En el curso de los últimos siglos, hemos excavado, talado, quemado, perforado, extraído, despojado, forjado, incendiado, lanzado, conducido y volado para sumar 2.4 billones de toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera de la Tierra. Es el equivalente al CO2 que emitirían anualmente 522 000 millones de coches o 65 coches por cada persona viva hoy.
En un valle solitario de apariencia lunar, 30 kilómetros a las afueras de Reikiavik, Islandia, Edda Aradóttir está en una misión para regresar el CO2 a su origen. Hoy es un poco, pero en los años siguientes será mucho más. Al enviar el CO2 a las profundidades de la superficie del planeta, busca revertir una de las acciones más relevantes de la historia de la humanidad: la liberación de cantidades masivas de carbono subterráneo en la forma de combustibles fósiles, el alma de la civilización humana, pero también hoy su pesadilla.
No le queda mucho tiempo. Tampoco a nosotros. El clima extremo y las temperaturas cálidas históricas a consecuencia del cambio climático ya están aquí, y es casi seguro que van a empeorar.
Dentro de un iglú de aluminio en este pedazo de tierra volcánica, Aradóttir —ingeniera química y de yacimientos, y directora ejecutiva de la empresa islandesa Carbfix— me muestra cómo se mezcla CO2 capturado con agua, para después pasar por un complejo sistema de tuberías que desciende unos 750 metros bajo tierra. Ahí, el dióxido de carbono disuelto se encuentra con basalto poroso para crear puntitos color crema en la roca incandescente debajo.
Me entrega un testigo para inspeccionarlo. Todos esos puntos y rayas representan una ambición que es sencilla pero a la vez de una audacia asombrosa porque, por minúscula que sea la cantidad, este fragmento particular de CO2 obtenido del aire, mineralizado y convertido en piedra de nuevo, ya no está calentando nuestro planeta.
Científicos y emprendedores como Aradóttir se están embarcando en proyectos ambiciosos —y en ocasiones controvertidos— para extraer el dióxido de carbono del ambiente y confinarlo. En Arizona, un profesor de ingeniería me muestra su “árbol mecánico”, uno solo que, asegura, algún día será capaz de hacer el trabajo de mil árboles normales para capturar y almacenar CO2.
Por su parte, en Australia, una oceanógrafa líder me cuenta que las algas marinas son la salvación, si tan solo las cultivamos en jardines acuáticos de kelp y wakame que pudieran albergar miles de millones de toneladas de dióxido de carbono. En lo alto de un edificio en una universidad en Zúrich, un inventor uruguayo con un brillo en la mirada me entrega un pequeño vial con combustible hecho de luz solar y aire. Puede ser el formato de carbono capturado más intrigante con el que me he encontrado, pues sugiere que quizá algún día podremos emplear carbono en un ciclo virtuoso continuo de energía de cero emisiones. Tal vez. Algún día.
Lo que estos esfuerzos tienen en común es que están dirigidos para reducir a largo plazo una cifra que, de acuerdo con expertos climáticos, es la clave para la salud del planeta. Esa cifra es la concentración atmosférica de dióxido de carbono que durante miles de años se había mantenido estable por debajo de 280 partes por millón, hasta que la revolución industrial comenzó a extenderse a mediados del siglo xix.
Hoy, esta cifra crítica llega a unas 420 partes por millón, en otras palabras, el porcentaje de CO2 en la atmósfera ha aumentado casi 50 % desde 1850. A medida que lo hace, el carbono añadido atrapa el calor, lo que causa que la tierra se caliente a niveles cada vez más peligrosos. Los partidarios de la captura de carbono aseguran que su trabajo —capturar el principal causante del cambio climático, siempre y cuando se adopte a gran escala en las décadas venideras— contribuirá a reducir esta cifra.
No obstante, lo que todos estos esfuerzos también tienen en común es que, para sus principales detractores, la propia idea de absorber todo este carbono del aire es una distracción de la labor mucho más urgente de reducir las emisiones de dióxido de carbono.
Por ejemplo, más de 500 grupos ambientales han firmado una petición para instar a líderes en Estados Unidos y Canadá a “abandonar el mito peligroso y turbio del CAC”, o captura y almacenamiento de carbono, una técnica para extraerlo. La petición critica severamente este concepto y lo tacha de “una distracción peligrosa por parte de los mismos grandes contaminantes que, para empezar, crearon la emergencia climática”, una referencia a los planes que anunciaron ExxonMobil, Chevron y otros gigantes petroleros tradicionales para entrar al negocio de la captura de carbono. Para los críticos es indignante que las fuerzas mayormente responsables de meternos en este desastre global ahora pretendan obtener ganancias a partir de promesas de que pueden limpiar el planeta.
En este debate surge con frecuencia el término “riesgo moral”, la idea de que la gente seguirá arriesgándose si se cree protegida de las consecuencias. Si los legisladores, sin mencionar a la gente promedio, piensan que tal vez tenemos una solución mágica para este CO2 tan problemático, entonces tal vez empezarán a preocuparles menos el petróleo, gas y carbón que extraemos de la tierra. Pero los defensores de la extracción del carbono indican que nos urge hacer las dos cosas al mismo tiempo: reducir las emisiones futuras y revertir los efectos de lo que ya hemos emitido.
“Me queda clarísimo que se trata de una solución al problema, incluso si no es la solución,” dice Aradóttir. “Básicamente vamos a tener que hacer esto, además de todo lo demás que debe hacer el mundo para descarbonizar toda la energía que utilizamos.”
Hoy, extraer dióxido de carbono de la atmósfera produce ingresos: como cualquier otro producto en el mercado, el precio es el que los consumidores individuales y las empresas estén dispuestos a pagar. Y algunos agentes contaminadores están dispuestos a pagar mucho.
Cada vez que escuchamos que una aerolínea se compromete a lograr la “neutralidad de carbono” para 2030 o 2040, sin duda no espera que, como por arte de magia, los motores de sus aviones dejen de emitir CO2 para esa fecha.
Pese a la importancia de esa inversión, destinada a la investigación y el desarrollo, esta representa una fracción diminuta de lo que, en última instancia, se necesitaría para hacer un cambio genuino al revertir o por lo menos frenar el cambio climático. Es probable que esa cifra se mida en billones de dólares, lo que equivaldría a una de las tareas industriales más grandes de la historia.
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