En las tierras desérticas del Parque Nacional Big Bend, la leyenda fronteriza del oeste de Texas cobra vida en un paisaje lunar, de vaqueros de corazón endurecido.
Este texto sobre Big Bend National Park fue escrito originalmente inglés. Puedes leerlo completo en National Geographic.
Una osa negra y sus dos pequeños oseznos buscaban comida en un denso bosque de táscates, enebros tristes y madroños cuando me topé con ellos, a unos 20 metros a mi derecha. La madre se detuvo, pero no se levantó. Sin duda, me había oído llegar. Me miró. En ese momento, yo era inferior a ella en todos los sentidos.
Aquella mañana de octubre caminaba solo por el sendero South Rim, de 20 kilómetros, en el Parque Nacional Big Bend, en el oeste de Texas. Llegué a esta reserva justo después del amanecer escoltado por conejos y correcaminos a lo largo de la carretera. Durante las dos primeras horas de ascenso constante los únicos signos de vida habían sido las mariposas, un par de calandrias tuneras de color amarillo brillante y un mochilero que regresaba de una acampada en solitario.
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El luto de una madre vestida de negro
Después de tomar un descanso en el South Rim, con su vista dominante del sorprendente desierto verde del norte de México, vi a otros excursionistas que venían en dirección opuesta. Una de ellos me dijo que había encontrado a la madre y a sus cachorros. Aunque los letreros en todo el parque advierten a los turistas sobre su forma de vida silvestre más destacable, no hay más de 40 osos negros (no me había topado con uno en casi tres décadas de visitas frecuentes) y estos rara vez atacan a los humanos.
Sin embargo, en la ciudad de Marathon, Texas, escuché algo sobre esta osa en particular que me hizo reflexionar: días antes perdió al tercero de sus oseznos tras desviarse hacia una carretera, a unos kilómetros de ahí. Este fue atropellado por un vehículo.
Ahora ella estaba ahí y yo también. Desvié la mirada y reanudé el paseo casual mientras me preguntaba: ¿los osos buscan venganza? ¿Guardan luto? Entonces el sendero tomó un giro brusco y observé cómo la oscura y disminuida tribu se adentraba con lentitud en el bosque. La madre, decidí, no era diferente de la mía, que también perdió un hijo y respondía con un redoblado compromiso maternal hacia los dos que aún vivían.
Disfrutar de rodearse de la abundancia de vida silvestre en parques nacionales famosos como Yellowstone, Denali o los Everglades es una experiencia enriquecedora en sí, pero esas comuniones adquieren un significado diferente en el desierto. Te recuerda que se trata de algo precioso y que está donde menos esperas encontrarla, sobre todo en el desierto chihuahuense de Big Bend, con una extensión de 3 mil 243 kilómetros cuadrados; allí la vida es obstinada y malinterpretada con facilidad, aunque también imposible de olvidar.
Un parque nacional fronterizo
El 27o Parque Nacional de Estados Unidos tiene otra dimensión, que añade una capa de intriga territorial: Big Bend comparte una frontera de 190 kilómetros con México, más o menos 6 % de la franja que separa estos países. El Organ Pipe Cactus National Monument de Arizona también es un parque fronterizo, pero está separado del vecino del sur de Estados Unidos por una valla desde 2006, después de que un ciudadano mexicano disparara a un guardabosques, cuatro años antes.
En contraste, no se ha erigido ninguna barrera física similar a lo largo de la prolongada y escarpada frontera de Big Bend, con el resultado de que el parque, aunque no se mete con nadie, se ha visto envuelto con regularidad en debates sobre la soberanía y seguridad nacional de Estados Unidos.
‘El interminable forcejeo de la geopolítica’
Los fantasmas del tráfico de drogas, la inmigración ilegal, e incluso el terrorismo, han llevado decenas de agentes federales a la periferia de esta reserva natural, y esa es su paradoja: uno de los Parques Nacionales más recónditos de Estados Unidos, un paraíso para la evasión de la realidad, no puede escapar del interminable forcejeo de la geopolítica.
“¿Estuviste ayer en South Rim?”, preguntó Craig Carter, un ranchero risueño de 58 años. “Apuesto a que he estado allí 700 veces. Cada vez que voy, siento que lo veo por primera vez”.
Carter vive a las afueras de la reserva, en una granja de caballos con casi 5 mil hectáreas llamada Spring Creek Ranch. La vida de su familia ha estado ligada de manera inseparable al Big Bend: los bisabuelos de Carter vivían dentro del parque antes de que el estado adquiriera sus 280 mil hectáreas y las cediera al gobierno federal, en 1943.
Pasé la mañana rebotando en el todoterreno de Carter, cerca de codornices y venados de cola blanca, mientras me compartía sus secretos para cocinar mejor el pecarí (“el truco es quitar la glándula de almizcle que se encuentra cerca de la base de la columna vertebral”) y me hablaba del sitio en su rancho donde una vez descubrió una rara moneda de 1900, con una cabeza de indio en una de sus caras.
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Un paisaje lunar sin domesticar, con vaqueros de corazón endurecido
La mítica Texas, que vive en el imaginario colectivo del mundo (un paisaje lunar sin domesticar, plagado de cactus y vaqueros de corazón endurecido) se manifiesta en la región del Big Bend como en ningún otro sitio. También es justo decir que el desierto de Chihuahua genera un comportamiento poco ortodoxo. Los devotos del parque consideran que esto es un punto fuerte, más que un inconveniente.
Antes de la pandemia, 400 mil turistas viajaban a esta reserva natural cada año. Es uno de los Parques Nacionales menos visitados en Estados Unidos (Yellowstone recibe casi 10 veces más), en parte por su ubicación remota. El aeropuerto comercial más cercano, en Midland, Texas, está a cuatro horas de la entrada.
Un desierto de encantos desaliñados
Puede que la lejanía de Big Bend sea una de las principales razones por las que sus desaliñados encantos han sido infravalorados durante tanto tiempo. Tener el mayor número de especies de pájaros y cactus de todos los parques estadounidenses no parece conferir glamour.
La historia que revela (300 millones de años de mares poderosos, bosques, dinosaurios y terremotos) es impresionante pero oscura, contada en su mayoría por fósiles y estratigrafía. Y aunque sus imponentes formaciones geológicas tienen el escarpado aire prehistórico de las Dolomitas italianas, carecen, en cierto modo, de la simetría de postal de los Arcos de Utah o el Gran Cañón de Arizona.
Sin embargo, Big Bend tiene algo que los otros parques no: esa frontera líquida de 190 kilómetros con México conocida como Río Bravo y cuyas ondulaciones dan nombre al parque texano. Sus espumosas acrobacias en el Cañón de Santa Elena atraen a los kayakistas; sus puntos de aguas bajas, al suroeste del parque, a los contrabandistas, que transportan cualquier cosa que pueda ser de interés para el consumidor estadounidense.
En el desierto, la vida siempre está más cerca de lo que uno piensa
Una mañana, durante una visita reciente, salí de Marathon con mi amigo James Evans, fotógrafo que ha vivido en esa ciudad durante las últimas tres décadas. Nos desviamos de la carretera 385 hacia la Zona Administrativa de la Fauna Silvestre de Black Gap, en el flanco noreste del parque.
Aunque el año había sido seco, incluso para los estándares del desierto, una lluvia reciente despertó los brotes verdes de los espinosos ocotillos que vigilan la región. Salpicaduras de salvia púrpura y lágrimas de cupido rodeaban la primitiva carretera de un solo carril que se dirige hacia el río.
Encontramos un campamento a menos de 100 metros del Río Bravo, pero hubo que desalojar a una familia de pecarís. Tres vacas y un caballo blanco pastaban cerca, ajenos a nosotros. ¿De quién eran? Al descender al lado texano del cauce pude ver las delgadas huellas de una garza y las de las botas de una persona, aunque hacía varias horas que no habíamos visto a ningún otro ser humano. En el desierto, la vida siempre está más cerca de lo que uno piensa.
Recuerdos de hace 100 millones de años
La luna aún asomaba y la temperatura había bajado a un solo dígito cuando me desperté con la luz de la mañana. El caballo y el ganado habían desaparecido. Mientras Evans sacaba fotos del río subido en su todoterreno, yo estudiaba la tierra y la aleatoria distribución de conchas marinas del Cretácico tardío, hace 100 millones de años.
De vuelta a Marathon, nos desviamos hacia el antiguo puente internacional de La Linda, utilizado en su época para transportar fluorita de las minas mexicanas a Estados Unidos. La estructura lleva décadas cerrada, pero un gran campamento junto a ella aún está en funciones.
Huellas de oso junto al río
El gerente Butch Jolly dijo que había visto huellas de oso junto al río esa mañana, no lejos del pozo de pesca, de donde sacó un par de bagres amarillos de 18 kilos. Le pregunté qué utilizaba como cebo.
“Salchichas con ajo, remojadas en Kool-Aid de cereza durante cuatro horas”, respondió.
Los agentes de la patrulla fronteriza son una imagen común en Big Bend, pero hay un aspecto de tierra sin fronteras en esta parte del mundo. La omnipresencia de la cocina y los trabajadores del otro lado del río son solo los signos más evidentes de esta realidad. La pequeña población de osos negros del parque es, a su vez, migrante de México.
Por su parte, los escribanos llenos de color y los chipes del parque tienen su hogar invernal en el sur de la frontera. Una mañana me acerqué al exuberante jardín botánico del Hotel Gage y me sorprendió encontrarlo cubierto con cientos de mariposas monarca que habían hecho una pausa en su viaje estacional hacia el norte. Puede que esta sea la tierra de los grandes cielos, pero lo que en realidad llena el alma de satisfacción es el espectáculo cotidiano de la gracia en el desierto.
Hectáreas de ocotillo, yuca, sotol y arbustos de salvia
Una tarde, al sentirme necesitado de compañía, visité a unos amigos prehistóricos: los Mule Ears Peaks. El trayecto va por una carretera asfaltada, aunque sinuosa, llamada Ross Maxwell Scenic Drive, que sube y baja por la franja occidental de las montañas Chisos. Cuando llegué la temperatura se elevaba a más de 30° C.
El sendero serpenteaba entre hectáreas de ocotillo, yuca, sotol y arbustos de salvia. Sin embargo, mis ojos permanecían fijos en la vista que tenía delante. En específico, en los dos pilares oscuros más o menos triangulares que sobresalían de la llanura y que aparecían y desaparecían con cada giro que daba la senda.
Estas anomalías geológicas son los únicos supervivientes de una erupción volcánica que desintegró enormes capas de magma congelada hace unos 29 millones de años. De ese acto de violencia natural nacieron los Mule Ears, un monumento pagano que disfruta del eterno juego del cucú; una broma que nunca pasa de moda.
Los pueblos que rodean al Big Bend
Me despedí de la lujosa ropa de cama y la piscina del Hotel Gage y me dirigí al oeste de Marathon, a los otros pueblos que rodean el parque. Alpine, la sede del condado de Brewster, ha sido un centro para los comerciantes de ganado durante más de un siglo. En décadas pasadas venía a tomar tequila con el legendario ranger Joaquín Jackson, de 1.96 metros de altura; un buen amigo fallecido hace seis años, aunque no por la bebida.
Con 6 mil 035 habitantes, es el pueblo más grande del extremo norte de Big Bend, además de que tiene la mejor oferta de provisiones para acampar de la zona. Para mí eso significó abastecerme de quesos finos y excelentes vinos de Texas Hill Country y Baja California en Taste and See Bakery, así como el café tostado en Plaine.
En la cafetería también me reuní con Kayla Duff, una californiana de 24 años que acaba de abrir el Big Bend Beef, un establecimiento de cortes Brangus de vacas de libre pastoreo traídos directo del rancho. Duff me dio un buen trozo de bistec, para una próxima barbacoa de fajitas.
Una declaración propia de elegancia austera
Metí la carne en mi hielera y conduje media hora más hacia el oeste, hasta Marfa. Famosa por ser el sitio donde se rodó la película Gigante, un western de 1956 protagonizado por James Dean y Elizabeth Taylor, la ciudad pasó las siguientes cuatro décadas de postproducción en un estado de letargo. O eso parecía: el artista minimalista Donald Judd se instaló ahí en los años setenta y se dedicó a adquirir, con discreción, inmuebles en el centro del pueblo para erigir llamativas instalaciones artísticas en el desierto.
Un goteo de discípulos de Judd engendró una avalancha de artistas. La nueva versión de Marfa ha sido descrita como Brooklyn South o Austin West, caricaturas sarcásticas que no logran captar la revelación de un ecosistema autónomo dentro de la austeridad del desierto de Trans-Pecos.
Pasé un día deambulando de manera aleatoria entre estudios de arte y carteles que decían: “Adobe es político” y “Mantenga el distanciamiento social: conserve una vaca de distancia”. El Hotel Saint George, en el que pasé la noche, era una reconstrucción de una estructura de 1886 que llevaba el mismo nombre y que se ha convertido en toda una declaración propia de elegancia austera.
Un sitio para vivir al límite
Aunque un código de resiliencia desértica conecta a Marfa con Big Bend, un parentesco mucho más cercano es evidente en Terlingua, la antigua ciudad fantasma de las minas de plata que más tarde se hizo famosa por el músico Jerry Jeff Walker, un concurso anual de cocina con chile y, sobre todo, su elenco rotativo de ermitaños del desierto.
A dos horas al sur de Marfa, Terlingua ha sido durante mucho tiempo el sitio donde viven al límite de la existencia los náufragos urbanos que eligen habitar viejos autobuses escolares u otros refugios encontrados y que subsisten con agua de lluvia y lo que cosechan en huertos del desierto. Uno de estos seres apartados, a principios de los ochenta, fue David Kaczynski, que cobró notoriedad una década después, cuando informó a los agentes federales que su hermano Ted era probablemente el Unabomber.
“Ahora tenemos menos excéntricos devotos”
En la actualidad, Terlingua conserva una agradable apariencia de civilización. En la Taquería El Milagro (operada por su propietaria, la directora de casting Mimi Webb Miller, cuya vida anterior como novia del famoso traficante Pablo Acosta se recuerda en la serie de Netflix Narcos: México) me reuní con Paul Wiggins, filósofo y platero residente de la localidad desde hace más de 40 años, para cenar.
Wiggins, un nervudo y pícaro aficionado a libros oscuros de historia y a las armas de fuego, había traído consigo algo que yo pensaba regalarle a mi prometida: un cinturón de cuero tallado a mano y tachonado con monedas de plata. Le pagué y, luego invité los tacos y las cervezas.
El restaurante estaba repleto de clientes cuyas camisetas profesaban su lealtad a diversos equipos universitarios de futbol americano. Pregunté por los protagonistas de la zona: una mujer que iba a la ciudad en su mula; un hombre llamado Spider, que construía objetos de arte con hormigón, y el paleontólogo Ken Barnes. Todos se han ido o han muerto, confirmó Wiggins.
Con estoica mesura, comentó: “Ahora tenemos menos excéntricos devotos”.
No discutí. Sin embargo, Wiggins sabía mejor que yo que el único devoto excéntrico que realmente importaba era la inmensidad que se extendía a nuestro alrededor. El desierto seguía ahí, inexorable.
Este artículo es de la autoría de Robert Draper, redactor de National Geographic desde 2007. Está ilustrado con fotografías de Bryan Schutmaat, quien recorre las carreteras secundarias de Texas en busca de paisajes bellos.
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