Un recorrido nostálgico y literario por los barrios más entrañables de la capital portuguesa.
Fotografías: Carlos Sánchez
Los portugueses son de agua, lo han sido desde tiempos idos. No solo por tener cerca el Atlántico y un pasado dibujado por navegantes. También lo son porque los atraviesa el caudal que desde España anda su camino pausado hacia el poniente, hacia el mar. Hay corrientes que acarrean el silencio de un lado a otro, que pasan en sigilo, hermosas. Pero el río Tajo, meu querido Tejo, se queda en Lisboa, murmura viento y barcos o se hace horizonte, y con ese movimiento estático cuenta cosas lejanas a quien lo mira.
En los días de niebla, el Tejo deja que los tejados rojos alcen la voz o se esconde bajo la cobija de edificios. Siempre está en todas partes, siempre en alguna ventana, y aún así se le extraña. Poco sorprende que la gente hiciera suya la nostalgia por él traída. Ese sentimiento que el fado aprendió a transformar en melancolía cantada es la saludade portuguesa. Porque en la tierra de Fernando Pessoa y José Saramago se vive hacia dentro, añorando. Es como si cada portugués estuviera hecho de mareas, de naufragios personales y, cuando se intercambian miradas o palabras, no importa de qué se hable, se lleva a cabo una breve permuta de soledades.
La geografía o las cosas del suelo
Fue el Tejo lo que no me dejó ir tan fácil. Muchas tardes lo ví desde la explanada de Chapitô, un restaurante cerca del Castelo de Sao Jorge. Llegaba ahí cuando el cielo enrojecía porque la vista que se tiene del río a esa hora está cargada de historias y me deleitaba escuchándolas con los ojos. Caminaba desde Mouraria (barrio de calles estrechas y sábanas colgando en las ventanas), habitado primero por moros y ahora por longevos lisboetas asomándose a un universo de voces y pasos venidos de otras tierras; un rincón donde encontraron hogar indios, chinos, caboverdianos, brasileños y hasta una mexicana como yo. Bajaba escaleras hasta la Praca Martin Moniz y pronto había escalones de nuevo, esta vez hacia arriba, para llegar casi sin aliento a la Costa do Castelo y a Chapitô.
Así es la geografía de Lisboa, sube y baja sin detenerse. Uno no se da cuenta que existen siete colinas, son los pies los que saben. También los tranvías, pero ellos se valen de sus rieles para desplazarse , amarillos y robados de una época distinta. Me subía en el eléctrico número 28 -la línea que recorre una buena parte de la ciudad, desde Martim Moniz, hasta Campo de Ourique- cuando quería visitar a mi amigo, Marco, que vivía entonces en el barrio de Graca, a la misma altura que el castillo, pero en una colina diferente, donde el famoso Miradouro de Graca guarda de noche un paisaje de luces. Observando a esa hora desde el mirador, el Ponte 25 de abril deja de ser puente y se convierte en un juego geométrico; mejor aún, en una delgada constelación sobre la opacidad del Tejo.
Cuando hacía calor usaba ese mismo tranvía y llamaba a ese mismo amigo para ir a escuchar jazz. Nos gustaba cuando el Jardim da Estrela sucedía el Out Jazz, un festival que llena de música las plazas y los jardines entre mayo y septiembre. Íbamos dispuestos a pasar una tarde de helados y cervezas tumbados en el pasto. Para los árboles éramos una alfombra de colores siguiendo el ritmo dictado por saxofones. Nos vigilaba la Basílica da Estrela, blanca y respingada, tan remota como el siglo XVIII. Había veces que nos desprendíamos pronto de esa vida sucediendo en el Jardim da Estrela, de su quiosco art nouveau y su lago. Entonces volvíamos a subirnos al 28 con dirección a Campo de Ourique, la última parada.
Nos esperaba un barrio de tonos suaves y edificios elegantes, donde abundan pequeñas lojas (tiendas), cafés y pastelerías. Para mí la zona queda concentrada en una calle, la Rua Coelho da Rocha, donde Fernando Pessoa vivió sus últimos 15 años. La casa que ocupó es ahora un centro cultural donde no falta la poesía. En esa calle también está el mercado de Campo de Ourique, su interior es una fiesta de pescados y verduras frescas, pero la alegría es culpa de los puestos de ostras marinadas con champaña. Huele a flores, a gente sonriendo frente a las charcuterías y los vinos.
Este es una extracto de la edición julio-agosto de la revista National Geographic Traveler.