Al norte de España se localiza un territorio donde el encanto de la naturaleza se pasea de la mano con el regocijo de la cultura.
El trayecto lo inicié a pocos pasos de la costa catalana, ese territorio en el que se agolpan aquellos pinos bajos y robustos del Mediterráneo, aunque también algo de exceso en la urbanización de su litoral. Pero se entiende, el paisaje es de lujo y todos quieren ser parte de ese paraíso. Una vez dejé atrás el territorio de los paisos catalans me integré de lleno al mundo árido de Zaragoza, alguna protagonista esencial en Jamón Jamón del reciente fallecido director Bigas Luna, y continué acumulando cientos de kilómetros agolpándose en mi ventana y muchos pixeles de mi cámara, recorriendo también los escenarios alfombrados de los viñedos de La Rioja y los densos bosques vascos que, pese a ser de una belleza extrordinaria, saben que deben dejar lugar para los caminos cántabros que siempre van de muy buena manera cerca del mar.
Al acumular varias horas de conducción, quedé convencido que la búsqueda cuenta más que el objetivo perseguido pensamiento que desapareció en cuanto llegué a la primera población asturiana de mi recorrido, donde me esperaba -semejando una recepción de gala-, un conjunto de joyas arquitectónicas, una tras otra, sin disimulo alguno, que en su tiempo lograron captar poco cariño; el escritor Leopoldo Alas, conocido como Clarin, las describía a finales del siglo XIX, con un afecto inexistente «(…) alarde de piedra inoportuno, solidez afectada, lujo vocinglero. La ciudad del sueño de un indiano». Sin embargo, el colorido y la ingenuidad de las formas rematan la alegría del final de un camino que sus dueños quisieron imprimir, aquellos mismos viajeros que habían vuelto a casa muchos años después de haber emprendido una aventura, aunque mi imaginación no lograba abarcar tantas dosis de cariño concentradas en este lugar.
Bienvenido a Colombres, me incrustó con un entusiasmo inclemente José, el mesero de un pequeño bar, con acento tan mexicano que dejaba al mío en estado amateur. Aunque yo sabía que muchos de aquellos viajeros habían ido a tierras americanas en busca de mejores condiciones, de vida, no salía del asombro ante tal frescura en el uso del «mexicano».
Arquitectura que convive
Cuando amanece en Llanes, todo le pertenece al puerto. Es decir, las calles las recorren los pescadores; el cielo lo cubren las gaviotas relamiéndose -¿Los bigotes?- mientras esperan el momento para robar algo de la pesca, y las embarcaciones entran y salen incesantemente del muelle con parsimonia que no concuerda con ninguna imagen moderna de autos entrando y saliendo de la ciudad. Sin embargo, suele pasar que dentro de la escenificación natural de la rutina del puerto de Llanes, aparezcan viajeros que deseen mirar la dinámica portuaria, aunque no sentados en cualquier butaca sino casi encima de una obra de arte.
Antes de 2001 lo que era una escollera gris se transformó en un rompeolas de galería e, incluso, obtuvo un nombre conceptual: «Los Cubos de la Memoria». El artista Agustín Ibarrola convirtió cada uno de los enormes bloques de hormigón que forman el dique, en una suerte de lienzos cúbicos donde se ha plasmado la memoria del arte, del territorio y la del propio Ibarrola, conformando una enorme escultura en la que uno se puede extraviar fácilmente en el tiempo y disfrutar de decenas de escorzos físicos e interpretativos. El paseo comprende todo ello: vistas al puerto, a la memoria artística mencionada, e inicia el camino que lleva a las calles céntricas de la villa marinera.
El pueblo es uno de aquellos rincones donde uno desearía nunca más partir de allí, revolviéndose con gusto entre aquella rutina constante de la vida de los pescadores y una historia, casi tatuada, en la arquitectura y en el rostro de sus habitantes, donde se sabe que la modernidad entra como un goteo incesante aunque siempre con cierta cautela, ya que la personalidad de Llanes así se lo hace saber.
El sitio es ideal para embarullarse entre sus calles empedradas que desembocan en rincoces que indican que el tiempo en este poblado es un vecino más: Asociación que se inició durante el reinado de Alfonso IX, cuando se construyeron las murallas y comenzaba su historia como puerto. Los restaurantes, con la típica sidra escanciada, comparten espacio con los restos de muros medievales, y las casas de los pescadores conviven con los grandes palacetes indianos del siglo pasado, aunque también saben hacerlo con los edificios románicos y laterescos.