Un vistazo al menospreciado papel del agua caliente en el bienestar de la humanidad.
“Cayó como un balde de agua fría” es una frase que, si la leemos con suspicacia, implica una connotación negativa. De otra manera habría pasajes en la literatura como: “La propuesta de matrimonio le cayó a Cenicienta como un balde de agua fría y vivieron felices por siempre”.
Texto: Luis Ernesto Nava
Es cierto, hay clubes de personas que nadan en agua helada y lo encuentran divertido, pero por eso son clubes: porque necesitan agremiarse con sus pares para no ser señalados. Los baños de agua fría con los que sometían a los internos de los hospitales psiquiátricos no eran precisamente un premio.
Afrontémoslo, las industrias que fabrican calentadores no prosperan por gracia divina. Y así, por el tipo de viajes que emprendo y asignaciones que llevo a cabo, sé que el agua fría es una condena fija, ya sea porque en la comunidad no hay agua caliente, porque dentro de las cuevas –la mayoría de las veces– mantenerse seco no es una opción o porque la embarcación asignada no contaba con esta comodidad. No importa. Si juntamos los días, como mínimo, me tocan tres semanas de agua fría cada año. Con eso puedo lidiar, es parte de un trabajo que me gusta mucho, pero cuando esto sucede por negligencia en un sitio donde debería haber agua caliente, las cosas se ponen mal.
Para mí era como pagar un extra para que en un restaurante te sirvieran la sopa caliente. Pero si en Versalles no había baños, también había algo de congruencia en esa Europa. El imperio que derrotó a los temibles tercios españoles se vino abajo en mi imaginario al secuestrar el agua caliente; qué manera de “rendir de barato”. De no creerse.
Por otro lado, cuando frente a la puerta de mi cuarto de hotel aparece la (o el) gerente veintiañero, con cara de “no maten al mensajero”, para anunciar que “se arruinó la caldera, entienda por favor”, en mi mente se generan procedimientos de tortura, mutilación y muerte que escandalizarían a un inquisidor.
Desde la sopa, pasando por el café, hasta llegar a la ducha, cuando se ofrecen comodidades se empieza por el agua caliente.
Cuando uno es invitado como representante de “el marco amarillo” asume situaciones que no deberían darse por sentado. Un compañero fotógrafo y yo fuimos invitados al primer safari fotográfico de una reserva en la costa chiapaneca; él para documentar el evento, yo para explorar posibles historias de naturaleza para la redacción.
Al llegar a Tapachula, el entusiasmo de los organizadores era contagioso, su primer evento tomaba forma y los convocados, todos fotógrafos reconocidos en su rubro menos yo, habían respondido puntuales al llamado. Se nos reunió en la sala de un bar y la bienvenida inició: discursos, agradecimientos, presentaciones, itinerarios, una lista de las instalaciones con que contaba la reserva, algunas recomendaciones encaminadas a no terminar como alimento para cocodrilos y un par de bromas en torno a cómo nos convertiríamos en buffet para los mosquitos.
Este último giro de humor me hizo tanta gracia como una amputación; sobre todo en una región donde enfermedades como el dengue, la chikungunya y el zika campean dueñas y señoras. “¡Ja! Eso está por verse”, pensé, porque yo iba preparado con medio litro (literal) de repelente.
Partimos. Después de unas tres horas a lomo de camioneta por terracería llegamos a las oficinas de la reserva, nuestra base de operaciones durante la siguiente semana. Con solo poner pie en tierra fuera de la van con aire acondicionado todos nos dimos cuenta de que la descripción que nos habían hecho de las instalaciones era, cuando menos, optimista.
El grupo más melindroso de fotógrafos levantó la ceja al unísono en una maniobra que habría sido la envidia de la guardia de Buckingham, los más habituados eligieron lugares para sus tiendas y nosotros, “los invitados especiales”, teníamos asignado un cuarto de dudosa solidez, ventanas sin mosquiteros y un comité de bienvenida de cinco o seis murciélagos que habitaban bajo mi cama.
Cone ellos convivimos sin mayores contratiempos porque levantaban el vuelo cuando nosotros íbamos a dormir y viceversa, solo algunas veces tuve que patear mi camastro para recordarles que era hora de ir a polinizar como Dios manda.
Cualquier hater que se precie de serlo puede objetar: ¿Quién necesita agua caliente en la costa, con temperaturas de 35ºC y humedad relativa de 90%? Sí y no. Permítanme explicar: el sudor es un mecanismo del cuerpo para enfriarlo mediante evaporación, es decir, se transpira y el líquido se evapora llevándose consigo parte del calor corporal.
El problema es que con esos niveles de humedad el aire es incapaz de absorber más, así que el sudor no se evapora y uno sigue transpirando de manera inútil, pero eso sí, a chorros. En estas condiciones, una ducha de agua fresca sí es una bendición. Pero las jornadas iban de 4 am a 11 pm.
Si uno se baña de noche nada garantiza amanecer limpio, y bañarse en la madrugada, cuando la temperatura alcanza sus mínimos, requiere siquiera atemperar el agua. Fue así como mis expectativas sobre algún tipo de confort rodaban cuesta abajo, junto con mis lágrimas y gruesas gotas de sudor.
Falsas asunciones. Cuando uno es “invitado especial”, como representante de “el marco amarillo”, asume situaciones que no deberían darse por sentado. en términos de logística, el safari estaba bien organizado; en cuestiones de turismo es probable que sí necesitaran escuchar el consejo de un profesional.
Pero los guías eran intachables en su desempeño, los horarios y las locaciones se visitaron en tiempo y forma, todo salió tal como se había planeado, algo notable para una empresa de estas características. Yo ya había aceptado que mi título nobiliario y mis expectativas habían crecido solo en mi cabeza, que lo mejor sería restar estos días de viaje a esas tres semanas de agua fría que me tocan al año y disfrutarlo al máximo.
Así lo hice, aun cuando los mosquitos hicieron su mejor esfuerzo para impedirlo. Es que no había manera. El efecto del repelente duraba cinco minutos; después había que bañarse en la sustancia otra vez. Recordé mis clases de literatura porque esto era lo más parecido al mito de Sigfrido o de Aquiles: lugar al que no llegara el repelente era por donde ibas a ser acribillado, hoja de tilo o talón, de todas maneras eras vulnerable.
Al quinto, mis convicciones ecologistas se desmoronaron: ¡Por vida de Dios, que los aniquilen! Pensamiento en voz alta, grave error, una fundambientalista me recordó todos los servicios ecológicos que prestan las especies. Para mi sorpresa, al tercer día el equipo “remilguitos” –temerarios fotógrafos de naturaleza– había dejado claro que esas no eran las condiciones que esperaban.
“Momento muchachos, esas son mis líneas y tenía la intención firme de reservármelas”, pensé. Pero no, ellos empezaron a enumerar todas las quejas que justificadamente podían haberse hecho a un hotel de cinco estrellas. Ni al caso. Cuatro noches después llegó el día de partida: mediodía, mucho sudor, tres horas de terracería, empanizados, tantas otras de espera en la estación de autobuses, pocas más en Tapachula, 12 horas de regreso a la ciudad y dos más en transporte público con el equipo a cuestas, en resumen, casi 24 horas de viaje.
La experiencia había sido maravillosa, aunque a estas alturas un costal de estiércol tenía mejor aspecto y olía mejor que yo. Pero todo eso estaba por acabar. Llegué a mi departamento y la puerta estaba abierta, era el día en que mi ayuda doméstica se encargaba del quehacer, me oyó llegar y salió a recibirme: “Buenos días Luisito, se nos acabó el gas”.
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