Hace 70 millones de años, antes del cóndor de los Andes o el albatros (las dos aves voladoras más grandes del mundo), el cielo del Cretácico superior era dominado por el animal volador más grande que jamás ha existido: el Quetzalcoatlus.
Con más de 3.6 metros de altura y alas de 6 metros que tocaban el suelo cuando se encontraba en tierra, el Quetzalcoatlus era una especie de pterosaurio que poseía un cuello largo y un enorme pico afilado con una cresta craneal.
Y aunque el primer hallazgo fósil de la especie ocurrió en la década de los 70 al borde del Río Bravo en Texas, la apariencia real de este gigante volador sigue siendo un misterio para los paleontólogos.
Sin embargo, una serie de seis nuevos estudios científicos publicados en Society of Vertebrate Paleontology describen por primera vez la apariencia y el comportamiento del Quetzalcoatlus más allá de la concepción artística dominante en el gran público hasta el momento.
Los paleontólogos coinciden en que esta especie poseía un comportamiento similar al de una garza mientras cazaba o al emprender el vuelo; sin embargo, su movimiento en tierra difería de estas aves debido al enorme tamaño de sus alas recubiertas de pelo en vez de plumas.
De ahí que cada vez sea más clara la forma en que el Quetzalcoatlus emprendía el vuelo: si bien algunos paleontólogos consideraban que esta especie tomaba impulso desde el suelo para ganar altura (tal y como ocurre con un avión), las nuevas evidencias demuestran que el despegue dependía enteramente de su fuerza en las patas traseras.
Aunque el Quetzalcoatlus tenía un andar bípedo en tierra firme, sus alas tocaban inevitablemente el suelo cuando se desplazaba sobre el piso. Los hallazgos más recientes sugieren que necesitaba levantar el brazo y la pierna izquierda para dar un paso, que era correspondido con el mismo movimiento en el lado derecho.
En vez de hacer una carrera corta para empezar a volar, bastaba un salto seguido de un aleteo firme para que esta especie desafiara a la gravedad y lograra elevar sus más de 200 kilos de peso.
Con pectorales muy desarrollados y crestas óseas que se anclaban con los músculos responsables del movimiento de sus, estudios previos consideran que un individuo promedio podía alcanzar una velocidad de vuelo de hasta 88 kilómetros por hora y era capaz de recorrer más de 16,000 kilómetros sin detenerse en tierra firme, una distancia similar a la que separa Nueva York de Sidney en línea recta.
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