pelo (?Necesita bajar del vehículo y caminar más?, digo. El agente se palpa el vientre: ?Tiene razón?). El camino moderno no es lugar para nosotros. Con nuestro cargamento de sillas cosidas con retazos de mantas anaranjadas. Con nuestros sucios shemaghs (pañoletas para la cabeza) requemados por el sol. Con nuestra tetera que bien podría ser una bomba. Parecemos infiltradores, contrabandistas, agitadores; en suma, nómadas, quienes siempre son sospechosos. Al aproximarnos a Amman, la capital jordana, la policía nos detiene para interrogarnos seis veces en periodo récord de 24 horas. Son casi tantas paradas de seguridad como las acumuladas durante el viaje de 3,540 kilómetros desde África. Este camino es nuestra prisión lineal. Somos reos caminantes. De pronto, me viene a la mente un mapa: un diagrama de mis escalas policiacas a través del mundo. Un mapa de la libertad de movimiento.
Mas las cosas no son así de simples. La libertad de movimiento inicia en la mente.
Al dejar atrás las regiones agrestes, noto que Hamoudi se vuelve más cauteloso, más tentativo. Es un hombre flexible: entrenado como guía arqueológico, instruido en la profunda historia de Jordania, amigo de individuos de muchas nacionalidades. Cuentista espontáneo, risueño, caminante infatigable, espléndido superviviente del desierto, orgulloso beduino. No obstante, se apaga conforme nos alejamos de su hermoso hogar en las montañas de la antigua Petra. Es un bedul: miembro de una diminuta minoría étnica en la Jordania rural, donde persisten las tribus. Para él, la autopista pública es un corredor seguro ?digamos, neutral- que atraviesa los territorios de los Otros: las tribus no emparentadas. El camino pavimentado tal vez sea mi enemigo. Pero es aliado de Hamoudi.
?Conozco un buen lugar donde quedarnos?, informa al concluir el día de 48 kilómetros.
Se refiere al miserable pabellón de un amigo, un sayadeen, un hombre de una tribu beduina amigable con los bedul, quien recoge latas de aluminio junto a la autopista.
Al caer la noche, llegamos a esa minúscula partícula de cordialidad en tierras extrañas. La linda esposa adolescente ?vestida de negro, con nariz aguileña y deslumbrantes dientes blancos- conduce a Selwa y Mana? a pastar en el desierto. Hamoudi y yo nos dejamos caer en desvencijados colchones dentro de la carpa. Exhausto, vuelvo la mirada hacia la entrada.
Cerca de allí, un conjunto de hoteles de cinco estrellas titila en las costas del mar Muerto. Tal vez, en esas habitaciones haya huéspedes mirando por las ventanas de vidrio cilindrado, bebiendo copas de vino del minibar, contemplando la creciente oscuridad. Son buenas personas o al menos, no mejores ni peores que cualquiera que haya encontrado en este horrible camino. Si prestaran atención verían, a unos 280 metros, el destello de una luz vacilante en la penumbra del desierto. Ese brillo proviene del interior de un pequeño cubo, una estructura forrada con plásticos rasgados que alberga a cinco personas. Y si tuvieran binoculares, quizás alcanzarían a vislumbrar a Fatimah, la adolescente beduina que cocina en la lumbre unos huevos y los tomates que rescató de la basura de los campos. A su esposo, el viejo Ali Salam, calentando cerca de los carbones el cuerpo de piel de cabra de su rababa, un violín beduino. A su bebé, con la piel color arena erizada de sarna y tosiendo sin tregua en mi regazo. Su nombre es Barakat; significa bendición. Hamoudi se aclara la garganta para cantar. La autopista nocturna retumba entre nosotros.
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Abril 3, 2014