Este artículo sobre ranas del Amazonas se publicó originalmente en National Geographic. Puedes leer la versión original en inglés aquí.
En una oscura noche de febrero, Bruce Means estaba solo en las profundidades de las montañas de Pacaraima, al noroeste de Guyana. Mientras exploraba el bosque nuboso con la linterna de su casco, observó a través de sus gafas empañadas un mar de árboles centenarios cubiertos por barbas de musgo verde. El aire húmedo, impregnado de olor a plantas y madera en descomposición, vibraba con una sinfonía melódica de ranas del Amazonas que lo atraía como un canto de sirena hacia lo más profundo de la selva, hasta el punto de preguntarse si alguna vez lograría salir.
Apoyado sobre su mano en un árbol joven para mantener el equilibrio, Bruce dio un paso titubeante hacia adelante. Sus piernas temblaron al hundirse en la hojarasca pantanosa y maldijo su cuerpo de 79 años. Al inicio de esta expedición, me confió que pensaba iniciar con lentitud, pero que se fortalecería cada día a medida que se aclimatara a la vida en el monte.
Después de todo, durante su carrera como biólogo de la conservación había realizado 32 expediciones en esta región. Yo había visto una foto suya de joven: un hombre de la selva de 1.93 metros, alto y de hombros anchos, con el pelo recogido en una cola de caballo y una enorme serpiente que colgaba de su cuello.
Me había contado historias sobre cómo viajaba en autobuses desvencijados en los años ochenta a través de las llanuras de la Gran Sabana venezolana y luego se adentraba en las montañas, adonde iba en busca de nuevas especies de anfibios y reptiles. Una ocasión pasó días solo en la cima de un pico oscuro, a veces desnudo, donde vivió lo más cerca posible del mundo natural.
Todo era una extensión de las exploraciones que hizo de niño al sur de California, cuando recorría las colinas de Santa Mónica en pos de lagartos, caimanes y tarántulas, o como le gusta decir, “pequeñas experiencias de la magnificencia de la naturaleza”.
Esa filosofía lo había traído hasta aquí. Claro, la cola de caballo ahora era gris y delgada, y con 129 kilos estaba muy por encima de su peso de combate, pero me aseguró que aún tenía bríos. Pronto encontraría su ritmo.
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Sin embargo, la selva –con sus enjambres de insectos, lluvia incesante y ciénagas que amenazan con tragarse a una persona entera– tiene su forma de desgastarte; tras una semana de caminatas escabrosas y cruces interminables de ríos, era obvio para todos en la expedición que Bruce se debilitaba a cada día. Las tierras silvestres de Guyana no son sitio para un septuagenario fuera de forma.
No obstante, ya había visto a Bruce recuperarse antes. Habíamos hecho tres viajes a esta región, un remoto foco de biodiversidad llamado cuenca del río Paikwa, que se ubica en el límite norte de la selva amazónica. El interés principal de Bruce aquí eran las ranas, y si el planeta albergaba un paraíso de estos animales, de seguro era este.
Las ranas desempeñan un papel fundamental en los ecosistemas de todo el mundo, pero en ningún lugar han existido durante más tiempo que en las selvas ecuatoriales como ésta. Durante millones de años, los ejemplares de este sitio han seguido una serie de caminos evolutivos que dieron lugar a una profusión de especies de todo tipo de formas, tamaños y colores, y con algunas adaptaciones asombrosas.
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Tan solo en la cuenca del Amazonas se han descrito más de 1,000 especies de anfibios. Muchas de ellas han aportado avances en medicina que incluyen nuevos tipos de antibióticos y analgésicos, o tratamientos potenciales contra el cáncer y el alzheimer.
Los científicos creen haber identificado apenas una parte de las especies de ranas en el mundo. Mientras tanto, las que conocemos desaparecen a un ritmo alarmante. Según algunos cálculos, hasta 200 especies de estos anfibios pudieron haberse extinguido desde los años setenta de siglo pasado; Bruce y otros biólogos temen que muchas otras desaparecerán incluso antes de que sepamos que existen.
Bruce se centró en la riqueza de los tesoros biológicos que estos bosques tropicales aún conservan.
“El potencial de futuros descubrimientos en el Paikwa es prácticamente ilimitado”, me dijo con su voz plena de su característico entusiasmo.
Pero también sabía que el tiempo se agotaba, no solo para las ranas, sino también para él.
Guyana es una especie de rareza por ser la única nación de habla inglesa en América del Sur, un legado de su historia como la única colonia británica de larga duración en el continente. La mayor parte del país se encuentra cubierta por una selva tropical inexplorada pero, en el extremo noroeste, las montañas Pakaraima se extienden a lo largo de la frontera con Brasil y Venezuela.
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Aquí, varios macizos con forma de mesa, que se asemejan a las mesetas monumentales de los desiertos del suroeste de Estados Unidos, se elevan con brusquedad por encima de las copas de los árboles color verde oscuro en la cuenca del río Paikwa. Para los pemones, que han vivido bajo su sombra durante siglos, estos picos insólitos se conocen como tepuyes o “rocas que brotan”, a veces llamadas “las casas de los dioses”.
A diferencia de las cordilleras típicas –que suelen formarse en cadenas enlazadas–, los tepuyes tienden a encontrarse solos y emergen de la selva como islas que se asoman en un océano nuboso. Se puede llegar a algunas de sus cumbres por rutas de senderismo, pero la mayoría están rodeadas por acantilados escarpados –algunos de hasta 900 metros de altura–, a menudo adornados con cascadas espectaculares.
Los geólogos explican que los tepuyes son los restos de una antigua meseta llamada Escudo guayanés, que hace cientos de millones de años fue el corazón del supercontinente conocido como Gondwana, cuando esta parte de América del Sur estaba unida a África.
Gondwana se separó hace siglos, pero esta parte de América todavía guarda muchas pistas de su pasado compartido con África. Hoy día, algunas de las especies endémicas de los tepuyes están estrechamente relacionadas con plantas y animales que se localizan en África Occidental, y los tipos de diamantes que se extraen en Sierra Leona y Guinea son los mismos.
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La primera vez que supe de estas extrañas formaciones rocosas fue cuando era niño, al leer el clásico de sir Arthur Conan Doyle, El mundo perdido (1912). En este relato de ciencia ficción, un científico descubre dinosaurios y protohumanos que viven en una meseta aislada escondida en las profundidades de la selva amazónica.
Ese libro y su protagonista, el vivaz profesor Challenger, me vinieron a la mente cuando conocí a Bruce por amigos comunes de la National Geographic Society en 2001. Me contó algunas de sus exploraciones en los tepuyes, a los que describió como laboratorios individuales para la evolución –islas en el cielo– que han estado aislados por completo durante tanto tiempo que algunas especies de ranas del Amazonas existen en la cima de un solo tepuy y en ningún otro sitio de la Tierra.
“Los tepuyes son como las islas Galápagos –me confió una vez–, pero mucho más antiguos y di- fíciles de estudiar”.
Bruce buscaba a alguien que le ayudara a adentrarse al terreno más inaccesible de los tepuyes y sus alrededores. Gracias a mi experiencia como escalador profesional, yo podía hacer justo eso. Así que, en 2003 y 2006, pasamos semanas detrás de nuevas especies de ranas del Amazonas en la selva bajo el Roraima.
Mientras volábamos a casa en helicóptero, luego del segundo viaje, pasamos sobre un pequeño tepuy que no estaba en nuestro mapa. Su cima estaba atravesada por un sumidero de 180 metros de profundidad con un bosque en el fondo. Bruce me agarró de la camisa y me gritó en la cara, por encima del sonido de los rotores: “¡Mark, tengo que estar en ese agujero!”.
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Seis años más tarde, en 2012, un helicóptero nos dejó a Bruce y a mí en la cima de ese tepuy llamado Wei-assipu; yo le ayudé a hacer rápel en el sumidero. Tras cinco días de acampar en el fondo y arrastrarse por la noche por lo que Bruce describió como “un mundo perdido dentro de un mundo perdido”, encontró una pequeña rana que describió como un “eslabón perdido” en la biología evolutiva de los tepuyes.
Un ejemplar único de esta especie llamada Oreophrynella weiassipuensis había sido recogido por un equipo de espeleólogos en 2000, pero no se había conservado de manera adecuada y, por tanto, se sabía muy poco sobre él o su relación con otros del género conocido como sapos guijarros.
‘Oreo’, como la llamaba Bruce, era color chocolate, del tamaño de la uña de un pulgar y con patas de cuatro dedos que me hacían recordar las manos de los dibujos animados de Mickey Mouse, una adaptación evolutiva que les permite a estas ranas del Amazonas trepar como ninguna otra. Era la séptima especie de ranas del Amazonas conocida del género Oreophrynella; cada una vive separada de las demás: seis se ubican solo en las cumbres de sus tepuyes y una en los bosques nublados de la cuenca del río Paikwa.
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Todas han seguido caminos evolutivos distintos, pero al menos dos comparten una notable adaptación que les permite escapar de los depredadores. Cuando una tarántula o un escorpión las ataca, estas ranas del Amazonas se enroscan en bolitas del tamaño de un guijarro para rodar y rebotar por las ramas de los árboles, las lianas, las hojas o las superficies rocosas hasta estar fuera de peligro.
Había otra rana del Amazonas en la cima del Wei-assipu que Bruce había fotografiado y capturado pero quería estudiar más. Tenía las clásicas patas traseras de las ranas arborícolas (diseñadas para trepar). Y, por su tamaño, color marrón y vientre moteado de blanco, Bruce estaba seguro de que el ejemplar era una nueva especie del género Stefania.
Por años, él y su colaborador, el biólogo belga Philippe Kok, elaboraron el árbol evolutivo del Stefania. Al registrar de manera gráfica el ADN de otras ranas del Amazonas Stefania, concluyeron que faltaban especies. Si Bruce pudiera recoger a esta escurridiza rana del Amazonas en la cima del Wei-assipu y demostrar, mediante análisis genéticos, que sus antepasados evolucionaron durante millones de años para adaptarse a ese ecosistema aislado del resto del mundo, estaría un paso más cerca de una comprensión más completa sobre cómo evoluciona la vida en los tepuyes.
Así que Bruce propuso una última expedición a las tierras altas de Guyana para encontrar esta Stefania y tomar una muestra de la riqueza de especies de otras ranas del Amazonas, anfibios y reptiles en la cuenca del río Paikwa. Viajaríamos en avioneta y piragua por los ríos Kukui y Ataro, y luego caminaríamos 64 kilómetros por una selva inexplorada hasta el Wei-assipu, al que intentaríamos subir por su escarpada cara norte.
“Esta tal vez sea la última que me queda, «caviló Bruce», pero voy a llegar allí aunque tenga que arrastrarme”.
Mi reto era idear una forma de ayudar a Bruce a buscar nuevas especies en el único entorno de los tepuyes que ningún científico había estudiado nunca: las caras de los acantilados. No obstante, transportar de manera segura a un hombre que iba a cumplir 80 años en esta expedición por una gran pared rocosa requeriría habilidades muy superiores a las mías.
Así que recluté a dos personas: la superestrella de la escalada Alex Honnold, de 35 años –cuyo ascenso sin cuerda al monolito de El Capitán, en el Parque Nacional de Yosemite, se documentó en la película Free Solo–, y Federico “Fuco” Pisani, italo-venezolano de 46 años y uno de los escaladores de tepuyes más experimentados del globo.
Bruce hizo acopio de sus reservas y avanzó por la selva en busca de ranas del Amazonas. Caminamos durante días por una llanura aluvial pantanosa, con lodo que nos llegaba a los tobillos y que casi nos arrancaba las botas de los pies. Llovía sin cesar y, aunque el sol se asomaba entre las nubes bajas, no llegaba a penetrar en las densas copas de los árboles.
En el húmedo soto-bosque reinaban los mosquitos y las moscas; y nuestras ropas, empapadas de sudor, resbaladizas por el barro y desgarradas por las espinas, se pegaban a nuestra piel irritada.
Incluso Alex confesó que las condiciones eran desafiantes, pero para Bruce la caminata se había convertido en un suplicio. Se caía a menudo y golpeaba fuerte. Al carecer de equilibrio y confianza para cruzar los numerosos puentes de troncos, optó por deslizarse por los empinados terraplenes y vadear o nadar.
Todo mundo se rió, incluso Bruce. Pero a medida que luchaba durante los siguientes días y el camino se volvía más traicionero, el humor desapareció. La seguridad de Bruce se convirtió en una preocupación constante para el equipo. Después de una semana así, por fin establecimos una especie de campamento base corriente abajo de una cascada rugiente de 60 metros a la que Bruce llamó ‘Double Drop’ (doble caída).
El equipo se reunió bajo una lona, sentados en un banco alrededor de una tosca mesa hecha con troncos caídos, para hacer un balance de nuestra situación. Bruce extendió un mapa sobre la mesa y, con un dedo arrugado, trazó la ruta que aún quedaba entre nosotros y el Wei-assipu. Hacia el sur se extendía un valle inexplorado, según los guías akawaios de nuestro equipo, miembros del pequeño grupo nativo que vive en la zona donde confluyen Guyana, Venezuela y Brasil, alrededor del Roraima. Por encima de las cataratas rugientes se alzaba el enorme tepuy Wei-assipu, que permanecía oculto tras las espesas copas de los árboles y las nubes arremolinadas.
Sentado a la mesa frente a mí, Alex prácticamente temblaba, así de ansioso estaba por llegar a la montaña donde podría escalar y salir de lo que él llamaba “el mundo de lodo”. Fuco, con sus gafas y su espeso y rizado pelo castaño salpicado de canas, estaba tranquilo sentado a mi lado. Había dirigido más de 20 expediciones a los tepuyes en los últimos 27 años, pero nunca había participado en una expedición científica a un tepuy. Siempre había querido ser científico e incluso hizo un doctorado en biología.
Atrás de Alex estaban los líderes del equipo de 70 akawaios que apoyaban nuestra expedición como guías y porteadores. Edward Jameson y Troy Henry eran legendarios entre los akawaios por haber escalado la ruta de la Proa del Roraima, de 460 metros, en una expedición británica de 2019.
Edward, de 55 años, bajito, musculoso y siempre sonriente, nos había acompañado a Bruce y a mí en nuestras expediciones anteriores a la región. Había crecido en este bosque y podía sobrevivir aquí más o menos de manera indefinida con poco más que su fiel machete, que mantenía bien afilado con una lima que llevaba colgada del cuello. Me contó que desde nuestra última expedición había trabajado de vez en cuando como explorador minero o pork-knocker, un término guyanés que hace referencia a la práctica de los mineros de vivir a base de cerdo silvestre en escabeche.
Desde la última vez que vi a Edward, en 2006, Guyana se había contagiado de la fiebre del oro: se excavaron varias miles de minas artesanales al interior del país. Como la mayoría de los akawaios, Edward había pasado gran parte de su vida dedicado a la agricultura y la caza, pero el atractivo de ganar dinero, e incluso de encontrar un tesoro que le cambiara la vida en las profundidades de la selva, era imposible de resistir.
Describió cómo los mineros excavaban hasta llegar a una capa de arcilla a la que luego inyectaban chorros de agua a gran presión para convertirla en una pasta, la cual se bombeaba a la superficie, se enjuagaba y mezclaba con mercurio, que se une al oro. Ese proceso químico en especial preocupaba a Bruce.
“Una cucharadita de mercurio puede contaminar todo un sistema fluvial”, me comentó.
Un akawaio de nombre Denver Henry me mostró un mapa en el que se detallaba la ubicación de decenas de explotaciones mineras repartidas por la selva que rodea el río Paikwa. Hasta ahora, la inaccesibilidad del terreno y la resistencia de los akawaios a construir una pista de aterrizaje en sus aldeas habían frenado a los mineros.
No obstante, Edward me compartió que, durante la última temporada de lluvias –cuando las tierras bajas se inundaron–, vinieron buscadores con barcos desde Kamarang, una de las aldeas más grandes de la región, para explorar las minas. Cada año, estos yacimientos se acercan un poco más a la cuenca del Paikwa.
Alrededor de la mesa, acordamos que Bruce necesitaba tiempo para recuperarse, así que decidimos dividirnos. El equipo de escalada se adelantaría para cortar un sendero hasta la base de la cara norte del Wei-assipu, a unos ocho kilómetros de distancia, mientras que Bruce y un grupo de akawaios recogerían especímenes en la cascada Double Drop.
A la mañana siguiente, Bruce saltó de su hamaca vestido tan solo con unos calzoncillos llenos de barro y fue recibido por un grupo de akawaios con bolsas Ziploc de casi cuatro litros. Al principio del viaje había anunciado que, para conseguir muestras de la biodiversidad, pagaría por las ranas del Amazonas. La remuneración era de 100 dólares guyaneses (unos 10 pesos) por criatura, con un bono adicional por una rana Stefania, lo que de inmediato creó una floreciente microeconomía en una tierra donde existen pocas oportunidades para que los indígenas generen dinero constante y sonante.
Bruce abrió su diario en una página en blanco y empezó a tomar notas. Edward fue el primero de la fila: su bolsita contenía cuatro ranas. Salio Chiwakeng fue el siguiente, con cinco lagartos y seis ranas del Amazonas. Markenson James entregó con confianza un gran escorpión negro, Tityus obscurus, y su amigo presentó una araña digna de una película de Stephen King. Luego de apuntar, Bruce la puso sobre su calva y la dejó caminar.
Mientras tanto, Alex, Fuco y yo cargamos comida y equipo para la escalada, que incluía 300 metros de cuerda y tres catres colgantes llamados portaledges para acampar en la ladera del acantilado. Dos guías akawaios, Harris Aaron y Franklin George, nos condujeron a lo largo de una cresta estrecha y por encima de una loma hasta un bosque espeso.
Bromelias puntiagudas de todos los tamaños y colores imaginables cubrían el suelo y crecían sobre los árboles, brotando de macizos de musgo. Orquídeas con delicadas flores blancas surgían de tocones podridos. Campanillas blancas, guacamayos con los colores del arcoíris y diminutos colibríes iridiscentes atravesaban las hojas y llenaban el aire con sus gorjeos y silbidos. Por breves momentos, las nubes se levantaban y dejaban que el sol se filtrara a través de los agujeros entre las copas de los árboles, lo que iluminaba zonas del suelo del bosque húmedo en las que revoloteaban luminosas mariposas morfo azules.
En el segundo día de lucha por llegar a la base del Wei-assipu, empezamos a vislumbrar su imponente cara norte a través de ocasionales aberturas en el bosque. Pronto nos adentramos en un laberinto de rocas desordenadas y resbaladizas cubiertas por un manto esponjoso de musgo verde eléctrico. Poco a poco, el suelo firme dio paso a un elevado entramado de rocas salientes que de vez en cuando, se abrían paso bajo nuestros pies como la puerta de una trampa.
Ese día, más tarde, escuché un fuerte ruido a mis espaldas. Miré hacia atrás y vi a Alex colgado de las axilas: una de sus piernas había roto el enrejado de madera podrida. Tras liberarse, subió la pierna de su pantalón. Su espinilla estaba cubierta por una pasta de sangre y fango. Fuco me vio a los ojos. Supe lo que estaba pensando: ¿cómo demonios vamos a trasladar a Bruce a través de esta sección?
Cuando por fin salimos del bosque en la base del Wei-assipu, justo antes de la puesta de sol, nos sentimos renacidos. Las nubes se habían disi- pado y la pared brillaba en el crepúsculo. Al otro lado del valle contemplamos la cara este del Roraima y sus 14 kilómetros de longitud, donde una docena de cascadas, cada una tan alta como el Empire State, brotaban de la montaña como cintas de seda dorada.
Franklin dirigió nuestra atención a la catarata más espectacular, la cual manaba de un agujero en la ladera del acantilado, a unos 60 metros bajo el borde. Nos mencionó que se trataba de la cascada Diamante que, según la leyenda, tiene en su base una poza que brilla con diamantes del tamaño de un puño.
A primera hora de la mañana siguiente, comenzamos a escalar el Wei-assipu. Nuestro plan consistía en ascender la pared por la que nos pareciera la mejor ruta y colocar un rastro de cuerdas ancladas a la montaña a lo largo del camino. Cuando el acantilado estuviese preparado, ataríamos uno de los portaledges a Bruce a para subirlo tras nosotros. Desde la comodidad de esta plataforma colgante, Bruce buscaría nuevas especies de ranas del Amazonas en las paredes verticales.
El avance fue muy lento y, al final de la tarde, Fuco y yo nos encontramos acurrucados en un pequeño saliente a unos 50 metros de la pared. Por encima de nosotros, una cuerda manchada de barro serpenteaba hacia arriba y a través de una sección horizontal de roca de ocho metros –conocida en la jerga de los escaladores como un techo– hasta donde estaba atado Alex, que colgaba como un murciélago.
“¿Qué te parece?», preguntó. «¿Lo hago?”. Al último tramo del techo le seguía una placa de roca que sobresalía de la pared como un trampolín. No había manera de saber con certeza qué tan sólida era. Ese mismo día yo había intentado por primera vez este paso y llegué hasta donde estaba Alex ahora, antes de arrepentirme y cederle el liderazgo al señor Free Solo.
“Mejor déjalo para mañana», gritó Fuco. «En unos minutos va a oscurecer”.
Sin decir más, Alex alcanzó el borde de la placa con su mano derecha, alzó los pies y se balanceó sobre el vacío. Después procedió a atravesarla a mano con la confianza de que se mantendría unida a la montaña. Luego de avanzar cinco metros más o menos, se soltó de una mano para sacudirse los dedos.
Al verlo colgar despreocupado de un brazo, a 60 metros por encima de la selva, me sorprendió el extraño parecido que tenía con un sapo guijarro que había visto pegado al dedo de Bruce unos días antes. Segundos después, Alex alcanzó otra grieta por encima de su cabeza; lo último que vi mientras la oscuridad envolvía la montaña fueron sus piernas deslizarse por la abertura.
Esa noche, de vuelta en nuestro campamento improvisado de hamacas en la base de la pared, Alex, Fuco y yo discutíamos sobre la viabilidad de nuestro plan. Al trazar la ruta me quedó claro que arrastrar a Bruce por el acantilado como si fuera equipaje sería mucho más peligroso de lo que cualquiera de nosotros esperaba. Mi mayor preocupación era que él tomaba anticoagulantes por una afección cardíaca, algo que reveló hasta que estuvimos bien encaminados. ¿Y si se hacía daño de alguna manera y no podíamos detener la hemorragia?
Justo en ese momento, una luz parpadeó en una abertura de la selva. Era una señal del cam- pamento base. Encendí la radio y escuché la voz de Bruce. Con pesar, nos dijo que Brian Irwin, el médico de la expedición, acababa de convencerle de suspender nuestro descabellado plan.
“No puedo decirles cuánto me entristece esto», lamentó Bruce. «Fuco, sobre todo, conoce bien la fauna herpética. Le enviaré el dibujo que hice de la Stefania que estoy seguro es nueva para la ciencia allá arriba”.
“OK, Bruce», respondió Fuco. «Haré todo lo posible para encontrar a la dichosa Stefania”.
La mañana siguiente, todo el valle bajo el Wei-assipu estaba envuelto en la misma niebla gris en la que habíamos vivido por días. Ahora entendía por qué Bruce llamaba a esta zona bosque nuboso. Esta cuenca parecía crear su propio clima y era raro el momento en el que podíamos ver más de 30 metros en cualquier dirección. Llovía durante horas, pero por suerte la pared sobresalía lo suficiente como para que, por lo general, evitáramos mojarnos.
Mientras Alex lideraba el camino, Fuco y yo lo seguíamos: buscábamos ranas del Amazonas entre las grietas y escarbábamos en los claros de tierra a lo largo del camino. Al final de cada nivel, utilizábamos poleas para subir las pesadas bolsas que contenían todo lo necesario para sobrevivir en la pared durante unos días.
Fue una jornada agotadora en la que las únicas criaturas que encontramos fueron un ciempiés con una franja naranja en la espalda y un grillo grande, posiblemente carnívoro. No fue sino hasta mucho después de la puesta de sol que regresamos a nuestros portaledges, los cuales se encontraban anclados a la pared justo al lado de un estrecho saliente a unos 200 metros por encima de la selva.
Al siguiente día, cuando salió el sol, bajé la cremallera. Las nubes habían desaparecido y el sol brillaba en un cielo azul intenso. Abajo, un océano gaseoso cubría el valle.
Luego de tomar una taza de café y comer unas barritas energéticas, emergimos por el saliente con la esperanza de que nos llevara hasta la cumbre. Tras 800 metros de abrirnos paso a través de espesos arbustos cubiertos de telarañas, doblamos una esquina y nos encontramos en la cima del tepuy con la mirada fija en la meseta.
En pocos metros pasamos de un bosque nuboso colgante a una ciénaga cubierta de plantas jarra, yucas y rocíos de sol, una flor carnívora y reluciente que se parecía a las venus atrapamoscas. Más a lo lejos, dos pináculos rocosos se alzaban por encima del sumidero que Bruce y yo habíamos explorado en 2012.
Empezó a llover. Las nubes que habían cubierto el valle comenzaron a enroscarse sobre el borde de la cima para envolvernos. Fuco y yo nos refugiamos bajo una roca con forma de hongo donde nos acurrucamos, empapados y temblorosos, cubiertos con mi poncho a manera de lona. Alex, mientras tanto, había desaparecido, seguramente para escalar.
Fuco se comunicó por radio con Bruce. “¿Cuál es el mejor lugar para encontrar a la dichosa Stefania?”, preguntó. Me sentí mal por Fuco porque sabía que cargaba con el peso de las expectativas de todos en la expedición. Bruce le indicó que bus- cara en las ramas de los árboles pequeños y entre los arbustos, pero también mencionó que a la Stefania le gusta esconderse dentro de los macizos de musgo durante el día y que solía encontrarlas por la noche, cuando sus ojos brillaban contra la luz de su lámpara minera.
Fuco y yo pasamos la tarde deambulando entre la niebla y la lluvia; hurgamos el espeso musgo y peinamos ramas y hojas con la esperanza de avistar alguna de las diminutas ranas del Amazonas o cualquier tipo de vertebrado, pero todo lo que encontramos fueron algunos renacuajos de una especie de rana ya conocida. Él volvió a salir esa noche, bajo otra tormenta, y no logró hallar nada. Se sintió como una gran derrota.
Aunque la expedición se había diseñado para realizar muestreos de una amplia gama de fauna, el objetivo principal había sido encontrar ranas del Amazonas en este tepuy, en especial a la nueva Stefania.
Dos días después nos quedamos sin provisiones y nos vimos obligados a bajar de la montaña. Bruce se había reubicado en un nuevo sitio, el “campamento de los perezosos”, a un día de marcha por encima de la cascada Double Drop. Lo encontramos sentado en un banco de trabajo mientras dibujaba una rana del Amazonas marrón gomosa con el cuerpo colocado en una bandeja metálica junto a su cuaderno.
Su laboratorio de campo estaba cubierto con varios frascos de cristal llenos de ranas del Amazonas, lagartos y serpientes en formaldehído. Se iluminó cuando nos vio, pero sus ojos estaban hinchados y con los bordes rojos. Su camisa de safari estaba rota y manchada de lodo. Cuando se sostuvo del borde de la mesa para intentar ponerse de pie, hizo una mueca y me di cuenta de que tenía mucho dolor.
“Siento mucho no haber encontrado a la Stefania”, se disculpó Fuco, y le entregó a Bruce una bolsita que contenía el ciempiés y un grillo.
“Está bien», contestó Bruce. «El hecho de que no hayan encontrado ninguna rana del Amazonas allá arriba es en realidad un resultado científico en sí mismo”. Pude ver que una sonrisa diabólica se extendía por su cara. Nos llevó hasta el banco de trabajo, tomó la rana marrón y la levantó para que la viéramos. Una pequeña etiqueta blanca con algunos números estaba colocada en su pata.
“ ¿Es…?”, dije al reconocerla por el boceto de la Stefania que Bruce nos había enviado.
“No lo sabré con certeza hasta que pueda hacer el análisis de ADN», interrumpió Bruce, «pero estoy 95 % seguro de que se trata de una nueva especie de Stefania”. Explicó que era diferente de la que había visto hace tantos años en la cima del Wei-assipu –por la que Fuco, Alex y yo nos habíamos matado en encontrar–, pero que era casi en definitiva otro eslabón perdido en el árbol evolutivo de la Stefania que él y Philippe Kok habían descifrado durante años.
Bruce volvió a dejar la rana en el suelo y empezó a sacar otras ranas del Amazonas para mostrárnoslas.
“Es curioso cómo ha funcionado», comentó. «Que yo no subiera al muro resultó ser una bendición, porque me dio tiempo para explorar a fondo este bosque nuboso que ningún científico había investigado antes”.
En total, Bruce estaba seguro de haber encontrado seis especies nuevas para la ciencia, entre ellas una serpiente colúbrida no venenosa y una lagartija dorada.
Esa noche, durante una cena de fideos aguados, hablamos de lo que durante mucho tiempo había sido el elefante en la habitación. La salud de Bruce se había deteriorado hasta el punto de que no había manera de que pudiera hacer el viaje de regreso. La única opción era pedir un rescate de emergencia en helicóptero.
Al día siguiente, un helicóptero descendió en el pequeño claro de la base de la cascada Double Drop. Tras una ronda de abrazos, Bruce se dirigió a la aeronave. Mientras el helicóptero ascendía sobre la selva, vi a Bruce en el asiento del copiloto mirar por la ventana. Sabía que podía ver el Wei-assipu y el Roraima, al sur y al oeste, erigiéndose desde la selva nublada, con sus cascadas que formaban arcoíris y diamantes en los ríos abajo. Más adelante, el camino del espumoso río Paikwa serpenteaba hacia el norte y se volvía turbio al pasar por las cicatrices de las minas que cada año invaden este Shangrila de la biodiversidad.
Cuando me di la vuelta para empezar a hacer las maletas para el largo viaje de regreso fuera de la selva, Edward me llamó aparte. De un bolsillo interior sacó un pequeño frasco de plástico con un diamante en bruto del tamaño de un guisante. Ahora que nuestra expedición había terminado esperaba que se lo comprara.
Al sostener esa diminuta piedra entre mis dedos pensé en todos los buscadores que querían cavar minas para sacarlos de la tierra y en todo el dinero que podrían proporcionar a sus familias. Me maravillé de cómo una roca tan pequeña podía amenazar algo tan antiguo y primordial como la cuenca del río Paikwa y los tepuyes que la rodean. Pensé en que mi viejo amigo tal vez no volvería a ver este lugar, y en las nuevas especies de ranas del Amazonas que ahora llevaba en la bolsa seca entre sus pies.
Si los dioses de los tepuyes sonreían, tal vez una de estas criaturas podría resultar tan rara y singular que el mundo por fin se daría cuenta de lo que Bruce Means ha sabido todo el tiempo: los verdaderos tesoros de El Dorado no son el oro ni los diamantes, son las plantas y los animales que consideran a este lugar mágico su hogar.
Este artículo se publicó en la edición impresa de abril 2022, bajo la autoría de Mark Synnott, explorador de la National Geographic Society.
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