Un día claro de primavera, un cactus de alrededor de ocho metros y medio se alza por encima de los polvorientos matorrales dentro del Parque Nacional Saguaro en Arizona. A pesar de que no había nubes en el cielo y el calor era como el de un horno, el gigante espinoso tenía un aspecto fuerte y saludable. Hacía poco había llovido en el parque y los flancos plegados de la planta estaban extendidos y retenían cientos de litros de agua en su interior.
Tales reservorios internos ayudan a los cactus a prosperar donde otras plantas se marchitarían enseguida, pero el saguaro (Carnegiea gigantea), nativo del desierto de Sonora en Estados Unidos y México, oculta otro truco evolutivo.
Con el fin de captar al cactus en acción, un biólogo del parque llamado Don Swann llegó con un poste telescópico extra largo, hecho a la medida, para un sistema de montaje de cámara que extendió hacia la corona del gigante. Luego tomó muchas fotos digitales, la última parte de un conjunto de imágenes que había capturado durante semanas. Más tarde, Swann revisó las series que mostraban el paso del tiempo y señaló que “algo milagroso” ocurría.
Las fotos resaltaban un conjunto de flores blancas y amarillas completamente cerradas que rodean la parte superior de la planta. Las flores del saguaro se abren solo una vez y por lo general es en la noche, para proteger su delicada anatomía interna durante las largas horas de sol intenso, pero, cuando se ven las fotos en secuencia, revelan algo más: parecía que los botones se movían.
Desde mediados de abril hasta mediados de junio, las flores migraban despacio en sentido anti horario y se trasladaban de forma radial desde la cara este de la planta hacia el lado que ve al norte, que les ofrecía una sombra más constante.
“Esto podría permitirles a los saguaros aprovechar las temperaturas más cálidas, y mayor sol, al comienzo de la primavera, que es más fresco, al tiempo que se minimizan los efectos negativos del calor conforme avanza la temporada”, explicó Swann.
Durante los últimos cinco años, Swann y otros científicos del parque hicieron equipo con un grupo de científicos ciudadanos para fotografiar 55 saguaros y se convirtieron en los primeros investigadores en confirmar, con evidencia visual, que esta migración floral sucede cada año.
La señalada es solo una característica asociada con una especie: en términos generales, hay más de mil 500 especies de cactus conocidas, las cuales, aunque siguen amenazadas por el impredecible cambio climático y la invasión humana, continúan viviendo en algunos de los climas más hostiles de la Tierra.
Para los investigadores, los cactus representan ahora una nueva frontera para la supervivencia, una que ofrece lecciones sorprendentes que podrían aplicarse a un mundo más allá.
La familia de las cactáceas, que evolucionó hace 35 millones de años en América, es uno de los conjuntos de plantas más diversos y extravagantes del planeta. Se ramifican como enormes árboles, se elevan como columnas de 18 metros de alto, crecen como balones gruesos o caben en una moneda de un centavo de dólar. Algunos son “rocas vivientes” capaces de soportar terrenos que secarían cualquier otra planta, en tanto que otros crecen con abrigos de pelo blanco que los protegen de la intemperie en el frío de las altitudes andinas.
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Ninguna de esas formas existiría si no fuera por un avance fundamental: los cactus y otras suculentas han desarrollado un método único de fotosíntesis. Cada vez que una planta abre sus poros para absorber dióxido de carbono y convertirlo en energía, pierde agua. Si esto sucede con frecuencia durante el día, las altas temperaturas provocarán que el agua se evapore con rapidez.
Con el fin de impedir lo anterior, las plantas desérticas no abren sus poros sino hasta que el sol se pone. Absorben el gas de la atmósfera y lo convierten en ácido málico, que almacenan en grandes sacos dentro de sus células para usarlo al día siguiente. Este proceso se llama metabolismo ácido de las crasuláceas o CAM (por sus siglas en inglés).
John Cushman, profesor de bioquímica y biología molecular en la Universidad de Nevada en Reno, sueña con cultivar esta característica genética en más plantas. Por el lado de la agricultura, esto podría conducir a cosechas más eficientes que pierdan menos agua en condiciones de sequía. Aunque lograr ese avance puede tardar años o incluso décadas, los investigadores han encontrado la manera de hacer que las plantas no cactáceas sean un poco parecidas a ellas.
Antes de cultivar el CAM en plantas nuevas, los científicos deben alterar la anatomía de sus hojas para que almacenen ácido málico y alojen células más grandes.
Un resultado de ello es que las plantas con células más grandes también pueden almacenar más agua, lo que promueve su suculencia o la capacidad de los tejidos de crecer y retener más humedad disponible.
En un artículo de 2018, Cushman demostró la ingeniería de la suculencia de los tejidos en una hierba pequeña de flores blancas, llamada berro de oreja de ratón (Arabidopsis thaliana). Un estudio de seguimiento publicado en 2020 muestra que las hojas de una planta experimental crecieron 40 % más gruesas.
“Es una adaptación emocionante de la que todavía nos queda mucho por aprender”, afirma Cushman.
Cushman aplica esta ciencia a la soya, el segundo producto de cosecha más importante en Estados Unidos, con la esperanza de mejorar radicalmente la seguridad de los alimentos.
Diseñar cosechas más inteligentes y una botánica con atributos inspirados en los cactus es un salto muy grande, pero los investigadores ahora identifican otros superpoderes que pueden aplicarse en formas drásticas a innovaciones que no requieren plantas en absoluto. Por ejemplo, nuevos materiales de construcción. Uno de los avances más emocionantes incluye a Copiapoa, un género que comprende al menos 32 especies, casi en su mayoría exclusivas de la región costera de Atacama en el norte de Chile, el desierto no polar más seco de la Tierra.
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“Se sabe muy poco sobre la biología de estas plantas”, comenta Carol Peña, botánica de la Universidad de Concepción, en Chile.
Como Peña lo explica, es probable que las copiapoas sobrevivan de “beber” la niebla camanchaca salada que viene del mar cada mañana, así como del rocío que se condensa en sus espinas y su superficie. Dicha revelación ha inspirado a la investigadora de biomimetismo Tegwen Malik, de la Universidad de Swansea, en Reino Unido, a considerar si el proceso de recolección de rocío podría replicarse en estructuras de metal.
En específico, Malik observó de cerca las espinas cónicas de tres centímetros de una especie globular, verde y ámbar, y descubrió que su superficie tiene una serie de canales diminutos que se ensanchan en la base.
A partir de 2013 se dispuso a recrear esa estructura mediante una réplica del tronco y las espinas del cactus hecha de acero y aluminio plano, que comenzó a probar a distintas temperaturas y humedades. Después de varios días de experimentos finalmente logró que funcionara.
En 2023, Malik publicó un estudio en el que muestra que la superficie de contornos espinosos es 8 % más eficiente para captar el rocío que la hoja plana que usó como referencia.
Esta innovación podría incluso adoptarse de manera más amplia como medida humanitaria para asegurar la provisión de agua potable en regiones áridas que carecen de recursos de salvamento.
En un momento en el que estamos cada vez más cerca de revelar los secretos de los cactus, guardados por largo tiempo, la propia planta enfrenta un futuro difícil. Alrededor de 60 a 90 % de las especies de cactus se verán afectadas por el cambio climático o la actividad humana, de acuerdo con un estudio en coautoría de Bárbara Goettsch, presidenta adjunta del Grupo de Especialistas en Cactáceas y Plantas Suculentas, de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza.
Caso concreto: marzo de 2021 marcó el fin del año más seco en las últimas siete décadas en la península de Baja California, México. En respuesta, grandes poblaciones de las famosas pitayas (Stenocereus thurberi) muestran una coloración amarillenta en los tallos.
Wilder, director del grupo de investigación sonorense, llama a esto “evento abrasador de cactus” y sus efectos a largo plazo aún se desconocen. Lo que está claro es que los sistemas de fotosíntesis de algunas plantas parecen alterarse por el estrés causado por el intenso calor y la falta de humedad.
De vuelta en Tucson, Swann siguió entusiasta, aunque algo escéptico respecto de las especies que ha fotografiado con atención. A últimas fechas, se unió al Proyecto de Ciencia Ciudadana de los Brazos del Saguaro, que comenzó en la primavera de 2023 y ha descubierto que, al parecer, el primer brazo de un saguaro crece en la cara que mira hacia el sureste para recibir más energía del sol.
“Estos saguaros vivirán mucho tiempo”, comentó Swann. Algunos ejemplares pueden vivir más de 200 años. Apenas empezamos a descubrir nuevas cosas sobre ellos.
Este texto es una adaptación del original publicado en la revista impresa de National Geographic. La autora del artículo es Ángela Posada-Swafford.
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