Imtamsahna es un coloquialismo que los libaneses utilizan a menudo para explicar el Líbano en el que viven: significa que han desarrollado una piel tan gruesa como la de un cocodrilo.
Este texto sobre la crisis en Líbano se publicó originalmente en National Geographic. Puedes leerlo en inglés aquí:
La brisa de enero era tan punzante como mi pena. Un sol de invierno mortecino se reflejaba en las montañas cubiertas de nieve que acunan la ciudad natal de mi madre, en el norte de Líbano, mientras se abrían las puertas del cementerio y yo colocaba el retrato de ella junto a sus antepasados. Mi madre estaba en casa, al menos simbólicamente. Había fallecido inesperadamente en noviembre, la mañana de un jueves cualquiera en Australia, donde vivía desde hacía muchos años.
El final de mi madre estaba señalado desde el comienzo de su vida, en una patria que nunca abandonó del todo. Hay partes de este país que llevamos con nosotros, aunque, como yo, no hayamos nacido aquí. Las llevamos en nuestros nombres, nuestra comida, nuestras historias y nuestros lazos familiares que trascienden el tiempo, la distancia y las generaciones, atrayéndonos de vuelta.
Una plegaria para la brisa libanesa
Hay una canción de Fairouz, nuestra querida ícono nacional y una de las cantantes árabes más célebres de todos los tiempos, que formó parte de la banda sonora de mi infancia en Nueva Zelanda y Australia durante la guerra civil en Líbano, que asoló al país de 1975 a 1990. Comprendí el poder de las palabras que hacían llorar a mis padres antes de conocer su significado. En “Nassam Alayna al Hawa”, Fairouz le implora a la brisa que la lleve a casa antes de envejecer tanto en un lugar extranjero que su patria ya no pueda reconocerla.
Mi madre no había cambiado desde su último viaje a Líbano en el verano de 2019, pero la madre patria ahora estaba casi irreconocible. Era un lugar devastado. Desolado, deprimido, desesperado, su tan celebrado espíritu indomable herido por un colapso económico tan ruinoso que el Banco Mundial lo calificó como uno de los peores del mundo desde la década de 1850.
El Líbano de los almuerzos dominicales abundantes y tranquilos, y de los embotellamientos de verano, cuando la gente escapaba del calor de Beirut hacia las verdes y frescas montañas o el mar Mediterráneo, se había convertido en un Líbano de desnutrición infantil creciente e inseguridad alimentaria. El combustible, cuando se podía encontrar, era ahora prohibitivamente caro para muchos, lo que dificultaba ir al trabajo o la escuela, ni hablar de las salidas de fin de semana. Un modo de vida se había desvanecido, despojado de la vitalidad que un par de décadas atrás me hizo regresar como periodista a la tierra de mi cultura.
Un Líbano parte real, parte imaginario
Volví para vivir en un país que conocía en gran parte por los recuerdos color de rosa de mi madre y de mi padre, pero también por mis viajes de la infancia a un Líbano que se desgarraba. Mis padres son de partes distintas de Líbano y se fueron juntos justo antes de la guerra civil entre cristianos y musulmanes. El Líbano que llevaban con ellos era el de Fairouz: en parte real, en parte imaginado. Vivía en las serenatas de la diva sobre el nacionalismo libanés y el panarabismo, en las canciones sobre una vida de pueblo más apacible y sencilla, sobre el amor, la pérdida y el exilio, y el regreso de la diáspora.
Mis padres llevaban de vacaciones a su joven familia, durante meses, al Líbano asolado por la guerra tan a menudo como podían, así de descabellado era el anhelo de volver. Mis recuerdos de aquellas visitas son un revoltijo de sensaciones: la suavidad del abrazo envolvente de mi abuela materna. Dolores de estómago por las largas tardes en los huertos de mi abuelo con mis primos, en las que probábamos demasiados frutos de sus vides y de sus granados, cítricos e higueras. La ola de calor disipada por un coche bomba. El miedo asfixiante al acercarse a los puestos de control de las milicias. Las balas trazadoras que se arqueaban, rojas y elegantes, por el cielo nocturno (eran fuegos artificiales, me decían mis tíos).
Me di cuenta de que la casa de tres pisos de mis abuelos era la tercera encarnación. Las dos primeras habían sido bombardeadas y destruidas en la guerra, y por eso mi madre no tenía fotos de su infancia para enseñarme.
Mis padres regresaron a Líbano a mediados de los noventa, tras el fin de la guerra, pero no pudieron adaptarse al nuevo Estado de la posguerra. No era el Líbano de Fairouz (si alguna vez existió); su idealismo chocaba con la realidad de un país donde los señores de la guerra ocupaban escaños en el Parlamento y se autoconcedían inmunidad por sus crímenes de guerra.
Esos líderes, o sus hijos o herederos políticos designados, han sido los que mandan en todo desde el final de la guerra, desde los nombramientos ministeriales hasta los de altos cargos judiciales, en nombre de una democracia consensuada que distribuye el poder según la afiliación religiosa. Se suponía que esto fomentaría la coexistencia, pero ha empeorado la fragmentación de la sociedad al reforzar una identidad sectaria, en lugar de una nacional. Y así, tras unos años en Beirut, mis padres, no sectarios y apolíticos, volvieron a Australia.
Una libertad indómita y malsana
El Líbano en el que viví por primera vez estaba en auge, aunque dominado política y militarmente por Siria, su vecino mucho más grande, hasta 2005. Beirut estaba en un frenesí de reconstrucción, sus restaurantes abarrotados, su legendaria vida nocturna llena de extravagancias. Volvía a ser el patio de juegos del Medio Oriente, su válvula de presión intelectual y literaria.
(Sin embargo, para la población local, los límites eran claros: no criticar a los altos dirigentes políticos, religiosos o sectarios, ni a los jefes supremos sirios de Líbano, por mencionar algunos). El país tenía sus problemas, pero su gente irradiaba una alegría de vivir contagiosa y embriagadora, donde menos jamás se consideraba más y más nunca era suficiente.
Hubo estallidos de inestabilidad violenta: una serie de asesinatos, una guerra aplastante con el vecino Israel, tiroteos en las calles por una disputa política. Era impredecible, como vivir cerca de un volcán, pero había dinamismo en esa volatilidad. Era exasperante y vibrantemente caótico, un lugar donde normas como los semáforos se consideraban a menudo sugerencias y engatusar o sobornar a un funcionario era moneda corriente. En aquel caos florecía una libertad indómita y malsana.
A pesar de sus muchos defectos, no pude evitar enamorarme del país. Era difícil no hacerlo, pues su magnetismo radicaba en la vivacidad de personas que se aferraban con determinación a la esperanza en un lugar que les rompía el corazón una y otra vez.
Imtamsahna
Hoy día, muchos libaneses añoran lo que recuerdan como aquellos buenos tiempos, pero lo cierto es que para muchos no fueron realmente buenos. La memoria selectiva y la nostalgia son bálsamos tranquilizadores en un país donde el ayer suele ser mejor que el hoy y el mañana puede suscitar tanto temor como esperanza.
El hecho es que la podredumbre siempre estuvo justo debajo de la superficie brillante de una sociedad que en algunos sectores se jactaba de poder divertirse bajo las bombas. Las carreteras que se tomaban para escapar del calor del verano a menudo se desmoronaban, tramos del Mediterráneo estaban contaminados y demasiados libaneses vivían al día. Los cleptócratas que llevaron al Estado a la bancarrota no han proporcionado a los ciudadanos 24 horas de electricidad durante décadas, lo que nos obliga a depender de generadores barriales muy caros, si podemos permitírnoslos, o a quedarnos sin electricidad, si no podemos.
La mayoría de los libaneses tiene que comprar agua a empresas privadas, porque en esta tierra de manantiales y ríos naturales abundantes la mala administración ha dejado secos sus grifos. Desde hace mucho tiempo, la vida en Líbano significa pagar dos facturas por el mismo servicio básico, una característica normalizada por un pueblo que quizá sea demasiado bueno para adaptarse a las penurias.
Imtamsahna es un coloquialismo que los libaneses utilizan a menudo para explicar cómo sobreviven: significa que han desarrollado una piel tan gruesa como la de un cocodrilo.
Líbano es un país de potencial frustrado y riquezas desaprovechadas
Líbano es una tierra ancestral enclavada entre Israel, Siria y el Mediterráneo, un mosaico de 18 sectas reconocidas oficialmente y separadas por sus múltiples ismos: sectarismo, clasismo, faccionalismo, nepotismo y racismo. Se dice que su población supera los seis millones de habitantes, aunque nadie lo sabe con certeza; no se ha realizado ningún censo desde 1932, para eludir la espinosa cuestión de la demografía sectaria. Líbano también alberga a más de dos millones de refugiados sirios y palestinos, uno de los países con mayor número de refugiados per cápita del mundo.
Para mí, más que nada, Líbano es un país de potencial frustrado y riquezas desaprovechadas, que incluyen una población trilingüe educada, ruinas arqueológicas majestuosas, llanuras fértiles que el ejército romano utilizaba como granero, una cocina exquisita que rivaliza con cualquier otra y una belleza natural enmarcada por el Mediterráneo que, como un compañero leal, se extiende a lo largo del país junto a montañas espectacularmente verdes.
Hay una pesadez, un agotamiento, una humillación en lo que pasa por vida cotidiana en Líbano en estos días. En los últimos años, los libaneses han sufrido dos catástrofes tan profundas que han dividido el país en un antes y un después.
Irónicamente, el tiempo que precedió a la primera catástrofe, el colapso económico, había sido un momento de gran esperanza para un cambio genuino. En octubre de 2019, decenas de miles de personas de todo el país salieron a las calles para protestar contra la incompetencia y corrupción de una clase política que gobierna según su propio interés.
8 de cada 10 libaneses viven en pobreza
El pueblo calificó su movimiento de revolución. El gobierno renunció. Los bancos cerraron y, cuando volvieron a abrir, bloquearon las cuentas de los depositantes y restringieron drásticamente los retiros de fondos, salvo para la élite políticamente conectada. La moneda, la libra libanesa, cayó en picada. (Ha perdido más de 90 % de su valor y sigue cayendo). Como la mayoría de la gente con dinero en un banco libanés, perdí los ahorros de toda mi vida. Los salarios han perdido valor.
Más de 80 % de la población está sumida en una pobreza cruel y repentina. En un país que importa la mayor parte de lo que consume se ha producido una escasez paralizante de todo tipo de productos, desde harina hasta medicamentos. La revolución sin líderes se desvaneció después de que el Estado respondiera con la fuerza, mientras que la precariedad financiera –agravada por una hiperinflación de tres dígitos– dejó a la gente preocupada por garantizar lo básico.
Las calles de una capital que nunca dormía ahora están a oscuras por la falta de electricidad estatal, que puede llegar más o menos durante una hora al día. Los generadores privados no son suficientes. En mi barrio de Beirut, los generadores funcionan intermitentemente durante 13 horas al día. La gente se alista antes de que se corte la luz por una hora a las 8:00 de la mañana y se apresura a llegar a casa antes de medianoche, para no tener que pasar por callejones oscuros.
Algunos supermercados ya no ponen precio a los productos en los estantes porque no pueden seguir el ritmo de las fluctuaciones monetarias y la hiperinflación. El desempleo se dispara, aumenta la delincuencia y cientos de miles de personas huyen o lo intentan.
Con palos y escobas
Por si fuera poco, se produjo un estallido en el puerto de Beirut el 4 de agosto de 2020, una de las mayores explosiones no nucleares de la historia. Mató al menos a 218 personas, hirió a miles y dañó más de 85 mil propiedades en la capital y sus alrededores, incluido mi departamento.
Sucedió porque miles de toneladas de nitrato de amonio se almacenaron imprudentemente durante años en un almacén portuario a poca distancia de barrios residenciales. Unas cuantas autoridades políticas, judiciales, militares y de seguridad conocían la existencia del peligroso material, pero no hicieron nada por retirarlo.
No había ninguna operación estatal de recuperación ni una respuesta de emergencia organizada, por lo que ciudadanos de todo el país acudieron en masa a Beirut, equipados con palas y escobas. Voluntarios y ONG locales montaron puestos que ofrecían comida y agua gratis. Un vecino de mi calle distribuyó botellas de agua desde la cajuela de su coche. Una pareja fue de casa en casa para donar detergente, disculpándose por no poder ofrecer más que eso.
«Si pudiera irme, me iría»
Conocí a una madre, Juliana Abou Nader, que empujaba una carriola entre los escombros de lo que alguna vez fueron tiendas. Me invitó al departamento de sus padres. Hacía un año que se había mudado con ellos, con sus cuatro hijos y su marido, después de perder su trabajo como contadora. En el pequeño departamento vivían también sus dos hermanas adultas. En la actualidad, el sueldo mensual de su marido (electricista en la empresa pública) no alcanza para pagar una cena en un restaurante común.
“Crisis tras crisis, ¿cuándo acabará?”, me preguntó Abou Nader. “Es tan duro ver la panadería donde compras el pan, el anciano que solía sentarse frente a su tienda, el supermercado al que van mis hijos, nuestro farmacéutico, que es nuestro amigo, sus casas destruidas”.
La casa de sus padres también había sufrido daños. Le preocupaba la marca psicológica de la explosión en sus hijos; cómo iba a criarlos en un Estado que no protegía a su gente y a qué tipo de futuro podían aspirar cuando los profesionales preparados no podían encontrar trabajo ni cobrar un salario digno.
“Amamos nuestro país. Lo que más me cuesta pensar es en irme del país, pero ahora me lo estoy planteando», dijo Abou Nader. «Si pudiera irme, me iría”.
¿Es ésa la manera de vivir?
“Cada vez que cierro los ojos, recuerdo ese momento”, me dijo Giovanna Helou, la hermana menor de Abou Nader. “¿Qué momento?”, le pregunté. “El sonido. Ser arrojado al otro lado de la habitación. El polvo. No podíamos vernos. En segundos, todo cambió”. Ella continuó: “Protesté cuando la revolución. Nos humillaron. Nos golpearon. El día de la explosión, antes de que ocurriera, mi padre y yo estábamos en la compañía eléctrica intentando ver por qué llevábamos dos semanas sin electricidad. ¿Es esa la manera de vivir?”.
El departamento de la familia estaba a poca distancia del mío. Mi casa, como todas las de mi alrededor, sufrió daños considerables. Mi hermana, que estaba conmigo, bajó a la calle principal para ver si alguien podía ayudarnos a retirar los escombros más pesados y todos los cristales rotos. Pidió voluntarios. Veintitrés jóvenes la siguieron hasta mi casa.
He sido testigo muchas veces de ese espíritu comunitario y de la determinación individual de no quebrarse ni sucumbir ante las dificultades. Hice un reportaje en el sur de Líbano en 2006, bajo un feroz bombardeo israelí. El paisaje estaba dominado por los escombros grises de casas e infraestructura destruidas.
Poca gente se atrevía a cruzar las carreteras destrozadas por los ataques aéreos, donde todo lo que se movía era un objetivo potencial. Un día, de la nada, pasó por delante de mí un Mercedes convertible blanco último modelo, adornado con cintas blancas y un cartel que decía “Recién casados”, un gesto típicamente testarudo, un recordatorio de que la vida sigue. La alternativa, sencillamente, no es libanesa.
Los pueblos y las aldeas deben de valerse por sí mismos
Líbano ofrece tan pocas comodidades básicas a sus ciudadanos que podría servir de escenario para la serie de televisión Survivor. Está tan destrozado que, al igual que los numerosos barrios de Beirut, los pueblos y las aldeas deben valerse por sí mismos, lo que los convierte en algo así como pequeñas repúblicas.
Las tribulaciones de Beirut son ampliamente conocidas, pero quería ver cómo le iba a una de las partes más olvidadas del país, así que fui a Akkar, una provincia rural empobrecida del norte de Líbano. Allí conocí a personas como Abdel Rahman Zakaria, que han tomado la iniciativa para ayudar a administrar sus pueblos.
Durante un mes, antes de que Zakaria fuera detenido por su participación en el asalto a un banco, él y sus amigos se dedicaron a recoger basura en su ciudad natal, Tikrit, tras la dimisión del consejo municipal, responsable de tales servicios. Fue Zakaria quien negoció la tarifa para deshacerse de la basura. (Los operarios del vertedero le hicieron un descuento cuando se dieron cuenta de que era un esfuerzo ciudadano). Y fue Zakaria quien recorrió su ciudad, de unos 11 mil habitantes, recogiendo donativos para cubrir la cuota mensual de 700 dólares.
Un Robin Hood moderno
Este hombre de 30 años no es un ladrón de bancos, es más bien un Robin Hood moderno. El 14 de septiembre de 2022, Zakaria, que está desempleado, y un amigo de Tikrit pidieron prestado dinero para comprar gasolina y conducir hasta Beirut. Allí acompañaron a otra amiga, Sali Hafiz, mientras asaltaba su propio banco y, con una pistola de juguete de su sobrino en la mano, exigió y recibió unos 13 mil dólares de su propio dinero.
Hafiz lo necesitaba para pagar el tratamiento contra el cáncer de su hermana menor. Ella se libró de la captura (aunque más tarde se entregó), pero Zakaria y su amigo fueron detenidos. Nueve días después, los hombres estaban en casa. “Lo volvería a hacer”, me dijo Zakaria al día siguiente de su liberación y afirmó que siempre está dispuesto a ayudar a cualquiera. “Acudiría a ellos inmediatamente, fueran quienes fueran”.
Esto es en lo que se ha convertido Líbano: un lugar donde más de una docena de personas han asaltado bancos para retirar sus propios ahorros y los ciudadanos deben organizar los servicios públicos básicos. A menudo he oído a libaneses, especialmente los de la diáspora, criticar lo que consideran la apatía de aquellos en la madre patria. ¿Por qué no protestan? ¿Cómo pueden aguantar semejantes indignidades? Zakaria intentó protestar. Se convirtió en un activista destacado. Los perdigones metálicos siguen en su cuerpo. “Nadie me escuchó. Nada cambió”, dice. Además, ahora está muy ocupado ayudando a la gente.
“Estoy cansado, es agotador y no hay financiación”
Sus hazañas, que documenta en las redes sociales, son célebres. Hubo una ocasión en la que, durante una escasez de combustible, él y sus amigos impidieron que los camiones cisterna introdujeran combustible de contrabando en Siria y los desviaron a su ciudad natal, donde lo distribuyó gratuitamente. O cuando irrumpió en una central eléctrica para preguntar por qué Joumeh no recibía electricidad estatal. Tras comprobar que la línea que llegaba a Joumeh estaba apagada, me dijo: “Yo mismo accioné el interruptor para iluminar nuestra zona”.
También hubo muchas ocasiones en las que reunió a amigos y corrió hasta un hospital tras enterarse de que se negaban a admitir a un paciente sin entregar antes un depósito considerable. “De repente, los hospitales dicen que han renunciado a sus cuotas, que la persona será tratada totalmente gratis», expuso Zakaria, «porque temen que ponga en evidencia el asunto y se vuelva un gran problema en las redes sociales”.
Pero hay un límite para lo que un hombre y sus amigos pueden hacer. La basura en Tikrit se acumulaba de nuevo. “Estoy cansado, es agotador y no hay financiación”, confesó Zakaria. No quería pedir más donaciones a los habitantes de la ciudad, que ya estaban pasando apuros. Había apelado al gobernador de Akkar, quien lo ignoró y le dijo que “se rascara con sus propias uñas”, según Zakaria. Pero él insistió en que no cedería ante la desesperación. “No estoy casado y no tengo trabajo. ¿Qué tengo que perder?» reflexionó. «Mi mujer es el pueblo, mis hijos son el pueblo, todo lo que tengo es el pueblo, y lo sacrificaré todo por él”.
«Queremos ayudar a todos sin herir su orgullo”
En la ciudad adyacente de Beit Mellat y más arriba, en Memnaa, las condiciones son mejores solo porque, a diferencia de Tikrit, ambas cuentan con una diáspora considerable a la que han acudido en busca de ayuda. Es tradicional que los libaneses que emigran ayuden a la familia que se queda y, desde 2019, los libaneses fuera del país han organizado una serie de iniciativas para ayudar a pagar tratamientos médicos, alimentos y otro tipo de asistencia a familiares, amigos y extraños, a veces mediante la colaboración colectiva en las redes sociales.
En Memnaa visité en su casa a Hanna Ibrahim, de 66 años, la mujtar del pueblo (un cargo más o menos equivalente al de alcalde). Tres de sus cuatro hijos viven en el extranjero, incluyendo el mayor, Charbel. Este empresario de 43 años nació en un refugio antiaéreo en Beirut y abandonó Líbano en 2001 rumbo a Sídney para reunirse con la familia que se había establecido allí antes.
En 2019, Charbel puso en marcha Steps of Hope, una ONG australiana que opera en todo Líbano con asociaciones, financiamiento de comedores sociales, distribución de alimentos, medicamentos y pequeños equipos solares para ayudar a los estudiantes a hacer las tareas escolares al anochecer. Su primer gran proyecto fue la reparación de 580 viviendas tras la explosión en Beirut gracias a cerca de un millón de dólares que la organización benéfica recaudó rápidamente. Charbel y una veintena de los cerca de 400 libaneses australianos que proceden de Memnaa también donan a su pueblo unos 100 mil dólares al año.
“Si no fuera por nuestros hijos en el extranjero», me dijo Joseph Youssef, jefe del consejo municipal de Memnaa, «nuestro pueblo habría sufrido mucho y habría sido humillado”. Los australianos ayudaron a comprar un generador de diésel para mantener las luces encendidas y pagan el combustible. Consiguieron dinero para una bomba que garantiza que las casas tengan agua y proporcionan estipendios mensuales a las 24 familias que no tienen parientes en el extranjero. La ayuda es administrada por el ayuntamiento, porque, como dice Charbel, “no queremos atentar contra la dignidad de la gente llamando directamente a las puertas para decirles: ‘Esto son cien dólares de Australia’. Queremos ayudar a todos sin herir su orgullo”.
Sus antepasados están enterrados aquí
Beit Mellat se apoya en una diáspora aún más antigua: los mexicanos de ascendencia libanesa, cuyos antepasados partieron por primera vez en el siglo xix. Aquellos primeros migrantes ayudaron a una oleada posterior de familiares que huyeron durante la guerra civil libanesa. “Tenemos a 7 mil personas en la diáspora, y la mayoría está en México”, me dijo Chahine Chahine, responsable del consejo municipal. Hay tantos en México procedentes de Beit Mellat que un pueblo cerca de Ciudad de México se llama igual.
En 2021, la diáspora ayudó a recaudar más de 150 000 dólares para instalar paneles solares en las casas de cada una de las 96 familias que viven todo el año en el Beit Mellat de Líbano. Chahine dijo que recibió donaciones de algunas personas que ni siquiera tenían familia en el país. “Nunca han estado aquí, no hablan árabe, no conocen Beit Mellat», me dijo. «Pero saben que sus antepasados están enterrados aquí y quieren ayudar al pueblo”.
Una atracción secreta
En un día cálido tomé un café con Toufic Geaitani en el balcón de su villa palaciega de Beit Mellat. Este comerciante de telas de 79 años salió de Líbano en 1968 y es uno de los muchos mexicanos libaneses que ayudan al pueblo. Pasa varios meses al año en Líbano. Su vista da a un hermoso huerto en terrazas con árboles frutales y olivos. Un solo pino se eleva por encima del resto de la vegetación. “Lo plantó mi difunta abuela en 1880 o 1890”, me contó Geaitani. Le hice una pregunta que me cuesta trabajo responderme a mí misma: ¿por qué seguía vinculado a Líbano? ¿Qué lo impulsaba a volver?
“Esta atracción secreta», me dijo. «¡Hace falta un psicólogo, o no sé qué, para explicarlo!”. Hizo una larga pausa. “Nuestra sangre nos atrae de vuelta aquí –agregó–. A pesar de todas las cosas que están mal, todas las cosas que no funcionan, no puedo evitarlo. No puedo evitar volver”.
Un país que exporta a sus descendientes
Es difícil amar a un país convulso que sobresale por exportar a sus hijos. Líbano ha sido durante mucho tiempo un lugar del que la gente se marcha: para huir de la guerra, la inestabilidad política, la pobreza y el hambre; para buscar conocimiento y aprendizaje; para reunirse con la familia en la diáspora, o simplemente para forjarse una vida mejor. Miembros de mi familia se marcharon por primera vez a finales del siglo XIX.
Muchos libaneses tienen ahora la misma pregunta: ¿deben quedarse o deben irse? Desde 2019, las solicitudes de pasaportes se han multiplicado por diez, lo que crea un retraso que significa esperar más de un año para una cita inicial, solo para presentar el papeleo. Los que no pueden esperar, o no pueden pagar los pasaportes, recurren a un mar que desde la antigüedad ha albergado la promesa de nuevas tierras y vidas. Decenas de personas han muerto en las traicioneras travesías hacia Europa.
Muchos padres que conozco se han marchado con sus familias. A uno de mis amigos que se queda le gusta repetir una frase común: “El país no es un hotel en el que se registra la salida”. Tal vez. Pero, a diferencia del Estado libanés, los hoteles ofrecen servicios básicos. La mayoría de los días vacilo entre un amor exasperado y una rabia a punto de estallar. Lamento el dolor que ha causado la crisis económica y la irresponsabilidad de una clase política egoísta que no ayuda a su pueblo.
Soy hija de la diáspora y parte de la patria
Soy hija de la diáspora y parte de la patria. Como lo hizo mi madre a lo largo de su vida, navego entre dos mundos. Como muchos libaneses, salgo del país por largos periodos, pero nunca puedo abandonarlo.
Cuando entré en mi departamento, devastado por la explosión en agosto de 2020, me acompañaba el recuerdo de mi difunta abuela. La recordé contándome cómo ni siquiera pudo recuperar un tenedor de entre los escombros de su casa, y me consideré afortunada. En un cajón de la cocina todavía tenía cubiertos.
Arreglé mi departamento, con la promesa de que no lo haría solo para abandonarlo. Eso sería una traición, rendirse. Cuando un lugar es tu hogar, cuesta mucho romper los lazos de la costumbre y el afecto, aunque sé que soy privilegiada. A diferencia de muchos, gracias a mi pasaporte australiano y los dólares que llevo en el bolsillo, tengo una salida garantizada y la posibilidad de elegirla.
Con la explosión, todos los cristales de mi departamento se hicieron añicos, excepto una antigua ventana trífora que personalicé y transformé en una instalación para montarla en la pared. En caligrafía árabe cursiva, la obra expresa un deseo, el que mis padres mantuvieron ante mí: la letra de Fairouz se desplaza en negritas por las tres ventanas arqueadas, para transmitir la esperanza de que, si me encuentro en otro lugar, la brisa me llevará a casa.
Este artículo es de la autoría de Rania Abouzeid, una periodista que vive en Beirut y ha escrito dos libros sobre la guerra en Siria. Se ilustró con fotografías de Rena Effendi, quien con sede en Estambul, ha pasado cuatro años haciendo una crónica de los acontecimientos en el Líbano.
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