La investigación de Richard Brown.
En 79 d.C., el monte Vesubio, en la Italia actual, ocasionó uno de los desastres naturales más violentos de la región. Sismos, explosiones, fragmentos de material pirocrástico lanzados por los aires y una columna de gas que se levantó más de 10 kilómetros hacia la atmósfera dejaron sepultada la ciudad de Pompeya junto con sus habitantes bajo siete metros de ceniza y piedra volcánica. Entre las víctimas se encontraba el naturalista romano Gayo Plinio Segundo, quien falleció al aventurarse a investigar durante el evento que sería nombrado en su honor: las erupciones plinianas.
Si bien su naturaleza es catastrófica, estas erupciones pueden ser aún más devastadoras cuando ocurren en volcanes con caldera inundada. ?Provocan una destrucción inmensa por la vaporización del agua, que ocasiona agregación de cenizas, proceso en donde las partículas se adhieren entre sí, haciéndose más pesadas y precipitándose más rápido. Esto puede crear una lluvia de esferas de ceniza espectacular, una suerte de granizo volcánico?, dice Richard Brown, vulcanólogo de la Universidad de Durham.
Más de tres siglos después, en 420 d.C., Mesoamérica vivió su propia Pompeya.
En El Salvador -donde investiga el equipo de Brown-, la erupción del volcán Ilopango emitió 70 km 3 de ceniza y piedra pómez- suficiente para llenar casi 50 000 veces el estadio Azteca-. Esto condujo a la cercana cultura maya de Miraflores a un éxodo del que nunca se pudo recuperar.
El aumento en la producción de ceniza y la mayor probabilidad de precipitación prematura permanecen inexplorados por los científicos contemporáneos: en los últimos 10,000 años, solo existe un puñado de erupciones similares. ?Se conoce poco sobre los volcanes de El Salvador. Hay que anticipar con precisión las concentraciones de ceniza en la atmósfera para ayudar ante cualquier emergencia futura?, dice Brown. Sin duda, más vale prevenir que lamentar otra Pompeya.