Más de 500 especies de coral peligran en los arrecifes de Filipinas, bajo el peor estrés oceánico registrado en la historia. Algunas especies viven en ‘cementerios’ biológicos.
Atravieso un desierto, pero no de arena. Nado por un páramo de escombros, los restos pulverizados de un arrecife de coral. Su aridez me estremece. En otros sitios de Filipinas me han deslumbrado las joyas del esplendor coralino. Esta región del Indo-Pacífico, conocida como el Triángulo de Coral, es el tesoro de diversidad marina más valioso del planeta.
Aquí se encuentran más de 500 especies de coral, tres cuartas partes de todas las conocidas. Los arrecifes que se han formado cubrirían un área del tamaño de Irlanda. Las criaturas que viven en estas ciudades submarinas son incontables. Filipinas, el vértice del Triángulo de Coral, cuenta con casi 1,800 especies de peces de arrecife.
Sin embargo, en este cementerio de coral que exploro solo hay refugiados. Veo un pez lábrido limpiador y siento tristeza. Su función en el ecosistema del arrecife es limpiar a otros: les quita los parásitos y otros polizones marinos de sus cuerpos. Pero este limpiador no tiene a nadie a quien asear. Nada en una soledad desoladora.
Lee el texto original aquí: Coral reefs in the Philippines are some of the world’s most vibrant —but in peril
Como árboles después del huracán
Los corales que lo rodean yacen derribados como árboles después de un huracán. De entre los tocones muertos, algo brilla a la luz del sol y recojo la base de una botella de vidrio rota. He visto envases como este llenos de fertilizante de nitrato y rematados con un detonador y una mecha, que se enciende para luego lanzar la botella al mar. La explosión aturde a los peces o los mata, por lo que flotan hacia la superficie para que los pescadores los recojan.
La pesca por explosión es mortal para los peces y peligrosa para los pescadores. Si una botella estalla demasiado pronto, puedes perder la mano, el brazo o la vida. De hecho, un pescador murió de esta forma dos días antes de que yo llegara al Banco Danajon, 30 kilómetros al este de la isla de Cebú, en una región de Filipinas con una larga historia de prácticas pesqueras destructivas: explosivos, cianuro para expulsar a los peces de las grietas del coral, redes tan finas que atrapan todo lo que se mueve.
Estos métodos son ilegales y están en uso. Son un desastre acumulativo para los arrecifes de coral, una reducción más instantánea de la vida marina que las tragedias a fuego lento de la disminución de las poblaciones de peces, la contaminación y el cambio climático.
Observo una figura a la distancia que espulga entre las ruinas dinamitadas y nado hacia ella. Viste una camisa de manga larga, pantalones y una capucha con agujeros para los ojos y la boca. Lleva un par de goggles maltrechos sobre los ojos y trozos de madera amarrados a los pies a manera de aletas.
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Una repentina ráfaga de tinta negra
Me cuenta que, para llevar suficiente comida a su familia, con frecuencia pasa medio día bajo el calor abrasador, en los arrecifes. Lleva una caja de poliestireno para guardar cualquier cosa que capture: caracoles, abulones, erizos de mar, cangrejos, peces (si tiene suerte). Usa un anzuelo en una mano y un arpón en la otra. Pica, empuja, hace palanca y corta el coral. Veo una repentina ráfaga de tinta negra cuando arponea una sepia.
La laboriosa búsqueda de alimento por parte del recolector es algo que ocurre en Filipinas y en todo el Triángulo de Coral, ya que un número cada vez mayor de personas consigue una cantidad cada vez menor de peces. Para millones de filipinos, el mar es esencial para sobrevivir. En la región de Danajon, tres cuartas partes de los hogares dependen de la pesca para alimentarse. Han visto cómo el descenso en las tasas de captura se ha multiplicado por 10 en una generación.
Una cuarta parte del pescado que se captura allí procede de prácticas ilegales y destructivas. Los pescadores de subsistencia, que viven en el umbral de la pobreza o por debajo de él, se ven empujados por la desesperación a usar esos métodos. Los filipinos tienen la frase kapit sa patalim o “agarrar la cuchilla”. Una persona desesperada se aferra incluso al filo de un cuchillo, infringe la ley, se arriesga a ser arrestado y destruye los arrecifes que son su sustento.
250 gramos de marisco por hora
En algunos meses, los buscadores recogen de los arrecifes empobrecidos apenas 250 escasos gramos de marisco por hora. Veo a este hombre respirar de nuevo, agitar sus aletas y descender.
Yo también busco, con la esperanza de aprender cómo se pueden preservar los arrecifes de coral en una época no solo de creciente explotación, sino de cambios provocados por el hombre en los océanos. El calentamiento de los mares, su acidificación y la subida de su nivel son las sombras más oscuras que se ciernen sobre los arrecifes de coral en el mundo.
Aturdidos en un paisaje sin colores
Frente a la costa de Palawan, me encuentro con un anticipo de lo que se avecina. Me sumerjo en un mundo sepulcral de corales blancos como el hielo. La temperatura del mar superó el umbral en el que los pólipos del coral se separan de las algas simbióticas que les dan sus colores caleidoscópicos. De sus cabezas moribundas salen chorros de baba. Incluso los peces parecen aturdidos en este paisaje monocromo.
Algunos científicos especializados en corales afirman que los fenómenos de blanqueo masivo, que solían generarse una vez cada varias décadas, pronto podrían producirse todos los años, a medida que la concentración de bióxido de carbono atmosférico crece. Lo que el aumento de la temperatura del mar no mate, lo hará la acidificación.
Los arrecifes alcanzarán un punto de inflexión en el que la estructura coralina de carbonato empezará a disolverse más rápido de lo que puede formarse. Cuando eso ocurra, comenzarán a desintegrarse. El ecosistema más diverso del océano –una característica planetaria desde hace 240 millones de años– empezará a desaparecer.
¿Puede esta historia distópica tener un final diferente o al menos retrasarse? Los seres humanos estamos involucrados en la mayor apuesta de todos los tiempos, y lo que está en juego no podría ser más elevado.
Reducir o redoblar la apuesta
Hay dos maneras de responder a un recurso que disminuye: reducir o redoblar la apuesta. Los filipinos han hecho ambas. El paisaje lunar repleto de cráteres que vi en el Banco Danajon es el resultado final de un enfoque: la sobrepesca destructiva en los ecosistemas de los arrecifes. Pero en Dauin, un municipio de la isla de Negros, encontré un legado diferente, el de la protección de los arrecifes que ha aliviado la presión sobre la vida marina y sostenido la vida de las comunidades costeras.
El enfoque fue promovido por Ángel Alcalá, un biólogo filipino que ha defendido la creación de pequeñas Áreas Marinas Protegidas (AMP) administradas por la comunidad. A menudo, la razón principal para crear estos santuarios es preservar la biodiversidad pero, para Alcalá, el objetivo principal es beneficiar la pesca.
“El pueblo filipino es consumidor de pescado», me comenta cuando me reúno con él en el centro de investigación que dirige en la Universidad de Silliman, al norte de Dauin. «Para mantener eso, es necesario que existan reservas marinas”.
A principios de los años setenta, Alcalá inició con dos prototipos de reservas: una cerca de una isla habitada (Apo, frente a la costa de Dauin) y otra cerca de una deshabitada (Sumilón, próxima a Cebú). Se prohibió toda forma de recolección.
Tras una década de santuarios en los arrecifes de Filipinas
Los resultados fueron espectaculares. En 10 años, la biomasa de algunas especies de los santuarios (meros, pargos y jureles) se sextuplicó como mínimo. A medida que aumentaba la densidad de ejemplares dentro de las reservas, los pescadores se beneficiaban del fenómeno del desbordamiento: los peces “traspasan” los límites de los santuarios y se adentran en aguas en las que pueden ser capturados de manera legal.
El éxito de la isla de Apo llamó la atención de Rodrigo Alanano, elegido alcalde de Dauin en 2001. Alanano decidió aumentar el número de AMP en la costa de Dauin. Pudo hacerlo porque los municipios tienen hasta 15 kilómetros de jurisdicción sobre sus aguas costeras.
Le pregunto cómo convenció a los pescadores de subsistencia para que cedieran una parte de sus zonas de captura tradicionales.
“Les dije que necesitábamos tener franjas de cría además de las dedicadas a la pesca”, explica. “Agregué: ‘Si existe un santuario, las poblaciones crecerán, y algunos peces saldrán de este; esos son para ustedes. La reserva será un criadero ahora y siempre, para ustedes y para el futuro’. Después, les comenté que se convertirá en un lugar de buceo y eso generaría ingresos”.
Aun así, lograr que los pescadores aceptaran una pérdida inmediata a cambio de una ganancia incierta no fue tarea fácil, y muchos habitantes de la costa se opusieron a los santuarios. Alanano recibió una demanda judicial y amenazas de muerte. Se encoge de hombros al recordarlo. “Cuando me convertí en alcalde, di mi vida por esta profesión”, resume.
Después de destruir montañas
“¿Qué te volvió tan apasionado?” pregunto. “Ni siquiera eres de una familia de pescadores”.
“Soy ingeniero de minas», responde. «Trabajé para empresas mineras durante 12 años antes de entrar a la política. Destruimos montañas. Utilizábamos productos químicos tóxicos que llegaban al mar. Soy un experimentado exterminador del medio ambiente. Tengo licencia para destruir. Lo que he aprendido es que, una vez que se devas- ta el entorno, ningún ser humano puede arreglarlo. No se puede reponer para tus hijos. Y cuando mates al último pez te darás cuenta de que no puedes comer dinero”.
Sus argumentos prevalecieron. Durante los nueve años de Alanano como alcalde, aumentó el número de Áreas Marinas Protegidas en la costa de Dauin de 4 a 10.
Tal y como Alanano anticipó, las vistas son una atracción para los turistas y Dauin se ha convertido en un popular destino de buceo, al igual que otras docenas de sitios en las 7 641 islas de Filipinas. La mayoría de las AMP de Dauin se denominan con los nombres de las especies de peces más populares: AMP del pez payaso/Nemo, AMP del pez mandarín, AMP del pez rana, AMP del pez fantasma y AMP del caballo de mar.
Con el florecimiento del turismo, los pescadores han visto oportunidades para pasar de la cap- tura de peces a la prestación de servicios. En Oslob, un pueblo en la costa de Cebú, ya son pocos los miembros de la asociación de pescadores que ejercen. Se ganan la vida a lo grande al permitir que los turistas naden con los tiburones ballena.
Cerca de Puerto Galera, en la isla de Mindoro, observé cómo los buzos eran remolcados por pescadores en pequeñas canoas polinesias impulsadas por motores de motosierra y cortadoras de césped para ver almejas gigantes.
De criadero a Área Natural Protegida
En Dauin, varios pescadores se han convertido en buzos expertos. Amado A. Alar II dirige Buzos Bongo Bongo al final de una calle lateral del restaurante de pollos fritos Chooks To Go. Me cuenta que, cuando se establecieron las AMP de Dauin, algunos pescadores se negaron a aceptar la pérdida de sus franjas de captura.
Cortaban las cuerdas de las boyas que marcaban los límites del santua- rio, por la noche se colaban en las zonas protegidas para pescar y llegaban a los golpes con los bantay dagat (guardias marítimos designados por el mu- nicipio) si los atrapaban.
Sin embargo, cuando los pescadores vieron que la pesca aumentaba, cambiaron de opinión. “Poco a poco, la gente entendió: ‘Ah, por eso es así’”, recuerda Alar. “Ahora protegen el santuario si ven a alguien que pesca allí. Entienden que tenemos una granja”.
Este efecto de criadero ahora se considera uno de los principales beneficios de las redes de Áreas Naturales Protegidas. En ellas, las larvas de los peces se dispersan desde los arrecifes en las zonas protegidas y se trasladan hacia los lugares que no están resguardados, lo que permite que se recuperen.
René Abesamis, uno de los colegas de Alcalá en Silliman, estudia el proceso en las AMP de Dauin. Eligió el pez mariposa vagabundo para su investigación y descubrió que sus larvas pueden desplazarse hasta 37 kilómetros con los vientos monzónicos y las fuertes corrientes antes de asentarse en un nuevo hábitat de arrecife.
Saber que los peces del arrecife local pueden venir de santuarios vecinos tiene un efecto poderoso en la gente. “Les dice que forman parte de la misma red ecológica, aunque pertenezcan a municipios diferentes”, explica Abesamis. “Les transmite que sus esfuerzos están conectados”.
La reposición mutua es la lógica detrás de los esfuerzos para ampliar las AMP en una red nacional. La ley de Filipinas estipula que 15 % de las aguas costeras municipales deben estar protegidas dentro de una zona de prohibición de pesca. En la actualidad hay más de 1 600 en todo el país. Por desgracia, la mayoría son minúsculas y no están bien administradas: son como simples “parques de papel”.
Solo 3 % de los arrecifes de coral del país están protegidos, comenta Alcalá. Y explica: “Necesitamos entre 20 y 30 %. Es una cuestión de empoderar a las comunidades locales”. Y de darles los recursos necesarios para proteger la inversión que han hecho. Incluso los santuarios cuidados por sus comunidades son susceptibles de ser objeto de cacería ilegal. La pandemia por la COVID-19, que devastó el turismo, también ha provocado que las protecciones marinas sean precarias. Incluso la población local, agarrada a la cuchilla de la desesperación, ha entrado en las zonas protegidas para alimentar a su familia.
La pesca excesiva como mayor amenaza
No obstante, la captura ilegal por parte de pescadores de otros sitios es una amenaza mayor y un problema creciente en Filipinas. Con barcos rápidos y equipos de buceo, los cazadores furtivos profesionales pueden vaciar un santuario en una noche, me dice Darrell Pasco, que trabaja en la administración de los recursos en la isla de Siqui- jor, a 20 kilómetros de Dauin. Una de las AMP de Siquijor fue objeto de cuatro ataques de cacería ilegal en solo un año. Los intrusos vienen por la noche, durante los días de fiesta o en épocas de mal tiempo, cuando no hay tantos ojos que vigilen, asegura. Llevan armas. ¿Cómo pueden los bantay dagat de Siquijor, que ganan una miseria, oponerse a esta gente?
Siquijor, como cualquier otro sitio, necesita santuarios marinos para reforzar la pesca de la isla. A medida que escasean los peces de gran valor, como el mero y el pargo, las especies que antes se consideraban basura se han convertido en alimento habitual. Los damiselas, bellezas de color azul cobalto con colas bañadas en mango, nunca se comían, dice Pasco. Ahora se venden a precio de oro en el mercado junto con delicias como anémonas de mar cocidas en leche de coco, caracolas, pepinos y erizos de mar y algas que parecen racimos de perlas verdes.
Comprobé la lucha a la que se enfrentan los pescadores de Siquijor cuando una mañana me adentré en el mar sedoso para ver cómo un grupo de hombres levantaba una trampa para peces, o bubu, del fondo marino, a unos 75 metros debajo nuestro. Poco a poco se elevó una cesta tejida de 4.5 metros de largo. Mientras siete hombres subían el bubu a la cubierta de su banca –la embarcación tradi- cional de dos balancines de Filipinas–, miré en su interior en busca de la cosecha que debía estar allí, ya que la trampa con cebo había permanecido en el lecho marino durante toda una semana. Un pescador metió la mano y sacó solo un pez ballesta, un mísero rendimiento para el despliegue de siete días.
El siguiente bubu que vi sacar no tenía ningún pez. “Mingaw”, dijo un pescador cuando la trampa salió a la superficie. Vacía. Los pescadores con bubu pueden ganar tan solo un dólar por trampa a la semana. Sus hogares suelen estar en el umbral de la pobreza o por debajo de él, al igual que 60 % de la población costera del país.
Tal como el alcalde de Dauin, Pasco ha recibido amenazas debido a sus esfuerzos por ampliar las zonas marinas protegidas e impedir la caza ilegal. “Temo por mi seguridad y la de mi familia, pero no dejo de trabajar”, me confía.
No hay otra opción, afirma. “Tenemos que dar una educación honesta y profunda a todos los filipinos: depende de nosotros cuidar el océano porque de este obtenemos casi todo lo que necesitamos. Si no lo hacemos, llegará el momento en que no tendremos más peces que pescar y solo los veremos en los libros y en internet, no en el mar”.
El turismo ayuda a aliviar la presión sobre las menguantes reservas de peces, pero no en todos los sitios se puede bucear. Otra manera de aliviar la demanda sobre los ecosistemas de los arrecifes es que los pescadores adopten medios de vida alternativos, como la agricultura marina. En un alto remoto del mar de Joló conocí familias que viven en plataformas de bambú en las lagunas de los arrecifes, donde secan algas. Estas producen carragenina, un polisacárido que se utiliza como estabilizador en medicamentos, pastas de dientes, píldoras, cosméticos y otros productos. Miles de familias filipinas se han convertido en productores de algas.
En las islas de Calamianes, en el extremo norte de Palawan, la gente aprende a criar pepinos de mar. Ayudé a liberar a docenas de juveniles del tamaño de mi meñique de las jaulas de la red para que pudieran andar con libertad por las cálidas llanuras del estuario. En dos meses alcanzarán el tamaño de salchichas gordas. Cuando se secan, los pepinos de mar se venden a más de 60 dólares el kilo, 10 veces más que el mero.
Aliviar a los arrecifes de la presión humana
Hay evidencia abundante de que aquellos arrecifes se regeneran cuando se elimina la presión humana. La zona de buceo por excelencia en Filipinas es el Parque Natural de los Arrecifes de Tubbataha, un sitio Patrimonio Mundial de la UNESCO en el centro del mar de Joló. Aquí vi esponjas barril lo suficientemente grandes como para que una persona se acurrucara en su interior.
Observé nubes de confeti de peces –naranjas, verdes, púrpuras, amarillos– que flotaban sobre esbeltas ramas de coral mientras tiburones de arrecife grises dor- mían en la arena del fondo. Un pulpo desenrolló sus tentáculos y, con un cambio de color instan- táneo de beige a carbón, salió disparado. Excepcionales en la actualidad, estos arrecifes fueron prácticamente destruidos por la pesca con explosivos en los años sesenta del siglo XX. La aplicación estricta de las normas de prohibición de la pesca los ha recuperado.
No obstante, ¿sobrevivirán al blanqueo y a otras presiones climáticas? La mayoría de los investigadores creen que no. Se prevé que para 2050 más de 90 % de los arrecifes del Triángulo de Coral se verán gravemente amenazados por los efectos del clima. A medida que estos desaparezcan, la inseguridad alimentaria en la región será catastrófica. ¿Cómo subsistirán los habitantes de la costa?
Filipinas vislumbra un futuro apocalíptico de arrecifes degradados y mares agotados, y reconoce la decisión que tiene que tomar: aprovechar el momento de cambio o aferrarse a la cuchilla de la crisis. En las últimas cuatro décadas, las comunidades han optado –con dificultad– por abstenerse de pescar en todas partes a cambio de poder hacerlo en algún lugar. Se han dado cuenta de que los visitantes pagarán por ver arrecifes prósperos. Se han convertido en guardianes y administradores comprometidos de un reino oceánico que no tiene comparación.
Frente a las fuerzas planetarias inextricables
Sin embargo, estos cambios por sí mismos no lograrán preservar los arrecifes de los que dependen millones de personas. El calentamiento de los océanos es inevitable. La acidificación de los mares y las condiciones meteorológicas extremas también lo son. ¿De qué servirán los esfuerzos locales frente a las fuerzas planetarias inextricables?
Le pregunto al biólogo especializado en arrecifes de coral Wilfredo Licuanan, profesor de la Universidad de La Salle de Manila, qué razón podría tener él o cualquier otra persona para ser optimista en este contexto.
“Debemos retrasar lo inevitable, tanto como para que haya algún rayo de esperanza, alguna solución que pueda surgir y aún no sea visible», explica. «Quiero ser capaz, al menos, de mirar a mis alumnos a los ojos y decirles: ‘Lo estoy intentando’. Soy pesimista, pero lo intento. Si fracaso, no me rindo. Lo vuelvo a intentar”.
Sí, seguimos intentando. Así es como se mantiene la esperanza en un mundo amenazado.
Este artículo es de la autoría de Kennedy Warne, colaborador veterano de National Geographic. Se publicó originalmente en la edición impresa de junio 2022, con fotografías de David Doubilet y Jennifer Hayes. Puede leerse la versión original en inglés en National Geographic.
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