¡El ser humano es todo un caso! Al menos, todos están de acuerdo en eso. Pero, ¿qué exactamente distingue al Homo sapiens del resto de los animales, sobre todo los simios, y cuándo y cómo fue que nuestros antepasados adquirieron ese cierto algo? En el último siglo se han propuesto un sinnúmero de teorías. Y algunas revelan mucho, tanto de la época en que vivían sus proponentes como de la evolución humana:
«La fabricación de herramientas es una particularidad del hombre», escribió el antropólogo Kenneth Oakley en un artículo de 1944. Explicó que los simios usan los objetos que encuentran, «pero modelar palos y piedras para un uso específico, fue la primera actividad humana reconocida».
A principios de la década de 1960, Louis Leakey atribuyó el inicio de la fabricación de herramientas y consiguientemente, el origen de la humanidad, a una especie que llamó Homo habilis (Hombre hábil), la cual vivió en África Oriental hace unos 2.8 millones de años. Sin embargo, como han demostrado Jane Goodall y otros investigadores, los chimpancés también modifican ramas para usos particulares. Por ejemplo, arrancan las hojas para «pescar» insectos ocultos bajo el suelo. Incluso los cuervos, que carecen de manos, son bastante habilidosos.
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Según el antropólogo Raymond Dart, nuestros antepasados diferían de los simios en cuanto a que eran asesinos despiadados: seres carnívoros que «capturaban presas vivas con violencia, las mataban a golpes, destazaban sus cuerpos maltrechos y los desmembraban, extremidad por extremidad, saciando su voraz sed con la sangre caliente de las víctimas, devorando con ansiedad la carne aún palpitante».
Tal vez ahora nos parezca una lectura sensacionalista, pero tras la espantosa masacre de la Segunda Guerra Mundial, el artículo de 1953 donde Dart detalla esta teoría del «simio asesino», tocó fibras muy sensibles.
En la década de 1960, el simio asesino dio paso al simio hippie. El antropólogo Glynn Isaac desenterró pruebas de cadáveres animales que fueron movidos, deliberadamente, del sitio donde murieron a lugares donde, presuntamente, toda una comuna compartió la carne.
En opinión de Isaac, compartir la comida condujo a la necesidad de compartir información sobre la localización de fuentes de alimento y en consecuencia, al desarrollo de lenguaje y otras conductas sociales distintivamente humanas.
Un poco después, durante la Era de Acuario, la documentalista televisiva Elaine Morgan afirmó que los humanos somos muy diferentes de otros primates porque nuestros antepasados evolucionaron en un ambiente muy distinto: cerca del agua.
Al perder el vello corporal nos hicimos nadadores ágiles, en tanto que la postura erguida nos permitió caminar en el agua. La hipótesis del «simio acuático» fue descartada por toda la comunidad científica. Pero en 2013, David Attenborough la respaldó.
El arqueólogo Reid Ferring opina que nuestros predecesores comenzaron a humanizarse cuando desarrollaron la capacidad para lanzar piedras con gran velocidad. En Dmanisi, yacimiento homínino de 1.8 años de antigüedad en la ex república soviética de Georgia, Ferring halló evidencias de que Homo erectus inventó las lapidaciones públicas para ahuyentar a los depredadores que rondaban sus presas.
«Los individuos de Dmanisi eran pequeños», explica Ferring. «El área estaba plagada de grandes felinos. ¿Cómo iban a sobrevivir los homíninos? ¿Cómo llegaron allí desde África? Parte de la respuesta es que lanzaban rocas», argumenta que lapidar animales también contribuyó a la socialización, porque el éxito de la estrategia requería del esfuerzo grupal.
En un artículo de 1968, los antropólogos Sherwood Washburn y C. S. Lancaster argumentaron que la caza hizo mucho más que inspirar cooperación. «Nuestro intelecto, nuestros intereses y emociones, y nuestra vida social básica: en un sentido muy real, todo ello es consecuencia evolutiva de nuestro éxito para adaptarnos a la caza».
Por ejemplo, nuestros cerebros más grandes se desarrollaron a resultas de la necesidad de almacenar más información sobre el lugar y el momento oportuno para hallar presas. Así mismo, la cacería presuntamente condujo a la división de tareas por género, dejando a las mujeres la labor de buscar comida. Lo cual plantea una interrogante: ¿Por qué las mujeres también tienen cerebros grandes?
De manera específica, sexo monógamo. Según la teoría, publicada en 1981 por C. Owen Lovejoy, el punto de inflexión crítico en la evolución humana fue el surgimiento de la monogamia, hace unos seis millones de años. Hasta entonces, casi toda la sexualidad estaba reservada a bestiales machos alfa que repelían a los rivales.
Sin embargo, las hembras monógamas favorecían a los machos más capaces de proporcionar alimento y dispuestos a participar en la crianza de los hijos. Según Lovejoy, nuestros antepasados comenzaron a caminar erguidos porque eso les permitió tener las manos libres y así, podían volver a casa con más comida.
Los cerebros grandes son voraces: la materia gris requiere 20 veces más energía que el músculo. Según algunos investigadores, el cerebro jamás habría evolucionado con una dieta vegetariana; todo lo contrario, nuestros sesos crecieron hace dos o tres millones de años, cuando comenzamos a consumir carne, fuente rica en proteína y grasa.
Y según el antropólogo Richard Wrangham, una vez que nuestros antepasados inventaron la cocción «conducta exclusivamente humana que facilita la digestión de la comida-, desperdiciaron menos energía masticando o aporreando la carne, de suerte que tuvieron más energía disponible para sus cerebros. A la larga, esos cerebros se desarrollaron lo suficiente para tomar la decisión consciente de volverse vegetarianos».
O tal vez nuestros cerebros más grandes se deben a la carga de carbohidratos, según un reciente artículo. Luego que nuestros predecesores inventaron la cocción, los tubérculos y demás plantas ricas en almidón ofrecieron excelentes fuentes de nutrición cerebral, mucho más fáciles de obtener que la carne.
Una enzima de la saliva, llamada amilasa, descompone los carbohidratos en la glucosa que requiere el cerebro. El genetista evolutivo Mark G. Thomas de University College, Londres señala que nuestro ADN contiene numerosas copias del gen de amilasa, lo que sugiere que la enzima y los tubérculos- contribuyeron al crecimiento explosivo del cerebro humano.
¿Acaso el punto de inflexión en la evolución humana ocurrió cuando nuestros antepasados bajaron de los árboles y empezaron a caminar erguidos? Los proponentes de la «hipótesis de la sabana» afirman que el cambio climático provocó esa adaptación. Conforme África empezó a secarse, hace unos tres millones de años, los bosques se redujeron y las sabanas comenzaron a dominar el paisaje.
Eso favoreció a los primates que podían erguirse para mirar sobre la hierba en busca de depredadores, y a los que podían desplazarse con eficacia en terrenos despejados, donde el agua y la comida se encontraban en lugares apartados. En 2009 surgió un impedimento para esta hipótesis con el descubrimiento de Ardipithecus ramidus, homínido que vivió hace 4.4 millones de años en la actual Etiopía. En aquella época, la región era muy húmeda y boscosa; y no obstante, «Ardi» podía caminar en dos piernas.
Richard Potts, director del Programa Orígenes Humanos del Smithsoniano, sugiere que muchos cambios climáticos influyeron en la evolución humana, en vez de una sola tendencia.
Dice que el surgimiento del linaje Homo, hace casi tres millones de años, coincidió con fluctuaciones drásticas entre climas húmedos y áridos, y que la selección natural favoreció a los primates que podían enfrentar cambios constantes e imprevisibles. Potts argumenta que la adaptabilidad es, de sí, la característica definitoria de los humanos.
El antropólogo Curtis Marean ofrece una visión del origen humano muy adecuada para nuestra era globalizada: somos la máxima especie invasiva. Luego de decenas de miles de años de vivir confinados a un solo continente, nuestros antepasados colonizaron el planeta. ¿Cómo lograron semejante hazaña? Según Marean, el secreto fue la predisposición genética a cooperar, un instinto surgido no del altruismo sino del conflicto.
Los grupos de primates que cooperaron obtuvieron una ventaja competitiva sobre sus rivales y de ese modo, sus genes sobrevivieron. «Esa singular propensión, aunada a las desarrolladas capacidades cognitivas de nuestros antepasados, les permitió adaptarse hábilmente a los nuevos ambientes», escribe Marean. «También fomentó la innovación y dio origen a una tecnología transformadora: proyectiles avanzados que usaron como armas».
Muchas de ellas son meritorias, pero tienen un prejuicio común: la idea de que la humanidad puede definirse por un rasgo o grupo de rasgos bien definidos, y que una sola etapa en la evolución fue el punto de inflexión crítico en el inevitable camino que condujo al Homo sapiens.
Nuestros antepasados no eran pruebas beta. No estaban evolucionando hacia algo, sino que meramente sobrevivían como australopitecos u Homo erectus. Y ningún rasgo único que hubieran adquirido fue un punto de inflexión, porque el resultado jamás tuvo nada de inevitable: el simio asesino fabricante de herramientas, lanzador piedras, comedor de carne y patatas, cooperador, adaptable y de gran cerebro que somos todos. Y que sigue evolucionando.
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