A veces ignoramos que estamos a punto de perder un paraíso. Desde los Andes peruanos hasta las playas de arenas blancas de México, Latinoamérica alberga 34% de las especies de flora y 27% de las especies de mamíferos del mundo, números que la convierten en una “superpotencia” mundial en materia de biodiversidad.
De acuerdo con un informe dado a conocer por Expok, agencia de Responsabilidad Social Empresarial, los gobiernos de América Latina asignan apenas el 1% de los recursos del país destinados a medioambiente a áreas protegidas, lo cual equivale a un promedio de 1.18 dólares por hectárea. Esta cifra cubre solo 54% de las necesidades básicas.
También se requiere, evidentemente, el involucramiento de toda la sociedad, en especial de las nuevas generaciones. Bajo este contexto, queda claro que dos frentes serán fundamentales para ganar la batalla: la educación ambiental infantil y la creciente participación del sector privado.
Más que limitarse a proporcionar contexto y datos sobre la problemática que enfrenta la biodiversidad, la educación ambiental debe aspirar a ser un proceso integral que busque crear espacios permanentes de reflexión acerca de cómo nuestros hábitos y acciones diarias impactan de manera positiva o negativa al ecosistema, lo que derivará en la toma de acciones y la asunción de responsabilidades.
Es una dinámica sistemática que dura toda la vida, por lo que es imperativo comenzar desde temprana edad. La educación ambiental infantil no puede restringirse al salón de clases, sino que debe contemplar también experiencias vivenciales en espacios naturales que los hagan sentir parte del medio en el que se desarrollan.
De acuerdo la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), la educación ambiental para niños debe cumplir con los siguientes requisitos:
Lanzadas en 2010, las Eco jornadas LTH, programas que invitan a estudiantes a recorrer jardines y parques emblemáticos en diversas partes de la República Mexicana bajo la orientación de ONG y educadores ambientales especializados en el tema, ya han beneficiado a más de medio millón de niños en todo el país, con un impacto indirecto en sus familias y entorno inmediato que asciende a más de 2 millones de mexicanos.
Otro campo por explorar es el arte. Empatizar en abstracto con la muerte de especies de flora y fauna resulta complicado, sobre todo para un niño de primaria o secundaria; empatizar, en cambio, con el medio ambiente gracias a una expresión artística como una fotografía o pintura es un acto más inmediato y urgente.
Por ello las autoridades y el sector privado mexicano deben desarrollar en conjunto vía patrocinios y subvenciones más exhibiciones culturales que muestren los peligros que corre nuestra biodiversidad, tal y como ya se ha hecho en espacios como el Museo del Papalote y otros espacios de Chapultepec. Este es un camino que muchas marcas podrían seguir en caso de no contar con el voluntariado o los recursos necesarios para conducir jornadas in situ.
Tanto el sector gubernamental como el privado deben colaborar para no perder el
paraíso que nos queda. El tiempo apremia.
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