El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF, por sus siglas en inglés) reporta que 150 millones de adolescentes en todo el mundo, de entre 13 y 15 años, ven interrumpida su educación por las diferentes manifestaciones del bullying. Esto representa la mitad de los estudiantes comprendidos en ese rango de edad.
En territorios de América Latina, según los resultados más recientes de la prueba PISA, las víctimas de estas agresiones van del 20 % al 30 % del total de alumnos, dependiendo del país. Así, el bullying deja estragos físicos y psicológicos en las víctimas. En última instancia, el suicido puede ser una consecuencia.
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La palabra bullying viene del inglés y se traduce al español como “acoso” o “intimidación”. El problema al que hace referencia este término es un fenómeno social, principalmente asociado a los entornos escolares, en el cual una o varias personas experimentan violencia física o psicológica por parte de otras.
Gerardo Sánchez Dinorín, académico de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y especialista en neurociencias del comportamiento, explica que el bullying puede presentarse de diversas formas: un alumno acosado por otros compañeros, varios acosados por un solo individuo e, incluso, el fenómeno se puede replicar entre docentes y estudiantes.
Como resultado de lo anterior, el bullying no se ve limitado por la edad, la etnia o el nivel socioeconómico. Ahora bien, debido a las diferentes maneras en que el problema se puede reproducir, National Centre Against Bullying enlista los siguientes tipos:
El físico incluye agresiones al cuerpo y el verbal está representado por insultos e intimidaciones. Sin embargo, el social, también conocido como acoso encubierto, puede darse a espaldas de la víctima y tiene como fin dañar la reputación de la persona y/o causar humillación.
Sobre el ciberacoso, la UNICEF señala que éste supone las mismas consecuencias psicológicas, no obstante, aquí la violencia toma como lugar de acción las tecnologías digitales. Dicho esto, las redes sociales y las plataformas de juegos y mensajería son espacios donde normalmente se puede producir el acoso.
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De acuerdo con Gerardo Sánchez Dinorín, no hay una sola variable que determine quién es o no agresor. En realidad, son múltiples factores, biológicos y sociales, los que intervienen en este comportamiento.
“Se ha identificado que los agresores pueden presentar una mayor reactividad de la amígdala cerebral, una estructura relacionada con la experiencia de miedo y activación del sistema nervioso simpático ante la exposición a rostros que muestran enojo, y una menor frente a la exposición a caras que expresan miedo. Subjetivamente, esto implicaría una experiencia aversiva ante señales de ira, contraria a la percepción de señales de miedo en otras personas. Todo esto matizado por las propias experiencias de aprendizaje que pueden ser rastreadas hasta los estilos de crianza. Lo que es importante considerar ante estos datos, es que no hablamos de explicaciones causales sino de correlaciones”, comenta el especialista.
El cerebro de un acosador no es la causa única de su comportamiento agresivo, añade el académico, pues las características de su cerebro están influenciadas por el medio en el que se desarrolla, incluyendo las interacciones que tiene en casa.
Por otra parte, está la situación de la víctima. Sobre este punto, el experto indica que el cerebro, en la infancia y la adolescencia, presenta cambios neurobiológicos muy importantes para el desarrollo y el aprendizaje. Cuando el contexto en el que se desarrolla el individuo incluye violencia física y/o psicológica, se generan diferencias en el patrón de maduración cerebral. Como ejemplo se tienen mayores niveles de cortisol, lo que se traduce en más estrés percibido.
“Las víctimas también suelen presentar cambios estructurales y funcionales en regiones cerebrales relacionadas con la regulación emocional y la interacción social, haciéndolos más vulnerables a presentar trastornos del estado de ánimo, ansiedad y dificultades interpersonales”.
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