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Científicos logran que una persona recupere el tacto con una prótesis de brazo

El tacto es el primer lenguaje en la evolución de los seres humanos. Hoy, las técnicas de rehabilitación se enfocan en recuperarlo si se ha perdido.

Este artículo se publicó originalmente en National Geographic. Puedes leer aquí la versión original en inglés.

Una tarde de septiembre de 2018, tras seis años de que el antebrazo y mano izquierdos quedaran destrozados en una banda transportadora industrial, un hombre de Carolina del Norte llamado Brandon Prestwood, se plantó frente a su esposa con una expresión complicada y llena de expectativas que parecía estar entre la risa y el llanto.

Del pequeño grupo que acompañaba a los Prestwood, alguien levantó un celular para grabar la inusual escena: una mujer hermosa de cabello largo y lentes, un hombre de barba con una prótesis blanca desde el codo hasta la punta de los dedos, y los cables que iban de un aparato eléctrico en una mesa hasta el hombro del señor por debajo de su camisa.

Iban directo a su piel para que Prestwood –su cuerpo, no su prótesis– estuviera conectado, literalmente, en ese momento. Al ser parte de una audaz serie de experimentos de una red internacional de neurólogos, médicos, psicólogos e ingenieros biomédicos, Prestwood permitió que los cirujanos de la Universidad Case de la Reserva Occidental, en Cleveland, hicieran una abertura en su brazo amputado y fijaran conductores eléctricos microscópicos a sus músculos y nervios truncados.

Luego, los médicos pasaron cuatro docenas de hilos de alambre dentro de su extremidad para que salieran por su hombro. Así, siempre que Prestwood retiraba el parche que cubría los cables, se podía verlos salir de su piel.

«¡Caray! Son cables «diría Preswood para sí,» que salen de mi brazo.»

Había perdido demasiado tiempo deprimido después del accidente, y ahora sentía que tenía un propósito. Hacía varios meses que realizaba viajes a Cleveland para que los investigadores lo ayudaran a colocarse una prótesis de brazo experimental, una nueva generación de extremidades artificiales con motores internos y dedos con capacidades sensoriales.

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Prótesis que sienten (y que hacen sentir otra vez)

Lynn Johnson

Estos aparatos son de gran interés para los expertos en rehabilitación, pero lo que este equipo de la universidad quería estudiar no era solo el control mejorado de la prótesis. Lo que realmente fascinaba a los cirujanos –el objetivo de su trabajo cada vez que sentaban a Prestwood en el laboratorio y conectaban los cables a una computadora– era la experiencia del tacto humano.

Debido a que esta interacción fundamental de piel, nervios y cerebro es tan maravillosamente complicada, es un reto comprenderla, medirla y recrearla de una manera que se sienta… humana.

Sin duda, esta no es la forma más científica de explicarlo, pero Brandon Prestwood es un buen ejemplo. Al interior del Laboratorio de Restauración Sensorial, mientras los investigadores de la universidad hacían varios exámenes, hubo avances esperanzadores. Por ejemplo, cuando Prestwood hizo que la mano protésica apretara un bloque de espuma sintió la presión que ejercía. Una conexión. Un cosquilleo que parecía venir de los dedos que ya no tenía.

Amy Prestwood jamás había acompañado a su esposo a sus sesiones de laboratorio en Cleveland. Fue hasta esa tarde de septiembre que asistió al simposio de investigación en Maryland, en el que Brandon era uno de los demostradores de una nueva tecnología, cuando -por fin- los dos pudieron estar a corta distancia mientras él utilizaba la prótesis experimental con los cables conectados que salían de su hombro.

Brandon conserva en su teléfono ese video de lo que pasó después. Aún se conmueve cuando habla de ello. Nadie ha editado este clip: todo lo que se ve son dos personas, inseguras e incómodas, frente a frente, en una habitación grande. Él observa sus pies, voltea a ver sus dedos protésicos y sonríe. Con su brazo derecho, el intacto, señala a su izquierda y le dice a Amy: “Ven hacia acá”.

El primer lenguaje en la evolución

Lynn Johnson

[…]

El tacto fue el primer lenguaje en la evolución: según artículos científicos, se cree que los humanos utilizamos la “comunicación táctil” antes de desarrollar el lenguaje hablado. También es el primero de un individuo: ahora se sabe que el tacto es la primera sensación que percibe el feto. Al nacer y durante los primeros meses de vida es el sentido más importante y el único que está por completo desarrollado; es la manera en que los bebés empiezan a explorar el mundo, a desarrollar su confianza y aprender dónde terminan sus cuerpos y dónde comienza todo lo demás.

De hecho, uno de los estudios más significativos y perturbadores en la rama de la psicología sobre el tacto, fue realizado con bebés, aunque eran bebés de mono de laboratorio. A finales de los años cincuenta del siglo pasado, un equipo liderado por el psicólogo Harry Harlow, de la Universidad de Wisconsin, separó a unos macacos Rhesus recién nacidos de sus madres y los aisló en jaulas con dos madres sustitutas con forma de mono, una hecha de alambre y la otra cubierta con una felpa suave.

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‘La búsqueda desesperada de un abrazo’

En uno de los experimentos de Harlow, solo la madre de alambre daba leche. Las crías se enseñaron a beber de ésta, pero en cuanto terminaban de alimentarse –y todas las veces que los científicos las asustaban con un espantoso monstruo mecánico que sacudía la cabeza– se escabullían hacia su madre falsa más suave y se sujetaban a la sección media de la felpa, con un agarre que se podría describir mejor como la búsqueda desesperada de un abrazo.

En YouTube se puede encontrar un video viejo de un mono de Harlow. Es horrible verlo: el psicólogo, con su bata de laboratorio, narra con calma la escena a un observador mientras una cría solitaria se acurruca en la felpa dentro de la jaula.

Sin embargo, Harlow probó un punto que en ese entonces era considerado una herejía. Los más influyentes expertos en crianza de niños del mundo occidental de esa época recomendaban a los padres no tocar a sus bebés más allá de lo necesario; consideraban los abrazos y besos a los bebés y niños pequeños como una forma anticuada de consentirlos. Insistían que, además de antihigiénico, los niños crecerían con una personalidad débil y dependiente.

Hoy, los experimentos de Harlow con monos son considerados repugnantes. Sin embargo, son una de las razones por las que ahora sabemos lo equivocado que estaban los expertos de entonces. Los macacos bebés, nuestros primos cercanos según la evolución, necesitaban con intensidad lo que Harlow definía como la “comodidad de contacto”, pues rechazaban una fuente estable de alimento a favor de un acercamiento suave.

La comodidad del contacto

Estudios posteriores al de Harlow aumentaron la evidencia del poder y la química de la comodidad de contacto. La forma correcta del acercamiento piel contra piel también produce mejoras específicas y medibles en la salud de los bebés humanos, su ritmo cardíaco, peso y resistencia a las infecciones.

Las incubadoras neonatales se diseñaron para tener en aislamiento estéril a los bebés prematuros y otros con bajo peso, pero algunos hospitales también tratan a estos infantes con un protocolo llamado cuidados de madre canguro: colocan a los recién nacidos en el pecho desnudo de su mamá lo más pronto posible luego de nacer y los dejan ahí por varias horas cada vez.

Los bebés que se colocan piel contra piel en el pecho de sus madres tienen un acceso inmediato y constante a la leche materna y pueden absorber de ellas microorganismos que los protegen.

Los estudios en hospitales también han descubierto que, cuando la madre se encuentra enferma, o que por cualquier otra razón no puede abrazar a su bebé por periodos largos, otro adulto puede sustituirla de forma temporal como un canguro hecho con piel. Argumentar que el calor físico y el contacto con una madre –o padre, o cualquier otra persona que entienda la delicadeza que se requiere– puede mantener vivo a un recién nacido, no es una hipérbole romántica.

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Un laboratorio repleto de robots dedicados al tacto

Lynn Johnson

Esto nos lleva a Verónica Santos y su laboratorio en Los Ángeles repleto de robots y la “biomecatrónica”. Su significado es a lo que suena: la mezcla entre las ciencias biológica y mecánica. Santos se especializa en desarrollar sensores para manos robóticas. Mucho de su trabajo está encaminado a inventar robots más útiles en escenarios médicos y en otros lugares que pueden ser peligrosos para los seres humanos, como las profundidades del mar.

Pero hace tres años, Santos comenzó a colaborar con Tyler en una serie de experimentos en… bueno, el nombre aún no se ha definido. “Contacto remoto”, “tacto distribuido”.

Imagina esto: una persona en Los Ángeles y otra en Cleveland intentan darse un apretón de manos a 3 mil kilómetros, la distancia entre la UCLA y la Universidad Case.

Desde el tacto: la tecnología háptica

Un robot está involucrado y estoy a punto de explicar de quá manera: Santos y Tyler decidieron incluirme para formar parte de uno de sus experimentos en Cleveland. Desde hace décadas, tanto los científicos como los escritores de ciencia ficción han considerado la manera en que podría funcionar esto: una persona en un lugar que realiza lo que se siente como contacto físico con una persona u objeto en otro sitio.

Si alguna vez has sentido un celular vibrar, entonces has sido parte de este esfuerzo: esta es una señal remota que enciende un motor minúsculo que, a su vez, despierta los mecanorreceptores de tu piel.

El término en ingeniería para esto es “háptico”, del griego haptikós, relacionado con el sentido del tacto. Cualquier tecnología que esté diseñada para producir sensaciones táctiles es háptica, como esos vibradores en algunos restaurantes que se activan en tu mano cuando el pedido está listo.

Hoy puedes comprar guantes de realidad virtual para utilizar con lentes de RV que se conectan con el fin de que tus dedos y palmas sientan algo similar al contacto, cuando tus extremidades virtuales tocan objetos virtuales. Por ejemplo, ves una pared en una habitación a través de unos lentes de RV.

Al levantar tu mano real, la virtual toca la pared y una fuerza en los guantes empuja para crear la sensación de no poder atravesarla, o tus dedos virtuales encienden un tractor virtual en una granja virtual y tus dedos reales sienten la vibración del motor. Los gamers son el mayor mercado para este tipo de guantes; también se usan para que aparatos de entrenamiento de realidad virtual, como simuladores de vuelo, se sientan más reales.

La sinfonía del tacto humano natural

Sin embargo, la tecnología tiene un largo trecho por recorrer si la comparamos con la sinfonía que es el tacto humano natural. Aquello de la sinfonía no es una metáfora mía, la oí de tres científicos que intentaban hacerme valorar la coordinación orquestal detrás de las sensaciones que damos por sentado.

“Hago lo que puedo con estos impresionantes materiales de ingeniería, que todavía son una mala imitación cuando intentamos recrear algo con lo que nació mi pequeño sobrino de nueve meses», reconoce Santos. «Es una lección de humildad para mí”.

El día que me preparé para sentir sus dedos a ocho estados de distancia, Santos vestía una camiseta, pantalones de mezclilla y una mascarilla por la pandemia. Pude ver una imagen temblorosa de ella, transmitida en vivo y en tercera dimensión, a través de los lentes de realidad virtual que dos de los investigadores de la Universidad de Case me habían colocado en la cabeza. De repente, se hizo a un lado, fuera de mi vista y, ¿qué es lo que veía ahora? El piso, la pata de un escritorio, dos pies calzados. ¡Oh! Los pies de Santos. Alcé mi vista virtual. “¡Hola!”, la saludé.

Encarnar máquinas sensoriales

En realidad, Santos saludaba a un robot con ruedas que, luego de tropezar con el mobiliario del laboratorio de la UCLA, por fin se había detenido para apuntar su rostro de videocámara a la de Santos. Para utilizar la jerga de los investigadores, yo “encarnaba” al robot al ver a través de sus ojos, escuchar a través de su micrófono y tambalear como un borracho por la incompetencia de la humana que lo manejaba desde Cleveland.

En esta era de drones, nada impresionante hay en eso; la parte novedosa era mi mano derecha, que –aquí viene esa palabrita de nuevo– encarnaba la extremidad de plástico y metal del robot rodante de Los Ángeles. Pegados con cinta al guante, había dos discos de metal en mi palma y dedo índice. También cables que conectaban los discos a una computadora del laboratorio, que a su vez estaba vinculada vía internet con el robot que tenía sensores táctiles en sus dedos robóticos.

Cuando este tocaba una superficie, los sensores disparaban pulsaciones a su cerebro de computadora. Estos viajaban por todo el país hasta los cables de laboratorio conectados a los discos de mi mano y a través de mi piel, por los nervios, hasta mi corteza somatosensorial.

Un zumbido, como había dicho Prestwood, pero más leve. La punta de una aguja. Eran buenas palabras para describirlo, además de una presión contra mis dedos cuando yo, o sea el robot, agarraba una copa de plástico que estaba en la mesa al lado de Santos. El experimento fue diseñado para representar a dos personas separadas que celebran un acuerdo de negocios con un brindis al chocar sus copas y un apretón de manos.

Fallé en el brindis

Lynn Johnson

Fallé en el brindis: mi yo robot no dejaba de tirar la copa, pero el investigador al que suplantaba de manera temporal, un estudiante de posgrado de la Universidad Case de nombre Luis Mesías, en aquel entonces era mucho más versado en el contacto a larga distancia. Había aprendido a manejar su mano enguantada con la suficiente pericia para levantar la copa por su tallo en Los Ángeles, chocarla contra la de su contraparte y sentir el golpe en Cleveland.

Mesías, al encarnar el robot de Santos, había pelado un plátano a distancia. También exprimió un tubo de pasta dental con la suave precisión de una persona que se alista para cepillarse los dientes. Dale el tiempo suficiente a la investigación e imagina un futuro en el que el tacto es transmitido de manera tan vívida como ahora hacemos con la vista y el sonido para hacer todo a distancia: trabajo, viajes, compras y reuniones familiares. Consolar. Intimidad sexual. Cuidados médicos, el tipo que requiere del tacto de un profesional de la salud.

De ciencia ficción a modelos de negocio

Tal vez en el metaverso, ese lugar de reunión virtual que aún no se vuelve por completo realidad y que saltó de la ciencia ficción a modelos de negocio, algo que usemos en nuestros cuerpos físicos –guantes, vestidos, lo que sea– pueda convencer a nuestros cerebros de que en verdad sentimos a personas, animales y cosas virtuales.

Tal vez. Durante mucho tiempo después pensé en Brandon y Amy Prestwood, en la firmeza del abrazo de mi hija a través de la barrera de plástico y en la manera en que la mente puede fusionar una historia con las pulsaciones que corren a través de los nervios humanos.

Hace dos años, durante las primeras semanas del confinamiento por la pandemia, un pastor me contó sobre su primer servicio dominical a través de Zoom. Lo que más extrañaban sus congregantes, recuerda, fue darse la paz: el murmuro de “que la paz esté contigo” y el rápido apretón de manos, ahí en las bancas, de una persona a otra. A ninguno de los dos se nos ocurrió en ese momento pensar en la biología de ese contacto, una deformación de dos segundos de células de piel que hacen que las personas se sientan conectadas entre ellas y con Dios.

[…]

La versión completa de este artículo se publicó originalmente en la edición de junio 2022 de la revista impresa. Es de la autoría de Cynthia Gorney, colaboradora de National Geographic. Las fotografías que ilustran el texto vienen de la lente de Lynn Johnson.

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