…Y así me llevó a los pastizales de Galilea, que resplandecían como bronce bruñido bajo el sol.
En el Mediterráneo, a bordo del MV Alios
33°36?14?? N, 34°6?43?? E
Subimos por la cresta boscosa del monte Carmelo, atravesando escombros de pasados incendios forestales, caminando sobre la tierra salpimentada de carbón, entre pinos jóvenes de nuevo crecimiento. Luego bajamos, bajamos y bajamos, retrocediendo por barrancos que corren como desagües entre las aldeas drusas hasta alcanzar un campo de tiro militar abandonado, y cruzamos el ondulante interior donde el profeta Elías sobrevivió al exilio alimentado por los cuervos salvajes que Dios enviaba. O tal vez fueran pastores árabes amistosos. Los eruditos bíblicos no se ponen de acuerdo.
El viaje por Palestina, la Tierra de Israel, Cisjordania, Yund Filastin ?a través de Canaán- llegaba a su fin.
(Lee AQUÍ el inicio de este proyecto donde Paul Salopek cruza el planeta a pie)
Mi compañero de caminata israelí cantaba a menudo.
Yuval Ben-Ami es un intelectual público, un artista callejero, un escritor, una celebridad de la radio. Un caminante infatigable. Solía llamarme al celular: ?Vamos a caminar a cualquier parte?, decía con su voz sonora. ?¿Qué tal Nazaret? ¡Allá conozco un buen negocio de hummus!?. Y así me llevó a los pastizales de Galilea, que resplandecían como bronce bruñido bajo el sol.
Caminamos juntos por Jerusalén Oriental y Occidental, trazando un círculo cada vez más cerrado hasta el corazón de piedra de aquella ciudad, tan antigua y herida. Cantaba con frecuencia y su repertorio era inagotable, espontáneo, políglota. En las montañas del norte entonó baladas melancólicas a los paisajes perdidos del recuerdo. (AUDIO AQUÍ)
Nos dirigíamos hacia unas cuevas erosionadas en el lecho rocoso del tiempo. Refugios de piedra donde los primeros humanos encendieron fogones, acecharon gamos y contemplaron un mar azul innominado que algún día sería conocido como el Mediterráneo. Desde ese sitio, con abundancia de manantiales y alimentos silvestres, prosiguieron su camino para conquistar la Tierra, avanzando un promedio de 16 kilómetros por generación. O tal vez retrocedieron a África. Nadie lo sabe. El registro fósil revela que esos pioneros Homo sapiens simplemente desaparecieron de la actual Tierra Santa. Tal vez toparon con neandertales que cazaban en las amarillentas colinas Levantinas. Puede ser que las dos especies de homínidos se mezclaran, entrecruzándose apaciblemente, transformándose en algo nuevo. O quizás se masacraron entre sí. El caso es que ambos yacen enterrados en los mismos horizontes temporales bajo el polvo de las cuevas del monte Carmelo (una capa de 80,000 a 100,000 años de antigüedad). Después, los humanos desaparecieron durante decenas de miles de años. Se esfumaron. Como un precedente olvidado. Una señal. Un presagio de peligro en la encrucijada más antigua de la humanidad.
En cierta ocasión, pregunté a Ofer Bar-Yosef, connotado experto en migraciones humanas antiguas, qué creía que ocurrió entre humanos y neandertales en el monte Carmelo. El científico me miró como si fuera tonto.
?¡Mire lo que está pasando aquí ahora mismo!?, replicó. Movió la cabeza, como compadeciendo lo absurdo de mi pregunta. ?¿Qué imagina? ¿Que los tomamos de la mano? ¿Que los matamos con amor??.
Se había desatado una tormenta cuando Ben-Ami y yo llegamos al sitio, finalmente.
Casi anochecía. El gobierno había puesto maniquíes dentro de las cuevas para representar humanos primitivos. Hombres y mujeres cubiertos con pieles, niños de melenas enmarañadas. Ojos de yeso nos miraban fijamente; labios mudos. No compartían secretos. Pero a la luz estroboscópica, parecían moverse, bailar, en las sombras proyectadas. En Etiopía, punto de partida de mi caminata, hubo danzas de personas reales: nómadas afar, cantando y aporreando la sabana con sus sandalias, entonando su despedida. Es posible que, a simple vista, parecieran rústicos, incluso antiguos, mas su modernidad era fantástica. Eran seres superiores. De haber sido neandertal, se me habría erizado el pelo. Al escuchar sus vocalizaciones, habría percibido en ellas mi perdición.
Recuerdo todo esto en el sofocante camarote del MV Alios, vapor de carga que navega con destino a Limassol, Chipre.
He salido del Levante y prosigo mi camino. Me dirijo a un nuevo subcontinente, Asia Menor. De allí, caminaré hacia oriente durante, al menos, dos años. He dado un rodeo por mar para evitar la guerra civil de Siria, la guerra de Irak. Por la noche, veo la estela blanca que deja el rumoroso barco, un pálido surco que apunta hacia la bomba de tiempo siempre activa en Medio Oriente y que, en pocas semanas, hará explosión en Gaza (a la fecha, la cifra de muertos asciende a más de 1,600 palestinos y más de 60 israelíes). Miro por la portilla del camarote; la oscuridad es impenetrable. Hace un calor insoportable en el diminuto cuarto. Me desvisto. Me siento. Caen gotas de sudor. No puedo dormir.
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