Toma un puñado del suelo de la selva negra en Alemania, del bosque Tongass en Alaska o del Waipoua en Nueva Zelanda. Acércalo a tus ojos. ¿Qué ves? Tierra, por supuesto.
Suave, fértil, oscura como el cacao en polvo. También, agujas de pino y hojas en descomposición. Partículas de musgo o liquen. El pálido acordeón de un hongo invertido. Quizá una lombriz que se retuerce para escapar de la luz o una hormiga desconcertada por el repentino cambio de altitud.
Sue Grayston sabe que hay mucho más.
La consagración de Grayston a la tierra comenzó en su patio trasero. Cuando era niña, en Stockton-on-Tees, Inglaterra, ella ayudaba a su madre a sembrar semillas y cuidar su huerto.
Constelaciones de criaturas que habitan el suelo
En la universidad, donde Grayston tuvo acceso a microscopios, su atención se vio cautivada por las constelaciones de criaturas que habitan el suelo y que son demasiado minúsculas para estudiarse a simple vista. Entonces supo que había hallado su vocación.
Luego de doctorarse en ecología microbiana por la Universidad de Sheffield en 1987, trabajó para una compañía de biotecnología agrícola en Saskatoon, Saskatchewan, Canadá, tras lo cual obtuvo un puesto como investigadora en el Instituto Macaulay de Investigación del Uso de la Tierra (hoy Instituto James Hutton) en Escocia. Ahí colaboró con ecologistas botánicos y echó las raíces de un proyecto que la mantendría absorta durante gran parte de su carrera: los vínculos complejos que existen entre los habitantes más pequeños del suelo y los más grandes, los microbios y los árboles.
Formando su propio reino
Al combinar innovadores estudios de campo con sofisticadas técnicas de secuenciación genética, Grayston y otros ecologistas crearon un retrato mucho más nutrido de una sociedad que se oculta en el suelo del bosque; una comunidad por lo general invisible y cuya ausencia colapsaría el ecosistema.
“Aunque gran parte de la biodiversidad se encuentra bajo tierra, no conocemos mucho acerca de ella», reconoce Grayston. «Sin embargo, eso comenzó a cambiar en el último par de décadas”.
Muy por debajo de los árboles, series de hongos filamentosos unen sus raíces para formar redes micorrícicas a través de las cuales los árboles intercambian agua, alimento e información. Amebas unicelulares se unen para crear una masa de formas cambiantes conocida como moho mucilaginoso, que fluye dentro o con la tierra y atrapa bacterias y hongos.
Los colémbolos –artrópodos diminutos– pululan sin dirección; en ocasiones se catapultan a más de 20 veces su longitud en una fracción de segundo. Ácaros oribátidos recorren a trompicones lo que para ellos podrían ser montañas y cañones, pero no avanzan más del equivalente a media pista de bolos en toda su vida, que suele durar alrededor de año y medio.
Otras criaturas son tan minúsculas que solo se pueden mover si se retuercen o “reman” a través de las delgadas capas de agua que cubren las plantas y partículas del suelo. Esos extraños seres incluyen nemátodos transparentes, rotíferos en forma de fideos con coronas arremolinadas de fibras cabelludas que jalan alimento hacia sus cuerpos similares a un florero, y tardígrados que parecen ositos de goma, pero con ocho patas-garras y tubos espinosos para succionar en vez de boca.
Aún más pequeños son los protozoarios: un grupo diverso de organismos unicelulares que en ocasiones se mueven al agitar sus numerosos apéndices o contorsionar sus interiores gelatinosos. En el suelo del bosque también abundan cualquier tipo de bacterias y arqueas, que si bien son en apariencia similar a las primeras, forman su propio reino.
Un solo gramo de suelo de bosque puede contener hasta mil millones de bacterias, un millón de hongos, cientos de miles de protozoarios y casi mil nematodos.
La tierra no es, como se creía, una sustancia inerte a la que árboles y plantas se aferran para extraer cualquier cosa que necesiten. Cada vez está más claro que es una dinámica red de hábitats y organismos; un tejido inmenso y cambiante creado con los hilos de incontables especies. La tierra, en sí, está viva.
Lo que sucede arriba, se refleja abajo
Grayston y otros ecologistas sostienen que esta visión moderna precisa cambios sustanciales para la silvicultura: descubrieron que la tala rasa es una práctica que genera un daño más extenso y duradero de lo que se imaginaba. No basta con tomar en cuenta que cortar un árbol altera el bosque del tronco hacia arriba; para que sea de verdad sostenible, la silvicultura también debe lidiar con las consecuencias que afectan a todo lo que se encuentra debajo.
Hace miles de millones de años nuestro planeta no tenía tierra, solo había una corteza rocosa que la lluvia, el viento y el hielo desgastaron poco a poco. Conforme los microbios, hongos, líquenes y las plantas lo poblaron todo, aceleraron la erosión de la roca al escarbarla, disolver con ácidos secretados y desmenuzar con raíces.
Cuando la Tierra no tenía tierra
Al mismo tiempo, la vida en descomposición enriqueció la corteza mineral con materia orgánica. Las primeras tierras de bosque reconocibles aparecen en el registro fósil durante el periodo Devónico, entre 420 y 360 millones de años atrás.
Hoy día, las tierras del planeta continúan presentes en todos los ecosistemas. El suelo del bosque está lleno de nutrientes esenciales como carbono, nitrógeno, fósforo y potasio. Sin las actividades cotidianas de las criaturas diminutas, muchos de esos elementos serían inaccesibles, señalan Grayston y sus colegas.
Cuando las plantas hacen la fotosíntesis y convierten la energía del sol en moléculas llenas de carbono, exudan parte de estos compuestos a través de sus raíces hacia la tierra, donde ciertos organismos los consumen. A cambio, hongos micorrícicos y ciertos microbios de las raíces las ayudan a absorber agua y nutrientes y a convertir formas de nitrógeno químicamente recalcitrantes en moléculas que pueden utilizar.
Una vez que las plantas se marchitan y mueren, gusanos, artrópodos, hongos y microbios descomponen esos tejidos para convertirlos en elementos más pequeños y devolver sus nutrientes a la tierra. Al mismo tiempo, el movimiento continuo de animales diminutos, mezcla diferentes capas de suelo, distribuye los nutrientes y mantiene la ventilación. Al digerir cantidades enormes de tierra, los gusanos, las babosas y los artrópodos empapan la tierra de materia orgánica y ayudan a que las partículas se unan, lo que mejora la estructura del suelo.
El bosque como un mismo ‘Todo’
En 2000, mientras trabajaba para el Instituto Macaulay, Grayston viajó a Tuttlingen, una ciudad alemana a orillas del río Danubio, para investigar los suelos de la Selva Negra junto con sus colegas. Esta región de alrededor de 6 mil kilómetros cuadrados en la zona suroeste del país, notoria por sus montañas boscosas, es apreciada desde hace mucho por las industrias minera y maderera.
Los investigadores visitaron algunos sitios que destacan por sus hayas de entre 70 y 80 años, con flexibles cortezas plateadas y troncos retorcidos. Algunas de las zonas que el equipo examinó han sido sometidas a la tala durante mucho tiempo, mientras que otras se encontraban más o menos intactas.
Grayston utilizó una barrena de muestreo para extraer suelo de diferentes sitios del bosque, almacenó las muestras en hieleras y las llevó a Escocia para estudiarlas de cerca. Las pruebas de laboratorio y los cultivos celulares revelaron que la extracción intensiva había mermado de manera considerable la abundancia de microbios en una zona del bosque.
Aunque en ese momento se trataba de conexiones prometedoras, los detalles eran más bien difusos. Sin embargo, en el transcurso de las últimas dos décadas, Grayston y otros científicos han logrado aprender mucho más acerca de la interdependencia de las plantas y los microbios del suelo, así como de la importancia de estas relaciones para los ecosistemas boscosos como un todo.
La tala uniforme había disminuido la biodiversidad del suelo
Grayston se mudó a Vancouver en 2003, para convertirse en profesora de ecología microbiana del suelo en la Universidad de Columbia Británica, donde trabaja desde entonces. Es ahí donde ella y sus colaboradores han profundizado en la investigación acerca de cómo los diferentes tipos de silvicultura transforman las comunidades microbianas del suelo.
Gran parte de sus estudios comparan tres tipos de tala:
- Estándar (uniforme), con la que se quitan todos los árboles de un sitio determinado
- Con reservas, en la que se conservan ciertos grupos
- Selectiva, que elimina árboles individuales específicos, lo que mantiene una distribución uniforme
Para probar la salud del suelo, Grayston y sus colegas enterraron bolsas de malla de nylon llenas de raíces finas en zonas de bosque en las que se había talado de maneras diferentes. Dejaron las raíces para que fueran descompuestas por los animales minúsculos, hongos y microbios, y las desenterraron en un lapso que abarcó desde algunos meses hasta varios años después. En el laboratorio, los investigadores realizaron diversas pruebas para identificar a los organismos asociados con las raíces y determinar cuál había sido su nivel de actividad.
En muchos casos, la tala uniforme había disminuido la biodiversidad del suelo y entorpecido los ciclos de nutrientes. La tala intensiva, además, alteró con frecuencia las poblaciones de las comunidades del suelo, lo que permitió el dominio de un número más o menos pequeño de especies. Sin embargo, no todos los métodos de extracción resultaron ser igual de nocivos.
La abundancia, diversidad y actividad de los microbios permaneció relativamente elevada en zonas que habían perdido árboles de manera uniforme. En regiones que habían sido reducidas a grupos de árboles, los investigadores solo hallaron comunidades de microbios igual de robustas y animadas en las proximidades de estos. Entre más se alejaban, menos vida existía en el suelo.
El daño va en un rango de 10 metros
Una investigación relacionada, en la que se estudió el flujo de carbono a través de las raíces de los árboles, reveló que la zona de influencia de un árbol o de un grupo –aquella en la que provee moléculas ricas en carbono a microbios y otros organismos diminutos– se extiende unos 10 metros en promedio. El beneficio de conservar unos cuántos árboles en un suelo vacío, incluso si se trata de grupos grandes, es limitado.
Fuera de un rango de 10 metros en torno a esas islas vegetales, las poblaciones microbianas se verán perjudicadas. Grayston explica que la tala selectiva es mejor para la salud del suelo, pues de este modo se conserva –por lo regular– un árbol casi cada 15 metros, lo que permite que sus raíces y respectivas zonas de influencia se superpongan para proporcionar carbono a los microbios.
Aunque los métodos de tala selectiva adquieren mayor prominencia en algunas regiones del mundo, en América del Norte aún se practica la tala estándar de manera generalizada, pues es más eficiente, cuesta menos y requiere de maquinaria menos compleja. Por las mismas razones, la tala con reservas suele preferirse por encima de la selectiva.
¿Qué le espera a los bosques en el futuro próximo?
“Debemos reconsiderar nuestras prácticas forestales», considera el microbiólogo ambiental del Instituto de Microbiología de la Academia Checa de las Ciencias, Petr Baldrian. La tala uniforme es muy económica, pero tiene un enorme costo para el suelo; tenemos que encontrar un equilibrio entre las necesidades de la industria y las del bosque”.
Al reflexionar sobre el futuro de los bosques del planeta –y de sus suelos, en particular–, Grayston se muestra emocionada y preocupada a la vez. Le entusiasma el gran misterio de todo lo que falta por descubrir; lo cual es, básicamente, la razón por la que decidió estudiar la vida microscópica. “Hemos avanzado mucho”, comenta, “pero aún no sabemos quién está realmente activo en ciertos momentos ni qué organismos específicos son esenciales para los diferentes procesos del suelo”.
Al mismo tiempo, le inquieta el deterioro constante de los bosques debido al exceso de tala, el mal manejo de las tierras y los efectos del cambio climático. Ya que los ecosistemas superpuestos de la Tierra se encuentran tan interconectados y son tan fundamentales para la supervivencia de la vida compleja, el daño que causamos a los árboles y los suelos del planeta, en última instancia, también nos afecta a nosotros.
“Si no tuviéramos a los microorganismos del suelo, la basura nos llegaría a las rodillas», asegura Grayston. «Sin ellos, terminaría la vida en la Tierra. No nos necesitan para nada, pero nosotros no llegaríamos muy lejos sin ellos.”
Sigue leyendo:
Qué es la inmersión forestal, la práctica ancestral de caminar en silencio por los bosques