Dormimos en un campamento de pastores bedul, seminómadas que alimentan sus camellos con sacos de pan viejo.
Pasamos por cuevas renegridas por el fuego, como órbitas craneales embadurnadas de kohl. Algunas están habitadas por trogloditas modernos, beduinos sin hogar (?No es tan malo. ¡No pagamos impuestos!?). Retrocedemos por el borde de un gran wadi, seco y serpenteante, que se abre hacia el sofocante fondo del Valle del Jordán. Bajamos por senderos zigzagueantes erosionados, hace dos milenios, por las sandalias de mercaderes de incienso. Cruzamos la sombra azul acuosa de los juníperos. La sombra gris quebradizo de las acacias. Cruzamos cada tonalidad y taxonomía de sombra hasta que ya no quedan sombras. Al caer el sol reingresamos en el desierto, un campo de dunas, donde caminamos en un caldo de luz amarillenta. Estamos al nivel del mar, a unos mil metros por debajo del borde del Gran Rift.
Dormimos en un campamento de pastores bedul, seminómadas que alimentan sus camellos con sacos de pan viejo (no hay hierba este año). Paso mis requemadas manos por los extraños cuellos de los animales, de inmensa flexibilidad y fuerza, triangulares en un corte transversal. Los camellos andan con pasos reflexivos, como mojes con voto de silencio.
La mañana siguiente, las pezuñas de nuestras dos mulitas de montaña se hunden profundamente en la arena del color del cobre bruñido. Al cabo de ocho kilómetros, vemos campamentos de recolectores de tomates, refugiados de guerra sirios cuyas ciudades fueron destruidas. Una mujer sale de una carpa y nos saluda agitando la mano. Nos hace señas. Dentro de la tienda, se desliza detrás de una sábana colgada. Se pone su mejor vestido, de color rosado intenso con franjas metálicas. Luce espléndida en su preñez. Semejante belleza habría amansado caballos. Nos prepara té con tomillo silvestre.
Trece kilómetros al noreste, en una peñascosa espesura llamada Wadi Feynan, atamos las mulas y escalamos una pendiente escarpada hasta un sitio arqueológico de 11,700 años de antigüedad. Es una especie de templo. Cosa sorprendente, casi inaudita, pues sus constructores debieron ser cazadores de animales salvajes, caminantes vagamundos, como los primeros humanos que deambularon por África: ningún urbanita, ningún cantero. Eran los siglos silentes, la alborada de los tiempos en la cúspide de la Revolución Neolítica. Antes del surgimiento de la agricultura. Antes del primer atisbo de la religión organizada. Antes que llegara el final del grueso de la historia humana: la era de los nómadas.
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Nos detenemos a contemplar el Valle del Jordán. Cerca de allí, más ruinas yacen desplomadas sobre una ladera de roca color ocre. Muros de piedra. Molinos. Montículos de escoria que despiden destellos oscuros, como grafito de lápiz. Con 6,000 años de antigüedad, por lo menos, es muy posible que fueran las primeras fundiciones del mundo. Las aberturas de la mina parecen alcantarillas. En la época romana, docenas de fraguas oscurecieron este cielo desértico quemando cantidades de carbón equivalentes a bosques ahora extintos. Miles de esclavos cristianos murieron trabajando en las minas; un gulag primordial. Wadi Feynan es un buen candidato para la primera revolución industrial de la humanidad. Todo comenzó con el descubrimiento accidental del punto de fusión del cobre, quizás en la fogata de algún cazador. Fue un umbral de temperatura que cambió al mundo y una cifra muy específica que debieran memorizar los escolares. Cuatro cifras, registradas en grados y que, con justa razón, debieran grabarse en cobre en algún monumento famoso. Nos encontramos en la frontera de la conciencia humana. Wadi Feynan separa todo lo que conocemos hoy de cuanto hemos olvidado.
Encendemos un pequeño fuego, ponemos el té y contemplamos las llamas.
Echo de menos a mis dos camellos, que dejé en los antiguos horizontes nómadas de Hiyaz. Ya no habrá más nómadas. No en mucho tiempo. No, hasta las lejanas estepas de Asia Central.
Febrero 13, 2014