Desde 1955, el norte y el sur de Sudán han peleado por diferencias religiosas, étnicas, ideológicas y por el petróleo. A partir del pasado 9 de julio, Sudán del Sur es un nuevo país independiente.
Un día hace algunos años, antes de que la última guerra civil comenzara en serio, un niño sudanés llamado Logocho se asomó por la entrada de la choza de su familia. Su padre le saltó encima para sujetarlo y, luego, con ayuda de un chico mayor, lo echó contra el piso de tierra.
Un chico raro, Logocho. Sobre él, los hombros y el pecho tensos de su padre mostraban las cicatrices tribales amoratadas. Un código Morse de puntos y guiones cruzaba el rostro y la frente de su padre, indicándole a cualquier posible asaltante de ganado -los dinka, los nuer- que él, como murle, defenderá su rebaño con lanza, cuchillo, puños y dientes.
Pero su hijo no mostraba interés en las viejas costumbres. Cuando otros niños, incluyendo su propio hermano, sufrieron un rito murle de iniciación temprana, él corrió y se escondió en la hierba. Ahora su cuerpo temblaba y se arqueaba en el polvo. Nada lo identificaba como murle.
Lo más alarmante es que el niño de nueve años no mostraba interés en el ganado. Como su hermano, Logocho se agachaba para succionar las ubres de las vacas, pero para él sólo significaban leche. Por incontables generaciones, los hombres murle -y sus rivales en todo el sur de Sudán- habían vivido junto a sus vacas. Les ponían nombre, las decoraban, dormían a su lado. Los hombres usaban el ganado para comprar novias, que les daban hijos, que cuidaban más vacas.
¿Cuál es tu propósito? Preguntó el padre de Logocho.
Mientras que hombres y bestias migraban buscando agua, Logocho prefería quedarse atrás con su abuela. La vieja mujer labraba surcos en la tierra callosa para cultivar sorgo, frijoles y maíz, e incluso calabazas. Logocho la ayudaba a plantar las semillas, cuidar los retoños y cosechar los cultivos. Ella lo protegía de su padre.
Pero ahora no podía salvarlo. Su padre y el chico lo sostenían con fuerza contra el suelo. «¿Naa? -chilló Logocho-. ¿Por qué?».
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Cuando vio al «especialista», lo supo. El hombre se arrodilló y se inclinó sobre el rostro de Logocho, luego tomó lo que parecía una lima delgada de metal. Lo forzó a abrir la mandíbula y le metió la cuchilla entre los dos dientes centrales inferiores. La empujó hacia abajo hasta las encías y, con un tirón de hombro, la torció. ¡Crac! Un incisivo se astilló y la boca en sollozos de Logocho se llenó de sangre. El especialista reajustó la cuchilla y -¡crac!- destrozó el otro diente medio.
En los siguientes meses, el caos descendería sobre Logocho y su tierra natal. Un mago del pueblo vaticinaría la perdición de su familia. A lo largo del sur de Sudán, la furia de generaciones estallaría en 1983 en una guerra horrenda e invisible para el mundo exterior. Durante las siguientes dos décadas, más de cuatro millones de sureños huirían de sus poblados hacia las tierras del interior, las ciudades del norte y los países vecinos. Dos millones morirían.
La vida de Logocho -huyendo, guerreando, buscando un propósito- compartiría la trayectoria del propio sur de Sudán. Pero ese día, su padre lo soltó y se alejó con el especialista. Logocho rodó sobre su costado para que la sangre escurriera.
El origen de las tensiones en Sudán es tan geográfico, tan agreste, que se podría ver incluso desde la superficie de la Luna. El ancho marfil del Sahara en el norte de África, pegado a la sabana verde y las selvas del centro del continente, cada vez más estrecho. Un gran colmillo manchado de pasto. Por lo general, las poblaciones están a un lado u otro de esa brecha vegetal. Qué lado, norte o sur, define en gran parte la cultura -la religión, la música, la vestimenta, la lengua- de la gente. Sudán se extiende a ambos lados, abarcando el desierto árido en el norte y las praderas y bosques de lluvia tropical en el sur, y las culturas enajenadas a cada lado.
En Sudán, los árabes y los africanos negros se han enfrentado desde hace tiempo. Los conquistadores islámicos del siglo VII descubrieron que muchos habitantes de la tierra que entonces llamaban Nubia ya eran cristianos. Los nubios lucharon contra ellos hasta alcanzar un punto muerto que duró más de un milenio, hasta que el gobernador otomano en El Cairo los invadió, explotando la tierra al sur de Egipto como una reserva de marfil y humanos. En 1820 esclavizó a 30,000 personas conocidas como «sudán», que significaba simplemente «negros».
A la larga, la repulsión que mostraba el mundo hacia la esclavitud sacó a los comerciantes de esclavos del negocio. Los otomanos se retiraron a principios de los años ochenta del siglo xix y, en 1899, después de un breve periodo de independencia para Sudán, los británicos tomaron el control y gobernaron sus dos mitades como regiones distintas. No pudieron guarnecer todo Sudán -es un país enorme, 10 veces el tamaño del Reino Unido-, así que gobernaron desde Jartum y otorgaron poderes limitados a los líderes tribales en las provincias. Mientras tanto, fomentaron el islam y el árabe en el Norte, y el cristianismo y el inglés en el Sur. Invirtieron esfuerzos y recursos en el Norte y dejaron al Sur languidecer. Y surge la pregunta: ¿por qué? ¿Por qué se creó un solo Sudán?
Una razón, de nuevo, es geográfica. Conforme el Nilo fluye hacia Egipto, une las culturas dispares a lo largo de sus riberas en una relación irregular, a veces odiosa. Define el comercio, el medio ambiente, incluso la política, vinculando los asuntos del Norte con los del Sur. Cuando los británicos gobernaban, necesitaban controlar el Canal de Suez en la boca del Nilo, porque unía a Gran Bretaña con la «joya de la corona», India. Eso significaba que había que controlar el Nilo.
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No es de sorprender que cuando los británicos se retiraron, a mediados de los cincuenta del siglo XX, el lugar cayó en una guerra civil. Los rebeldes del Sur combatieron ferozmente al gobierno del Norte durante los sesenta, y medio millón de personas murió antes de que las dos partes alcanzaran un acuerdo en 1972. Sin embargo, el pacto sólo le dio a cada lado una oportunidad de rearmarse para lo que sería una guerra mucho más sangrienta.
Durante la tregua entre las dos guerras civiles, el gobierno en Jartum se unió a Egipto para embarcarse en un impresionante proyecto en el Sur. Donde el Nilo se extiende a través del sur de Sudán -esa gran planicie- forma el Sudd, uno de los humedales más grandes de África. Las inundaciones anuales del río rejuvenecen las tierras de pastoreo donde las tribus del Sur han mantenido por mucho tiempo su ganado. Los socios decidieron construir un canal de 360 kilómetros para desviar el río pasando el Sudd, en dirección al norte, para abastecer de agua al sediento Egipto. Trajeron una máquina excavadora de ocho pisos y los hombres de la tribu se quedaron de pie mirando cómo destrozaban sus pastos.
A comienzos de la guerra civil de 1983 se formó un grupo rebelde llamado Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán (ELPS) y en uno de sus primeros y llamativos actos atacó las oficinas centrales de la constructora del canal Jonglei, interrumpiendo el proyecto.
Siguieron años de derramamiento de sangre, que terminaron en 2005 después de que las extraordinarias maniobras diplomáticas a puerta cerrada trajeran consigo el Acuerdo de Paz Integral de Sudán. Este pacto le dio al sur de Sudán una medida de autonomía: su propia constitución (basada en la separación de la religión y el Estado), un ejército y una moneda. Ahora Sudán se tambalea entre la posibilidad de una paz duradera y la amenaza de la violencia reciente. En 2011, según el pacto, la gente del sur de Sudán votará para ver si se separa del norte y forma un país completamente independiente.
Ambos lados sonríen y asienten frente al pacto, temerosos de que romperlo incite la intervención extranjera. Al mismo tiempo, continúan una guerra subterránea de acusaciones y antagonismo. Las profundidades de esa duplicidad -y las oscuras posibilidades de paz- se me hicieron evidentes a la mitad de mi estancia en Sudán, cuando media docena de hombres en traje me abordaron en el aeropuerto de Juba, la capital del Sur. Me metieron a la fuerza en un camión lleno de soldados pertrechados con rifles de asalto y me llevaron a un complejo habitacional de la ciudad. Ahí me quitaron el teléfono y la cámara, me negaron agua o el acceso al baño durante un día y una noche de interrogatorios. Se rehusaron a llamar al consulado de Estados Unidos. Eran agentes de inteligencia sudaneses.
El arresto me desconcertó, no sólo porque no levantaron ningún cargo en mi contra sino también porque su comportamiento iba contra la calidez y la buena voluntad que los sudaneses del sur suelen mostrar a los occidentales. Esa noche, cuando me liberaron, un oficial de seguridad de nombre Gas me explicó: la agencia de inteligencia pensó que era un espía. Más tarde me enteré que un chofer que había tratado de extorsionarme me había señalado como tal, pero el incidente subraya lo profundo de las sospechas entre Norte y Sur.
De manera que surge otra pregunta: ¿en medio de semejante animosidad, por qué el Norte no ha dejado simplemente que el Sur se separe? Y una vez más la respuesta es la geografía, que ahora los une de una manera nueva: el petróleo. Mucho del petróleo está en el Sur, pero el Norte, donde se encuentran todas las refinerías, controla la distribución de las ganancias.
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Un día, cuando logocho tenía nueve años, su padre lo mandó llamar. Amenazó con quitarle su derecho de nacimiento -las vacas-, de manera que no tendría dote. «Si estoy vivo, no te casarás pronto, porque no te gustan las vacas». Una hermana de Logocho murió de malaria. Otra de disentería. Una enfermedad se propagó entre el ganado: la perdición prevista por el mago, pensó la gente del pueblo. Luego su padre murió. Sin el ganado y sin su esposo, la madre de Logocho cayó en la desesperación. ¿Cómo podría alimentar a sus hijos? Envió a Logocho a vivir con su tío, quien se encontraba a muchos kilómetros de distancia y se maravilló del extraño chico que le habían impuesto. ¿Quién era este chico inútil, incapaz de manejar un rebaño de cabras, mucho menos el ganado? El tío gritó y amenazó y se enfureció.
Entonces sucedió algo extraordinario. La segunda guerra civil había comenzado y el ELPS había detenido la gran máquina excavadora de canales. Un día, un soldado del ELPS acudió al campamento de Logocho en busca de comida y el chico le dio un poco de carne. Los soldados habían arrasado antes el lugar y Logocho había percibido el miedo en la voz de su tío cuando donaba un toro para alimentarlos. Esta vez el soldado colocó cinco balas en la mano de Logocho, como recompensa por su ayuda. El chico le dio tres a su tío, pero se quedó con dos, que posteriormente disparó al cielo con una pistola prestada. El poder del soldado -de identidad en su uniforme, de propósito en su arma- se quedó grabado en la mente de Logocho. Diseñó un plan.
Cuado su tío envió a Logocho, que ahora tenía 12 años, con los animales, él y cinco amigos se alejaron. Escaparon a la selva, huyendo y hambrientos hasta que se toparon con una partida de caza de cuatro soldados del ELPS. Dos semanas después lograron entrar a un campamento de este ejército en el campo cercano a Boma, reuniéndose con otros reclutas que querían unirse a la rebelión. En el campamento vivía un puñado de soldados mayores, medio muertos de hambre y a la espera de órdenes. Por un mes, el grupo sobrevivió de la cacería. Luego, los comandantes del ELPS enviaron un mensaje: diríjanse a Etiopía. A pie.
Más o menos al mismo tiempo, a mediados de 1986, un estadounidense de nombre Roger Winter voló a Etiopía para reunirse con el carismático líder del ELPS, John Garang. Winter, entrando en los cuarenta, había dedicado su vida a trabajar con gente desesperada. En la universidad había sido voluntario en el Lado Sur de Chicago, luego trabajó para el Ejército de Salvación y más tarde tomó un puesto en la administración de Jimmy Carter, sirviendo como una especie de puente para los refugiados que huían de países opresivos. Ahora encabezaba el Comité para los Refugiados, organización estadounidense sin fines de lucro, enfocándose de manera personal en los Estados africanos a punto de desmoronarse, como Ruanda, Etiopía y Sudán.
A Winter le cayó bien Garang, un hombre complicado. Tenía una sonrisa radiante y un doctorado en economía. Leía a Marx y la Biblia. Su ejército usaba niños soldados, no obstante tenía una visión de un «Nuevo Sudán» unificado, con el Norte y el Sur en paz. Y ahora quería saber: ¿ayudaría Estados Unidos a la gente del sur de Sudán?
Winter sentía que el lugar lo atraía hacia su corazón caótico. Se consideraba a sí mismo un trabajador por los derechos humanos en una misión para advertirle al mundo de futuras catástrofes (más tarde advertiría sobre el genocidio inminente en Ruanda). Lo que vio en Sudán lo sorprendió, le pareció una «guerra demasiado atroz», una guerra que forzó a involucrarse a todos los observadores serios.
En el puesto de avanzada del ELPS, Logocho y los demás reclutas formaron una fila flanqueada por cerca de una docena de soldados y marcharon hacia Etiopía. Los chicos ahora sólo dependían de los soldados para obtener comida y agua. Otros se unieron en el camino y pronto el grupo aumentó a más de 100, extendiéndose por más de un kilómetro.
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Al comienzo de la caminata, conforme el hambre se impuso, el grupo se detuvo junto a un río. Varios soldados se alinearon en la ribera, con los rifles levantados. Uno chifló con fuerza y algunos animales levantaron la cabeza del agua. Los tiradores dispararon una descarga hacia las orejas vacilantes, matando cuatro hipopótamos. Logocho miró pero apenas registró sus muertes debido al hueco que sentía en el estómago. El grupo comió algo de la carne de hipopótamo junto al río y secó el resto. Luego continuó hacia el norte en dirección a la frontera.
Después de varias comidas de carne de hipopótamo, el estómago de Logocho se hizo un nudo y se le aflojaron los intestinos. Recordó a su hermana que había muerto de disentería. Eso lo atormentó cada hora, agotándolo, sacándole el agua del cuerpo. Finalmente se recostó al lado del camino y observó las siluetas de los viajeros pasar. Algunos se detuvieron, pero otros los empujaron para que avanzaran. «Déjenlo».
Se quedó ahí, desintoxicándose al sol, y un pensamiento llenó su mente: me voy a morir.
Un hombre joven llamado Jowang ?pariente suyo? lo vio. «Voy por agua y regreso», dijo. Después de un rato, alguien apareció con agua y Logocho la filtró en su boca. Un poco más tarde se puso de pie y siguió caminando. Se aferró a la esperanza de lo que fuera que lo aguardara en Etiopía. Comida y agua. Descanso.
Al final de otro día, un soldado hizo un anuncio: adelante hallarían un gran bosque y no había agua en él. Para llegar al agua del otro lado debían caminar en medio de la noche, cuando la temperatura bajaba. Se metieron entre los árboles al oscurecer y los hombres pusieron a los niños en medio de la fila, atentos a que no cabecearan.
Al alba salieron del bosque, exhaustos. El sudor frío se les había secado en la piel y cuando vieron un río más adelante se echaron a correr. Un soldado alzó la mano en señal de advertencia. Él y otros dispararon sus rifles hacia el agua y varios cocodrilos se alejaron deslizándose. Los chicos se agruparon y caminaron entre el agua mientras los soldados no dejaban de disparar a su alrededor, y ya aliviados se esforzaron por cruzar hasta el otro lado.
Ahora sólo un poco más lejos.
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«Aún eres joven y necesitas quedarte un tiempo aquí», le dijeron los soldados a Logocho cuando llegó por primera vez a Etiopía después de la extenuante caminata de 12 días. Hasta ese campamento cerca de Gambela había venido gente de todo el sur de Sudán. Era un campo de refugiados, pero el ELPS lo usaba como una especie de incubadora de reclutamiento, separando a los chicos y los hombres de acuerdo con su edad, su fuerza y su resistencia.
Más tarde, cuando Roger Winter recorría los campamentos etíopes, miraba detenidamente las caras de los chicos y se le partía el corazón. Caminaban sobre piernas delgadas, algunos con los dientes marcados en sus mejillas consumidas, otros con los ojos saltones, ciegos de hambre y enfermedad. Se preguntaba si alguna vez volvería a ver a alguno de ellos convertido en hombre.
Muchos de los chicos estaban malnutridos debido a que el gobierno del norte de Sudán había aprendido a utilizar el alimento como arma. Al principio, los pobladores de todo el Sur se apiñaban en áreas abiertas cuando escuchaban aviones sobrevolando, porque a eso siempre le seguían cargas de comida, de manera que el gobierno comenzó a enviar aviones que tiraban bombas justo después. Eso tenía un efecto doblemente devastador: unas cuantas bombas podían matar multitudes enteras de personas, y enseñaba a la gente a temerle a la comida que se lanzaba desde el aire, de manera que se morían de hambre fuera del alcance de la vista.
Una crueldad similar en Darfur llevaría a la Corte Penal Internacional en La Haya a emitir una orden de arresto en marzo de 2009 para el presidente de Sudán, Omar al-Bashir, por crímenes de guerra y contra la humanidad. En julio de 2010 también fue acusado de genocidio y se emitió una segunda orden de arresto en su contra.
Logocho esperaba unirse a las fuerzas de combate, pero no podía sostener un AK-47 lo suficiente como para apuntarle a un objetivo. Así que por seis meses, en el campo de entrenamiento de Bonga, aprendió otras habilidades tácticas, desde avanzar pecho tierra hasta cómo mantener secretos. Cuando John Garang en persona acudió a hablar con los reclutas, dio un discurso entusiasta, repartió uniformes y los dividió en dos grupos. Los chicos más altos y los hombres podían unirse a la lucha, y Logocho y los demás chicos más pequeños debían ir a la escuela en el campo de refugiados de Dima, con sus uniformes a la mano.
Para cuando tenía 15 años, Logocho fue lo suficientemente fuerte como para sostener un rifle y partió con otras tropas en una marcha que duró tres semanas hacia la fortaleza del ELPS en Kapoeta, cerca de la frontera de Uganda y Kenia. Anhelaba ser soldado porque había visto el poder que eso tenía sobre su dominante tío. Poco tiempo después de arribar al frente, llegó un reporte de disparos en un pozo cercano. Logocho y otros jóvenes fueron a ver qué pasaba y encontraron a dos de sus colegas muertos por francotiradores. Mientras ayudaba a cargar uno de los cuerpos, lo supo: la guerra no era su propósito. Este no era él.
Durante los años siguientes, Logocho peleó como rebelde y disparó su arma obedientemente, pero nunca pudo apuntarle a otro ser humano. Cuando sus amigos encontraban árabes heridos en el campo de batalla, los mataban con indiferencia. Logocho no podía.
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Las fuerzas del Norte poseían equipo y armas muy superiores. Utilizaban aviones para bombardear los tanques de combustible y a las tropas del Sur, de manera que el ELPS peleaba una guerra de guerrillas en el monte. Cada vez que la unidad de Logocho se trasladaba a un nuevo territorio, cada uno de los soldados cavaba una zanja poco profunda del tamaño de un hombre. Cuando escuchaban el rugido de los bombarderos sobre sus cabezas, se metían en las zanjas, esperando lo mejor. Más de una vez, Logocho se acostó boca abajo, aspirando el olor de la tierra removida, mientras sus amigos morían a su alrededor.
Un amigo cristiano le había mostrado una Biblia y una de sus historias ahora cobraba sentido. «Ay -había dicho Isaías sobre el sitio que hoy se llama Sudán-. Ay de la tierra ensombrecida por el zumbido de las alas que está más allá de los ríos de Etiopía».
los bombarderos sobrevolaban como langostas. Roger Winter sabía que había cruzado una línea. Pero el liderazgo del sur de Sudán encontró un guía e inspiración en Winter.
En 1994, los líderes del brazo político del ELPS, el Movimiento de Liberación del Pueblo de Sudán (MLPS), tuvieron su primera convención nacional bajo las copas de la selva cerca de la frontera con Uganda. Jartum sabía de la reunión y había enviado aviones a bombardearla.
Hacía mucho tiempo que los líderes del Sur habían abandonado los poblados y las carreteras -blancos fáciles para las bombas- y se habían adentrado en la selva. Hombres como Garang y su segundo al mando, Salva Kiir, habían crecido en campamentos rurales de ganaderos y se sentían cómodos refugiados en el campo. Más de 500 personas de todo Sudán se abrieron paso hasta el sitio de la reunión y los soldados del ELPS se movían entre el pasto alto de los alrededores, peinando los pisoteados senderos para que los bombarderos no pudieran verlos. Los organizadores de la reunión habían tallado escalones en la ladera de la colina, donde la gente se sentó en un anfiteatro camuflado naturalmente y escuchó a Winter hablar sobre democracia.
Después de esa primera y accidentada convención política, el ELPS formó su propio gobierno, con Garang como presidente.
En enero me senté con Salva Kiir, quien se convirtió en presidente de Sudán del Sur tras la muerte de Garang en 2005, en un choque de helicóptero. Se veía intranquilo en la oficina presidencial, rodeado del oropel del poder político centroafricano. Llevaba un sombrero vaquero negro, obsequio del presidente George W. Bush, y estaba desparramado torpemente sobre un sillón vistoso que parecía apretarle. Su cargo político también lo oprimía, en sentido figurado. Jamás se hubiera esperado que le impusieran la presidencia, dijo, y en su visión de un Sudán del Sur se ve a sí mismo pasándosela a alguien más. «Una transferencia de poderes pacífica -dijo-, esa es la base de una democracia». Pareció cobrar vida cuando le pregunté sobre su infancia entre las vacas, durmiendo a su lado, amamantándose de ellas. «Delicioso», respondió sonriendo. ¿Aún tiene vacas? «Un hombre nunca dice cuántos hijos o vacas tiene -dijo-. A veces dices una. Pueden ser 10 o 100 o 1000». ¿Entonces cuántas tiene? Se rio. «Una».
En los años que siguieron a la reunión en la selva, Winter continuó obsesionado con el sur de Sudán, esforzándose por que Sudán y Estados Unidos se entendieran. En Sudán del Sur la gente sabía poco sobre la política de Occidente; a menudo lo llamaban senador Roger cuando se aparecía en la selva. Los estadounidenses sabían aún menos acerca de Sudán. Para 2001, Winter había aceptado un puesto en la Agencia para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos y la guerra en el sur de Sudán lo consumía.
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La mañana del 11 de septiembre se encontraba en una junta en Washington, donde se discutía un posible cese al fuego en los montes Nuba. Las noticias de los ataques terroristas de ese día llegaron a media reunión, junto con órdenes de evacuar las oficinas federales. Winter recuerda haber pensado que no iría a ninguna parte. Estamos tan cerca. Había planeado conducir hasta la embajada sudanesa, pero el tráfico estaba paralizado y era imposible, así que se pasó el día negociando por teléfono.
Durante los primeros años de la guerra civil, los únicos estadounidenses que prestaban atención especial a los problemas del sur de Sudán eran algunos miembros de las iglesias cristianas. Veían la guerra como un asunto religioso entre agresores islámicos y víctimas no musulmanas. El 11 de septiembre fortaleció esa idea. Los líderes de la iglesia y sus congregaciones presionaron a los responsables de fijar las políticas en Washington para que hicieran algo en el sur de Sudán.
Winter sabía que la guerra civil sudanesa no era simplemente una batalla entre el islam y el cristianismo: en muchas partes, Sudán del Sur es un mosaico de tribus animistas que no saben nada del cristianismo. Sabía que la lealtad étnica significa más que la religión. Conocía la economía involucrada, sabía que el Norte había reprimido el desarrollo en el Sur. Quería que más estadounidenses, especialmente los de Washington, pensaran en Sudán, y reclutó la ayuda de periodistas y legisladores.
Allí donde árabes y africanos negros habían peleado históricamente por las tierras de pastoreo, ahora luchaban por el petróleo, que ascendía incluso hasta 3000 millones de barriles, en su mayoría en una línea fronteriza en disputa entre el Norte y el Sur donde las tribus y los clanes han estado en conflicto durante mucho tiempo.
El conflicto era complicado, pero Winter nunca dio por descontado el poder de la religión como una fuerza para el bien. Lo había visto por sí mismo en 2002.
En un poblado sudanés del sur llamado Itti, cerca de la frontera con Etiopía, Winter había encontrado una iglesia presbiteriana donde más de 300 personas se reunían bajo el techo de hierba cada domingo. Un domingo, el joven pastor, un hombre llamado Simon, a quien Winter había conocido antes brevemente, se paró al frente y habló acerca de la «paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento», citando al apóstol Pablo. La paz incluso con los árabes.
Después del oficio se acercó al grupo de viejos de la iglesia y les preguntó qué podía hacer para ayudar a la congregación. Ellos se consultaron entre sí mientras Winter y Simon discutían las posibilidades.
Nuestro pastor, Simon, es un hombre listo, dijeron. Pero nunca ha tenido una educación apropiada como pastor. ¿Podrías ayudarlo?
Winter estaba atónito. Esta gente apenas tenía suficiente para comer, ¿y escogían educación? Durante los siguientes años pagó personalmente la asistencia de Simon a la escuela de teología en Kampala, Uganda, aceptando la palabra del joven de que regresaría a la desolación relativa de la pequeña Itti.
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Mientras leía la biblia de su amigo en las barracas del ELPS una noche de 1991, Logocho tuvo una epifanía. Sí, pensó, este es mi propósito. Decidió que se convertiría en pastor.
Poco después, un ministro protestante lo bautizó y le preguntó si le gustaría elegir un nuevo nombre, una nueva identidad. «Sí -dijo Logocho-, Simon».
Entregó su rifle, dejó el ELPS y asistió a una escuela para refugiados en Kenia, donde continuó aprendiendo inglés. Luego fue a clases de Biblia y al final tomó un puesto en la iglesia remota de Itti, donde un estadounidense casi calvo, de nombre Roger, entró un domingo y se sentó en el suelo de tierra entre los demás feligreses. El joven pastor dio un sermón sencillo que inspiró a uno de los principales arquitectos de lo que se convertiría en la nueva democracia de África.
Los años que Winter invirtió en riñas diplomáticas culminaron con un pacto en 2005 firmado por el Norte y el Sur. El caos y la carnicería de la historia de Sudán hacen imposible predecir si el tratado se mantendrá durante las votaciones de 2011 para la independencia. Pero Winter ?junto con sus colegas estadounidenses y los negociadores de Kenia, Reino Unido, Noruega y otras partes? negoció algo en Sudán que alguna vez pareció imposible: la paz. Una paz que se ha mantenido por cinco años.
Recientemente, simon caminó conmigo en Itti. No disfruta el estatus social, pues no tiene vacas, y parece fuera de lugar con sus lentes y sus zapatos de puntera con suela lisa. Los tres años pasados ha obtenido ganancias durante la semana desempeñando actividades comunitarias para Wildlife Conservation Society, muy alejado, en un sentido, de los campamentos ganaderos y grupos de caza de sus pares. Pero los pobladores lo saludaban y prometían verlo el domingo por la mañana. «¡Gran hombre!», le gritaban.
«No soy el gran hombre», dijo riéndose.
Simon pudo haberse quedado en Uganda o irse a Kenia. Como los famosos niños perdidos de Sudán, pudo haber emigrado a Estados Unidos, donde podría vivir mejor. ¿Por qué no ir allá? Sonrió y, como acostumbra, hizo un pequeño chasquido con la lengua en el hueco de su sonrisa.
«No», dijo.
Cuando era niño, Logocho había dejado atrás la tradición pastoral. Había alcanzado la mayoría de edad en el caos y el dolor de la guerra, y luego, cuando se convirtió en Simon, había usado su fe para llegar a un estadounidense que le ofreció apoyo a él y a su país. Su historia era la del sur de Sudán, y su propósito, su gente.
«No -dijo-. Este es mi lugar».