Para los que comen y duermen en sus lugares de trabajo, y buscan progresar.
Con el casco protector todavía en la cabeza y las herramientas de trabajo apoyadas en la pared, Mario Pérez Santos, un albañil de 43 años, hace rayas y círculos en un cuaderno de ejercicios donde está aprendiendo a leer y escribir.
El aula es una oficina rodante, de esas que usan los ingenieros en las obras de construcción. Está estacionada entre mallas y conos de seguridad anaranjados en la calle Masaryk, la avenida más lujosa de la Ciudad de México, en plena remodelación.
Después de excavar con pico y pala durante todo el día, Mario, oriundo de una comunidad indígena del estado de Chiapas, toma clases. De niño sólo fue unos meses a la escuela y apenas habla español.
El aula fue instalada por la asociación Construyendo y Creciendo, que en 2006 puso en marcha en la capital mexicana un proyecto para que los trabajadores de la construcción pudieran ser alfabetizados o concluyeran estudios de primaria, secundaria y preparatoria sin tener que trasladarse de su lugar de trabajo.
«Las construcciones son un mundo muy diferente al que se imaginan los que no están dentro de ellas. Son ciudades y dentro de las construcciones los trabajadores comen, viven, duermen porque muchos vienen de provincia», dice el impulsor del proyecto, el ingeniero civil José Shabot.
«Duermen en el polvo, comen en el polvo, ahí mismo llevan su vida, se bañan con la manguera de agua fría. Un porcentaje altísimo viene de fuera a ganar dinero y mandarlo a sus casas constantemente», afirmó.
Shabot estaba en la universidad cuando comenzó a trabajar de ayudante en una obra. «Cuando empezamos a censar a los trabajadores nos dimos cuenta de que más del 20 por ciento eran analfabetos, que más del 95 por ciento no había terminado la secundaria».
Ese fue el germen de un proyecto gracias al cual 600 personas ya han obtenido certificados escolares oficiales y otras 400 reciben educación en 20 salones dotados con computadoras en las construcciones, con apoyo de facilitadores académicos y brigadas de voluntarios.
Los obreros acuden a clase dos horas diarias, en general al final de la jornada laboral. Una hora la cede el constructor y la otra es tiempo aportado por el obrero.
Se busca que sean construcciones grandes que duren como mínimo seis meses porque el proceso de alfabetización lleva más o menos ese tiempo y quien ya sabe leer y escribir en cinco meses puede terminar la primaria.
«Algunos se quedaron por ejemplo en quinto grado de primaria y entonces graduarse ya no les representa mucho y viviendo han aprendido muchas de las cosas que se aprenden en primaria», dice Shabot.
Hay desarrolladores inmobiliarios que llevan a sus empleados de una obra a otra e instalan siempre salones de clases, con lo que se puede dar una continuidad. El Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, Miguel Ángel Mancera, se comprometió en mayo a que también toda obra pública tenga en adelante un aula.
En Masaryk, la «quinta avenida» de la Ciudad de México con boutiques de firmas exclusivas como Salvatore Ferragamo, Louis Vuitton, Chanel y Bulgari, hay unos 500 trabajadores empleados en el proyecto de modernización urbana.
El facilitador académico ahí es Eduardo García Jacinto, un psicólogo de 23 años que sale todos los días a recorrer la avenida para llevar más trabajadores a su aula, la primera que se instala en una obra pública.
Mario Pérez es uno de ellos. «Pues sí, contento, estudiando un poco», afirma en voz apenas perceptible y en un esforzado español, mientras resuelve con un lápiz los ejercicios. Dice que le cuesta un poco. Y se ríe. Con él es alfabetizado su primo Margarito, de 23, que trabaja en la misma obra.
En las aulas se dan también cursos de desarrollo humano, con temas como autoestima, finanzas personales, disciplina o violencia intrafamiliar.
«Venir les genera mucha confianza», explica el facilitador. «Trabajamos con poblaciones muy vulnerables, con gente que tiene que dejar a sus familias, que necesita alguien con quien hablar».
Una mujer de unos 50 años, madre de seis hijos, que trabajaba en labores de limpieza en una obra, recibió en mayo su certificado de alfabetización.
Cuando se lo dieron, contó Shabot, ella les dijo: «Yo aprendí a leer y escribir y fue como si hubiera estado ciega toda la vida hasta ahorita. Y ahora por primera vez veo al mundo con otros ojos».