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Caminata fuera del edén / La bisagra

Trotaundos compulsivo ha cruzado 29 países en motocicleta.

Kirit, Turquía

37°04?49?? N, 34°53?45?? E

?¿Cómo encontraste nuestra mula??, pregunto a Deniz Kilic.

?El taxista?.

?¿Preguntaste a un taxista dónde comprar una mula de carga??.

?Nunca había comprado una mula. No sé nada de mulas. ¿En dónde compras una mula? ¿Quién sabe? Así que pregunté al taxista que me trajo del aeropuerto. Le dije, ?No te rías. Es en serio. ¿En dónde compro una mula???.

Kilic es mi compañero de caminata en Asia Menor.

Nos reunimos en Mersin, gran puerto industrial del sureste de Turquía. Acabo de desembarcar del transbordador que abordé en Chipre. Y Kilic, basado solo en dos correos electrónicos y una llamada de larga distancia, ha accedido a acompañarme en mi recorrido por Anatolia: 900 a 1100 kilómetros a pie por el extenso corazón asiático de Turquía.

?Los locos atraen a otros locos?, dice.

Kilic es guía turístico profesional, un trotamundos compulsivo (en compañía de su esposa, Elif, ha cruzado 29 países en motocicleta. Es originario de Bodrum, ciudad turística en la cosmopolita margen europea de Turquía. Sin embargo, se enorgullece de las glorias rústicas de Anatolia, península oriental poco frecuentada que compone más de 90 por ciento del territorio nacional. Kilic informa que los troyanos, inmortalizados en la Ilíada de Homero, eran anatolios. El Santa Claus histórico también era anatolio Nicolás, santo del siglo IV, patrono de niños y prestamistas, tenía una estatura de 1.5 metros y la nariz fracturada. Todas las lenguas indoeuropeas del mundo podrían tener raíces en Anatolia. Es muy posible que los nómadas anatolios hayan inventado la agricultura. Según Kilic, su historia es muy compleja, insondable: todos los días tropezaremos con artefactos. No solo eso, los anatolios son los verdaderos turcos, un recio pueblo estepario de origen variopinto. Y Kilic es su defensor. Un hombre de opiniones graníticas. De inventiva ilimitada. Con muy poca tolerancia para los tontos, a quienes llama ?genios?.

?¡Caminar en agosto será insoportable! ¿Quién fue el genio que organizó esto??.

?Yo?

?Estupendo?.

.

Tiramos de la mula por caminos agrícolas (según la factura por 350 dólares, compramos animal prehistórico: tiene 22 años. Más detalles del cuadrúpedo en otra entrada). Avanzamos con dificultad en amaneceres ambarinos hacia la polvorienta meseta de Irán. Agitamos las trémulas ondas de calor de fogosos atardeceres. Escalamos las plisadas faldas de los montes Tauro. Sudamos tinta en campos de resecos girasoles. Pasamos por pozos con bombas manuales. Descendemos por la sofocante llanura de Cilicia, tal vez las tierras de cultivo más antiguas del mundo. Dormimos en azoteas rurales.

Millones de familias aún sueñan al aire libre en el sureste de Turquía.

Los días estivales son como hornos. La tierra sisea bajo los pies. La humedad del vecino Mediterráneo es asfixiante: obstruye los pulmones; empapa de sudor la piel. Pero al caer la noche, en las azoteas de las casas de los agricultores, acechan refugios ocultos: un hilillo de brisa, una pequeña baja de temperatura, un oasis refrescante. Los anatolios son como pájaros. Regresan para anidar sobre sus casas después de trabajar en los campos. Se tienden en colchones de bayeta a 6 o 9 metros sobre el suelo (las viviendas de la Turquía rural suelen tener dos o tres pisos de altura). Sorben té y contemplan su antiquísimo mundo a través de una maraña de tanques de agua, antenas de televisión y aireados tendederos. En esas azoteas meriendan yogurt, albóndigas y sandía. Charlan y hacen el amor bajo las estrellas. Los vecinos de la casa contigua realizan, exactamente, los mismos rituales. Esa costumbre ?vestigio de la vida al aire libre, de acampar incluso en un asentamiento- ha sobrevivido en Anatolia desde éramos jóvenes, en la Edad de Piedra. Es un eco de la caza y recolección, de los senderos del Pleistoceno que sigo fuera de África.

?Las aldeas se están acabando?, dice un granjero llamado Sami Gortuk. ?El gobierno nos da combustible subsidiado. Nos da semillas baratas. Nos da préstamos para tractores. Pero nuestros hijos van a buscar trabajo a Mersin, a Adana?.

Los jóvenes abandonan el cielo de Anatolia. Solo los pobres duermen al fresco en la ciudad.

Vestidos con pantalones bombachos y zuecos, Gortuk y su esposa, Hayirli, traen un cubo de avena molida para nuestra mula. Nos conducen a su azotea, donde disponen tazones de fasulye, un cocido de frijol y tomates. Desenrollan cables eléctricos para recargar nuestros aparatos electrónicos. Somos perfectos desconocidos. Y sin embargo, esta generosidad, esta amabilidad impulsiva, se repite en todas partes a lo largo de nuestra ruta. Los anatolios rurales son las personas más hospitalarias de la Tierra.

Es una sorpresa alentadora en este suelo tan saturado de sangre.

Las llanuras del oriente de Turquía no son un mero corredor estratégico entre Asia y Europa. Son una bisagra de la historia. Desde hace más de 6 000 años, muchas civilizaciones han oscilado violentamente, adelante y atrás, sobre esta meseta. Migraciones armadas, invasiones, conquistas, incursiones, retiradas. Los libros que hablan de Anatolia contienen alguna variación soporífera de la letanía: ?y una nueva oleada de saqueadores indoeuropeos arrasó la tierra?.

Porque es tierra muy fértil. Porque corre al oeste hacia cuatro mares: Negro, Egeo, Mármara y Mediterráneo. Porque gran parte de Anatolia es llana e imposible de defender.

?Los campos de una comunidad entraban en contacto con los de otra?, escribe Robert D. Kaplan en La venganza de la geografía: Cómo los mapas condicionan el destino de las naciones. ?[E]mergió la guerra crónica, pues no había una autoridad central para resolver disputas de linderos o para asignar aguas en épocas de carestía?.

Acadios y asirios reclamaron el botín de Anatolia. Lo mismo hicieron los hititas, anatolios autóctonos cuyo código legal de 3 500 años, inscrito en tabillas de arcilla, incluye el estatuto: ?Cualquiera que arranque de un mordisco la nariz de una persona libre, habrá de pagar 40 ciclos de plata?. Luego vinieron las invasiones de frigios, escitas, griegos, neoasirios, persas, armenios, macedonios, seléucidas, partos y persas sasánidas. Los romanos marcharon sobre caminos de piedra hasta el Éufrates, y el cristianismo los convirtió en bizantinos. Después llegaron ejércitos árabes con el estandarte verde del Islam. Los selyúcidas (y su Sultanato de Rüm) fueron derrotados a su vez por jinetes de piernas arqueadas que irrumpieron a galope desde oriente: los mongoles. Más tarde, los otomanos improvisaron casi 600 años de reinado continuo, pero su envejecido sultanato multiétnico ?el ?enfermo de Europa?- se resquebrajó al concluir la Primera Guerra Mundial. Y entonces los europeos engulleron los fragmentos de Anatolia, pero los turcos se defendieron. Así nació la moderna Turquía, entre los espasmos brutales de la limpieza étnica (los armenios cristianos, griegos y asirios fueron masacrados y expulsados; y regresaron los musulmanes bosnios, albanos y búlgaros que antaño cruzaran las fronteras otomanas para escapar a un destino parecido). Hace apenas 90 años, un general turco radical aficionado a los esmóquines Mustafa Kemal Atatürk trajo al país a la modernidad, de un tirón. Proscribió la sharia, abolió el Califato, dio el voto a las mujeres y so pena de prisión, obligó a los hombres a cambiar el fez por sombreros occidentales.

La Caminata Fuera del Edén también oscilará en la antigua bisagra de Anatolia. Durante los próximos dos años, tal vez tres, viajaré con dirección a oriente, hacia China.

Deniz Kilic y yo navegamos guiándonos por los minaretes de las aldeas.

Cegados por el sol del mediodía, ecolocalizamos el camino siguiendo el llamado a la oración que, distorsionado por el calor, suena más como un gemido en la tórrida distancia.

Pasamos junto a pedestales corintios de 1 900 años, que ahora hacen las veces de mesas de centro en los traspatios; frente a flamantes estaciones de gasolina OPET que ofrecen ?Chat-Cola? en refrigeradores empañados; junto a mezquitas de caliza desgastada que, durante medio milenio, sirvieron como iglesias y antes de eso, fueron sinagogas. Cruzamos playas sembradas con dos kilómetros de fragmentos de cerámica de la Edad de Hierro. Caminamos bajo la sombra fugaz de jets KC-135 lanzados desde la base aérea estadounidense de Incirlik (volaban como flechas hacia Irak). Y entre cientos de ancianos anatolios sentados en bancos de madera en las plazas de los pueblos, golpeando las mesas con fichas numeradas, jugando partidas interminables de okey.

?¿Por qué haces esto??, me dijo uno de ellos, volviendo las palmas hacia el cielo en ademán interrogante.

?¿Por qué vienes aquí, día tras día, a jugar okey??, respondí.

?No lo sé?.

?Yo tampoco lo sé?, dije. Y él asintió.

National Geographic

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