Desde hace muchos años, ha sido peligroso usar en Turquía la palabra genocidio para describir los acontecimientos de 1915.
Ani, Turquía
40°30?41? N, 43°34?06? E
Enero 23, 2015
?Fue un? ¿Cómo lo llaman en inglés? ¿Un genocidio? ¿Sí? Fue un genocidio?, dice Murat Yazar. ?Mi abuela le contó a mi madre al respecto?.
Mi guía de caminata y yo estamos recorriendo Ani.
¿Qué es Ani? La ruina de un mundo desaparecido en la Turquía moderna: el sitio apartado y hermoso de una civilización olvidada, la capital de 1 100 años de un imperio antaño poderoso. Las reliquias de esta ciudad de la Ruta de la Seda yacen dispersas en las mesetas que se extienden bajo el cielo del lejano noreste de Anatolia. Catedrales fracturadas. Murallas derruidas que hoy defienden nada contra nada. Bulevares vacíos que conducen a ninguna parte. Murat y yo rondamos este diorama colosal de inmovilidad, de espectral silencio, como pintado en un paisaje onírico de Dalí. Estamos hablando de la desaparición de los armenios de la región.
En 1914, cerca de dos millones de armenios vivían en lo que hoy llamamos Turquía. Eran una minoría cristiana bajo el régimen musulmán, con una historia que se remontaba miles de años. Para 1922, solo quedaban 400 000.
¿Qué ocurrió con más de 1.5 millones de personas? Los historiadores dicen que la mayoría fue asesinada. Fueron blanco del exterminio. Los condujeron hasta áridos desiertos a punta de bayonetas. Los masacraron.
?Mi abuela dijo que encerraron a todos los armenios en unas casas, cerca del río Éufrates?, informa Murat. ?Luego, los sacaron de noche y los empujaron al río. Los ahogaron?.
Habían transcurrido ocho meses del inicio de la Primera Guerra Mundial. Europa empezaba a canibalizarse. El multicultural Imperio Otomano agonizaba en espasmos terribles. La mayoría turca otomana ?instigada por líderes nacionalistas, enfurecida por las deportaciones masivas y las masacres emprendidas por ex súbditos cristianos contra sus correligionarios musulmanes en los desmoronados límites del Estado- cobró venganza en sus antiguos vecinos: las minorías asirias y griegas, pero sobre todo, los armenios. Los acusaban de ser infieles. De deslealtad. De aliarse con los enemigos del imperio, cada vez más numerosos (los rusos y los europeos coloniales). ¿La mano asesina en tan enorme crimen? Los curdos. Los curdos mataron a tiros y acuchillaron a los armenios masivamente. Pandillas curdas arremetieron contra columnas de refugiados compuestas de mujeres y niños hambrientos. Aldeanos curdos incautaron propiedades armenias; granjas, rebaños y viviendas abandonadas.
Murat y yo hemos cruzado Anatolia caminando entre los tenues ecos de esta calamidad, buscando la sombra en ruinosas casas de armenios, ahora invadidas por los árboles y la maleza. Hemos pasado frente a sólidas iglesias transformadas en mezquitas, rodeado huertas de nogales plantadas hace mucho por las víctimas. Murat reflexiona en todo esto. Es curdo. Lo veo forcejear con la historia, con un legado que ni siquiera puede imaginar, con el paisaje abrumador.
?Una vez me disculpé con un armenio en Estambul?, me informa. ?Le dije que lamentaba lo que hicieron mis antepasados?.
¿Y cómo reaccionó el hombre?
?¿Qué podía decir??, contestó Murat, encogiéndose de hombros. ?Dijo, ?Gracias??.
Nos detenemos en el frío viento. A la entrada de las ruinas arqueológicas de Ani, un gran letrero describe su larga historia. El texto declara que la extensa y antigua metrópoli floreció bajo la dinastía bagrátida. Los bagrátidas eran armenios. Pero en ninguna parte aparece escrita la palabra ?armenio?.
* * *
Desde hace muchos años, ha sido peligroso usar en Turquía la palabra genocidio para describir los acontecimientos de 1915. Los jueces turcos consideran que es un término provocativo, incendiario, ofensivo, tabú. Escritores y reporteros turcos que utilizan esas cuatro sílabas pueden enfrentar cargos de difamación contra el Estado. Incluso uno fue asesinado por nacionalistas turcos.
Existe una versión oficial de los hechos. Es más o menos así: los armenios sufrieron, de eso no queda duda. Sin embargo, fueron solo uno de los muchos grupos étnicos que recibieron los fuertes golpes de la implosión del Imperio Otomano. Mas su destrucción no fue extrema ni sistemática. Fue consecuencia de una guerra. Y la violencia ocurrió en dos sentidos: los armenios perecieron, pero también los turcos, a manos de multitudes de armenios rebeldes. No obstante, esta estrecha interpretación de la historia empieza a revelar algunas gritas. En abril, el entonces primer ministro, Recep Tayyip Erdo?an, se convirtió en el primer líder turco que expresó condolencias formales a los descendientes de los armenios de Turquía, quienes hoy viven dispersos por el mundo. Se refirió, de manera muy puntual, al ?dolor compartido? de los dos pueblos.
Pero al caminar por el interior curdo de Anatolia, uno se lleva la impresión de que los ciudadanos comunes le aventajan mucho en ese reconocimiento.
?Luchamos contra los armenios y muchos murieron?, dice Saleh Emre, el canoso alcalde de la aldea de Kas Kale. ?Creo que estuvo mal. Este era su país?. Emre hace una pausa. Alarga una mano artrítica hacia las casas de su diminuta comunidad. ?Esta tierra pertenecía a un comerciante armenio. Los tíos de mi padre la compraron muy barata?. Deja que asimile este detalle. Luego, cita los nombres de las poblaciones turcas cercanas que alguna vez estuvieron dominadas por armenios: Van, Patnos, Agri. Ya no hay armenios allí. Sin embargo, se abstiene de usar la palabra genocidio.
El anciano vuelve la mirada hacia las extensas, soleadas llanuras, a los dorados pastizales, al herboso paraíso arruinado por el recuerdo, hacia la región cercana adonde huyeron algunos supervivientes. ?Me gustaría visitar Armenia?, dice Emre. ?Los armenios son nuestros vecinos?.
* * *
El escenario: el atrio de una iglesia en Diyarbakir, capital cultural de los curdos de Turquía.
Sourp Giragos es la iglesia armenia más grande de Medio Oriente. Está recién renovada, mayormente con donativos de los restos de la comunidad armenia de Estambul. Es un monumento a la esperanza, a la reconciliación, uno de un puñado de gestos de este tipo que empiezan a arraigar en las zonas curdas de Anatolia en cien años (en una ciudad lejana llamada Bitlis, el alcalde curdo ha bautizado una calle con el nombre de William Saroyan, escritor armenio-estadounidense). Hay mucha actividad bajo el enorme campanario. Gente barriendo hojas caídas, sirviendo café en mesas al aire libre, charlando. Algunos encienden velas. Unos cuantos son musulmanes. La mayoría son cristianos ortodoxos armenios. Aram Khatchigian, uno de los cuidadores, ha sido las dos cosas.
?Hasta los 15 años, creía ser musulmán, curdo?, dice Khatchigian. ?Después, empecé a experimentar un cambio de conciencia?.
Explica cómo comenzó a hurgar en su pasado oculto y cómo descubrió que su abuelo (apenas un niño de 12 años) y su tía abuela (la hermana menor, de 9 años) eran, en realidad, armenios: los únicos de su familia inmediata que sobrevivieron a los campos de exterminio en las inmediaciones de Diyarbakir, donde un ?penetrante olor a cadáveres en descomposición? impregnaba el aire. Los niños se ocultaron en un arbusto hasta que un granjero curdo musulmán los acogió, salvó sus vidas y cuidó de ellos como su fueran propios, dándoles su apellido. Se convirtieron al Islam. ?Todos los armenios que aún vivían tuvieron que hacerlo?, dice Khatchigian. ?De lo contrario, los mataban?. Un hombre se aproximó entonces a nuestra mesa. Había estado escuchando.
?¿Reconoces el genocidio??, pregunta, con tono perentorio, mirándome a los ojos.
Estoy haciendo una entrevista, respondo.
?No me importa?, insiste. ?¿Reconoces o no el genocidio??.
Para algunos armenios, esta obsesionante pregunta lo es todo; la piedra angular de una lucha nacional, casi una identidad moderna: Turquía y el mundo deben reconocer, por fin, que en Anatolia se desató un verdadero genocidio, definido legalmente. Millones de armenios de la diáspora han volcado enormes cantidades de energía y dinero en esta campaña de cabildeo (al menos 21 países aceptan ya, oficialmente, que el genocidio armenio es una realidad. Estados Unidos e Israel, que valoran sus lazos diplomáticos con Turquía, se cuentan entre ellos).
La autora armenio-estadounidense Meline Toumani describe el efecto sofocante que este implacable debate político ha tenido en su vida:
?Para algunos armenios, el reconocimiento significa indemnizaciones de Turquía: para los verdaderos fanáticos, tierras; para quienes son un poco más pragmáticos, dinero. Para la mayoría, significa simplemente el uso oficial de la palabra genocidio. Para mí, llegó a significar que ya no podía soportar las reuniones con armenios, porque se tratase de una lectura de poesía, un concierto o incluso un encuentro deportivo, al final todo se reducía al genocidio?.
El extraño de la iglesia de Diyarbakir se sienta a nuestra mesa.
Repite la pregunta. Y la hace nuevamente. Khatchigian fija la mirada en sus zapatos, avergonzado. Dejo el bolígrafo en la mesa. Esperamos.
* * *
Una bandera turca, roja y gigantesca, ondea en el sitio arqueológico de Ani.
Las antiguas ruinas de la ciudad se extienden hasta el borde de un cañón. Al otro lado, a corta distancia a pie, se encuentra la pequeña República de Armenia. Nadie nunca cruza allá. La frontera de las dos naciones ha estado cerrada durante años debido a su mutuo recelo y hostilidad. Ani es un callejón sin salida.
Murat y yo emprendemos camino hacia el norte.
Tiramos de nuestra valiente mula de carga por los empantanados campos invernales que rodean Kars, ciudad curda que, en la década de 1890, era 85 por ciento armenia. Murat pregunta a los sorprendidos habitantes si aún quedan armenios. Ciudadano turco y de minoría curda que enfrenta cuestionamientos propios sobre la resistencia cultural, Murat siempre hace preguntas. Hombre alto, nostálgico, en una búsqueda personal; con una cámara colgando sobre su parka. El negro fango anatolio se apelmaza en la suela de sus botas. No puedo más que admirarlo.
Asesinos o víctimas, no hay pueblos elegidos. Solo hay personas. Y muertos. Y lo que haces con tu dolor anuncia al mundo quién eres.