La excavación de un cementerio de más de 1 000 años de antigu?edad ha descubierto las tumbas de poderosos guerreros adornados con oro.
En un campo soleado y con hierba, en el corazón de Panamá, el oro salía del suelo con tal celeridad que la arqueóloga Julia Mayo estuvo a punto de gritar: ¡Alto! ¡Basta! Durante años había trabajado anhelando ese momento, pero ahora se sentía abrumada.
En 2005, decidida a desenterrar nuevas pruebas de la antigua sociedad que estudió en la universidad, Mayo y su equipo comenzaron a realizar prospecciones geofísicas en el sitio de El Caño.
Los resultados revelaron la presencia de un círculo de tumbas por largo tiempo olvidadas y, para 2010, el grupo había excavado un foso de casi cinco metros de profundidad en el que descubrió los restos de un cacique adornado con oro: dos petos repujados, cuatro brazales, una argolla de cascabeles, un cinturón con cuentas de oro huecas y grandes como aceitunas, más de 2 000 esferas diminutas, dispuestas como si hubieran estado cosidas a una faja, y centenares de cuentas tubulares que trazaban un patrón de zigzag en una pierna.
Aunque, de suyo, aquel habría sido el hallazgo de una vida, era apenas el principio. El año pasado, al reanudar el trabajo durante la temporada de secas que se extiende de enero a abril, el equipo excavó un segundo entierro tan rico como el primero. Con dos corazas de oro al frente y dos en la espalda, cuatro brazales y una esmeralda, no cabía duda de que el difunto había sido otro jefe supremo.
Cerca de él yacía un bebé también adornado con oro, quizá su hijo, y por debajo de ambos, una enmarañada capa de esqueletos humanos, posiblemente esclavos o prisioneros de guerra sacrificados. Pruebas de radiocarbono dataron ambos enterramientos en 900 d. C., época en que comenzaba a desintegrarse la civilización maya, emplazada unos 1 290 kilómetros al noroeste.
Mayo apenas tuvo tiempo para catalogar los nuevos hallazgos; su equipo empezó a descubrir más oro. Relucientes en las paredes del foso, los artefactos marcaban los límites de otras cuatro tumbas. La arqueóloga inspeccionó la escena, atónita. «Me quedé sin habla por la fascinación y la preocupación», recuerda.
Ya había comenzado a llover y tenían que trabajar contrarreloj para recuperar todo el tesoro antes de que el río de las inmediaciones inundara el sitio. Además, sabía que los saqueadores no tardarían en llegar al darse la noticia de los descubrimientos, así que pidió a su equipo que guardara el secreto y rezó porque el cielo se despejara.
Aquella no era la primera mina de oro arqueológica descubierta en Panamá. A menos de tres kilómetros de donde trabaja Mayo, las excavaciones de Sitio Conte (llamado así por el apellido de los propietarios del predio) habían desentrañado la colección de artefactos más espectacular del hemisferio occidental. E
l tesoro vio la luz a principios del siglo xx, cuando las lluvias ocasionaron el desbordamiento de un río que abrió un canal en un terreno para pastoreo. Pecheras de oro, pendientes e infinidad de adornos comenzaron a brotar de las tumbas, cayendo en cascada sobre las márgenes.
Atraídos por la noticia del cementerio, equipos de Harvard y, posteriormente, de la Universidad de Pensilvania habían emprendido un viaje de seis días en barco de vapor desde Nueva York hasta Ciudad de Panamá, de donde prosiguieron a caballo, en carretas jaladas por bueyes y piraguas hasta llegar a Sitio Conte.
Los exploradores abrieron más de 90 tumbas, muchas de ellas con varios cuerpos adornados con oro, amén de creaciones de diestros artesanos: piezas de cerámica de decorado complejo, huesos de ballena tallados y guarnecidos con oro, collares de dientes de tiburón, adornos de serpentina y ágata.
@@x@@En su informe de 1937, Samuel Lothrop, arqueólogo de Harvard, identificó al pueblo de Sitio Conte como uno de los grupos autóctonos con que se toparon los españoles al invadir Panamá a principios del siglo xvi. Los conquistadores escribieron crónicas detalladas de sus viajes mientras marchaban a través del istmo y, así, se sabe que en la región de Sitio Conte encontraron pequeñas comunidades rivales que se disputaban el control de las sabanas, los bosques, los ríos y las aguas costeras, y cuyos jefes militares se cubrían de oro para proclamar sus rangos al trabar combate entre sí y contra los invasores europeos.
Conforme derrotaban uno a uno a los caciques, los españoles amasaron una fortuna en oro para las arcas reales de Sevilla. Solo de un entierro saquearon más de 160 kilogramos de oro, incluidas las joyas arrancadas a tres señores que, muertos en batalla, fueron momificados sobre una hoguera humeante.
Sin embargo, la cultura de Sitio Conte es mucho más antigua de lo que pensaba Lothrop. Hoy día, los expertos opinan que las tumbas de los caciques datan de los siglos viii a x d. C. y explican que los artefactos corresponden a las descripciones de los conquistadores debido a que algunos aspectos de la cultura permanecieron inalterados hasta el siglo xvi.
Hacia abril de 1940, los arqueólogos que exploraban Sitio Conte habían encontrado una fortuna tan deslumbrante en artefactos para sus museos que decidieron partir, pero los pocos que continuaron la búsqueda bajo los verdes prados panameños no hicieron otros descubrimientos notables.
Esa región de América Central carece del atractivo que ha conducido a generaciones de científicos al territorio maya, más al norte; no posee vestigios arquitectónicos ni historias dinásticas o rastros de logros intelectuales, como un calendario. Cerca del mismo río que pasa por el cementerio de Sitio Conte, una fila de monolitos altos cruza el descampado de El Caño. En 1925, aquellas piedras llamaron la atención de un aventurero estadounidense llamado Hyatt Verrill, quien cavó burdos agujeros en las cercanías y rescató los esqueletos de tres siervos.
A pesar de los resultados poco alentadores, Julia Mayo tenía un presentimiento. Como investigadora asociada del Instituto Smithsoniano de Investigaciones Tropicales en Ciudad de Panamá estudió el informe de Lothrop sobre Sitio Conte. Sabía que el explorador había encontrado monolitos, además de tumbas, así que concluyó que debía existir alguna conexión entre ambos hallazgos.
De ser así, El Caño albergaría más entierros de jefes guerreros de la misma cultura. Solo era cuestión de buscarlos. La prospección inicial detectó rastros de un círculo ligeramente elevado, de unos 80 metros de diámetro. Con la esperanza de haber hallado el límite de un cementerio, Mayo comenzó a cavar justo en el centro y dio en el blanco.
Los artefactos que está extrayendo confirman que las descripciones españolas son, en general, fidedignas y que Sitio Conte no es la fabulosa excepción de una región arqueológica sin importancia. En el Instituto Smithsoniano, los especialistas que analizan la colección desenterrada por el equipo de Mayo también han hecho un importante descubrimiento.
Las impurezas naturales del oro apuntan a que el metal fue extraído y trabajado en la región, lo que zanja de una vez por todas el debate sobre la posibilidad de que los tesoros panameños fueran importados del sur, donde, supuestamente, había culturas más antiguas y avanzadas.
Los pueblos oriundos de la región de El Caño tal vez vivieran en sencillas chozas, pero tenían la riqueza suficiente para sostener a maestros orfebres y la sofisticación necesaria para apreciar una obra de arte. Mayo y su equipo interrumpen el trabajo para almorzar en el sombreado porche del pequeño museo de El Caño, volviendo la mirada hacia los cientos de hectáreas de cañaverales.
Mayo considera que toda esa extensión es territorio fértil para la arqueología y, de hecho, pocos kilómetros río arriba ha detectado indicios de otro cementerio que, de ser tan rico como El Caño y Sitio Conte, podría convertir aquella región en el Valle de los Reyes de Panamá, con la diferencia de que, mientras la mayoría de las tumbas egipcias ha sido saqueada, los entierros panameños estarán repletos de sorpresas.