Poco después de la Segunda Guerra Mundial, en mayo de 1946, Iósif Stalin firmó el decreto #1017-419SS. Este documento secreto asignaba una altísima prioridad al «desarrollo de tecnología para cohetes y misiles». Se construyeron instalaciones especiales para estas investigaciones — como el instituto «NII-88» — y se reunió en ellas a los mejores ingenieros que la «madre patria» podía ofrecer… y a los que no.
El coronel e ingeniero Sergey Korolev — quien años más tarde se convertiría en la pieza más importante del tablero soviético durante la «carrera espacial» — fue enviado a una destrozada y rendida Alemania con una misión. Para su desgracia, los Estados Unidos — a través de la ‘Operación Paperclip’— tenían la mira sobre el mismo «premio» y le llevaban una ligera ventaja.
Ambos buscaban al Dr. Wernher von Braun: mayor de las SS nazi y la mente maestra detrás de sus misiles balísticos.
Luego de analizar sus opciones, Von Braun decidió entregarse a los estadounidenses antes de ser capturado por los soviéticos. Aunque la mayor parte de su equipo hizo lo mismo, el director general Helmut Gröttrup se rehusó, al ver que la oferta estadounidense no incluía asilo para su familia.
Gröttrup y otros 2 mil científicos alemanes fueron enviados a Moscú, donde comenzaron a trabajar en el Instituto NII-88, mientras que Von Braun fue puesto a cargo de un equipo de propulsión en el organismo que después se convertiría en la NASA.
Sin duda, sí. Von Braun y su equipo habían conseguido lo que nadie más hasta entonces. Llevar un cohete al espacio.
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El cohete A4 fue un prototipo de misil balístico de las SS, diseñado directamente por von Braun en plena Segunda Guerra Mundial. El 20 de junio de 1944, durante una prueba de lanzamiento, el invento se elevó casi 180 kilómetros en el aire.
Actualmente, la NASA utiliza varios criterios, incluyendo la ‘Línea de Karman’, para establecer que el «espacio exterior» inicia aproximadamente a los 120 kilómetros de altura. El cohete alemán, por lo tanto, logró superarlo con creces, convirtiéndose en el verdadero «primer objeto humano en alcanzar el espacio exterior».
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Hasta aquí, todo podría parecer una historia que celebra innovación científica y las capacidades del ingenio humano. Por desgracia, nada más alejado de la verdad. El mismísimo Führer, lleno de entusiasmo, ordenó comenzar con la producción en masa para enviarlos como represalia a Londres, no sin antes cambiarle el nombre a «V2» o «arma de venganza 2».
Menos de 3 meses después de la demostración, ya se contaba con bodegas enteras, llenas de ellos, destinados a destruir la capital británica. Más de 4 mil misiles V2 fueron lanzados durante los meses siguientes, cada uno capaz de destruir decenas de viviendas. Los incalculables daños continuaron prácticamente hasta la rendición del Reich.
Ocho años después de su primer encuentro, Sergey Korolev ya había aprendido todo lo posible del Dr. Gröttrup. En 1954, estando personalmente al mando del buró de diseño aeroespacial más importante de la URSS, comenzó el diseño y construcción del modelo R-7: un misil balístico intercontinental; propulsado por el cohete más poderoso de su época.
La construcción finalizó en 1957 y, algunos meses después, se decidió utilizar una versión modificada para intentar romper otra marca mundial: colocar el primer satélite artificial en órbita.
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Un día como hoy, hace casi 70 años, el equipo a cargo de Korolev logró colocar la sonda científica Sputnik I en una órbita de estabilidad considerable, donde permaneció los siguientes tres meses enviando lecturas de la ionósfera con los que la Unión Soviética se ganaría un lugar en los libros.
El resto — incluyendo a Laika, Yuri Gagarin y Valentina Tereshkova — es historia.
Este texto fue escrito por Isaí Vilches, ingeniero especializado en metodología de la investigación y redacción científica.
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