Un escritor reconocido reflexiona sobre cómo se ha transformado su ciudad en las últimas ocho décadas.
Hace mucho, cuando era un niño de ocho años, de pie sobre el techo de un edificio de interés social en Brooklyn, fue la primera vez que experimenté una sensación de arrobo.
Unas semanas antes, en 1943, nos habíamos cambiado a nuestro departamento sin calefacción en la última planta, dejando atrás un departamento húmedo a nivel de la calle y a un lado de una fábrica ruidosa. Nunca había subido al nuevo techo solo. Era muy peligroso, había dicho mi madre, un precipicio hecho por el hombre.
Al atardecer, mis amigos se habían ido a cenar, mi madre había ido de compras. Me aventuré, con un ánimo tentativo de ?ahora o nunca?, por el último trecho de las escaleras. Abrí el gancho de la puerta cubierta con cartón asfaltado y entré en un mundo de tablones, chimeneas, palomas que gorjeaban en un palomar y tendederos. En ese instante sentí cómo cambiaba mi vida.
Hacia el oeste, más allá del puerto, el sol bajaba hacia un paisaje que yo conocía solo como ?Jersey?. Las nubes se revolvían despacio. Los cargueros se movían con lentitud, trazando delgadas líneas blancas en el agua negra. En Manhattan, los altos edificios emergían entre la oscuridad, sin luces encendidas en ese tiempo de guerra. Abajo estaban los techos de medio centenar de casas. Todo era un despliegue deslumbrante de formas, colores y sombras misteriosas que se elevaban más allá de los límites de lo que llamábamos ?el vecindario?.
Intenté decir algo, pero no tenía palabras. Aún no sabía describir lo que sentía. Sin duda, la palabra era ?maravilla?.
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Ya no tengo ocho años, ni 18. Tengo 80. Y si esa sensación acerca de la maravilla que es Nueva York ahora parece más elusiva que nunca, no es a causa de la seducción fatua de la nostalgia. Nosotros los neoyorquinos sabemos que vivimos en una ciudad dinámica, que siempre cambia, evoluciona, se construye. A veces, para mejorar, a veces no.
Hace mucho, mi generación de neoyorquinos nativos aprendió a perder. En particular los que somos fanáticos de los Dodgers. Sí, hasta los más grandes bateadores en la historia del beisbol fallaban seis de cada 10 veces, de manera que el beisbol nos enseñaba mucho sobre la vida misma.
Por supuesto, también perdimos el estadio Ebbets Fields y el Polo Grounds, y al final, hasta el estadio original de los Yankees. Perdimos el viejo Madison Square Garden, en la Octava Avenida y la Calle 50.
Los vecindarios cambiaron, claro, y también perdimos algunos de ellos. La heroína llegó al mío a mediados de los cincuenta, para drenar la dicha de muchos padres de familia inmigrantes de clase obrera, quienes sollozaban cada noche por sus dañados niños estadounidenses. La epidemia del crack en los ochenta fue aún peor. La primera generación de neoyorquinos de clase obrera que obtuvo los beneficios de la Ley GI empezó a mudarse pronto de la ciudad. Se llevaban sus cargas privadas de nostalgia y arrepentimiento neoyorquinos a otras partes del país. Con los años, recibí cartas de algunos, permeadas con la sensación de una pérdida dolorosa. Entendía el sentimiento. A menudo lo sentía yo mismo.
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Como periodista, tenía mi base en nueva York. Pero también era un vagabundo en el extranjero. Amaba México por su gente, su música, su comida, su literatura. También viví en Barcelona, en Roma, en Puerto Rico, en Irlanda. Cubrí guerras en Vietnam, Irlanda del Norte, Nicaragua y Líbano. Adonde iba, era un caminante, un flâneur, como decían los franceses. Trataba de mirar, o solo ver.
Pero conforme avanzo en las ambigüedades de la vejez, donde las maravillas a menudo se mezclan con los arrepentimientos, mi corazón suele apesadumbrarse con lo que veo. Mi amada Nueva York se encuentra en mal estado. Sin duda hay muchas cosas que están mejor: escuelas, alimentación, relaciones interraciales, seguridad pública, incluso los modales. La ciudad es más próspera y más saludable que cuando yo era joven. Pero -¡eh!, en Nueva York siempre hay un pero? su rostro arquitectónico es más frío, más remoto, menos humano, parece que hace una mueca. En Manhattan, los nuevos edificios superdelgados y superaltos bloquean el cielo, arrojando sombras largas y arrogantes sobre calles antes acariciadas por el sol.
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