Maria Antonieta fue hija del emperador Francisco I y de María Teresa de Austria, se casó con el rey de Francia Luis XVI en 1770 y tras convertirse en reina se ganó la impopularidad del pueblo francés.
En junio de 1791 la monarquía fue abolida y los reyes fueron juzgados y condenados por traición.
Aficionada al teatro y a los grandes bailes, a los juegos de naipes y a la moda, María Antonieta fue odiada por un pueblo acosado por el hambre.
El 14 de octubre de 1793, la reina destronada María Antonieta, abandonó su celda y compareció, pálida y fatigada, ante el Tribunal Revolucionario, en La Conciergerie, en París, cabe resaltar que este lugar, en el pasado, era considerado la antesala de la muerte.
La archiduquesa de Austria fue acusada de conspirar contra Francia y de promover intrigas de toda especie, de satisfacer sus caprichos desmesurados arruinando las finanzas del país e incluso de haber mantenido una relación incestuosa con su hijo Luis Carlos, delfín de Francia.
El 16 de octubre de 1793 fue la fecha elegida para su ejecución pública en la Plaza de la Revolución, la actual Plaza de la Concordia.
A las once de la mañana, de aquel día, entró a su celda Charles-Henri Sanson, su verdugo, para llevarla a su destino final. La reina fue transportada en una carreta de heno tirada por un caballo, con las manos atadas a la espalda.
En el trayecto al cadalso una muchedumbre enfurecida le gritó e insultó sin piedad.
(Se denomina cadalso a la estructura que se construye para el desarrollo de un evento solemne. El término suele utilizarse con referencia a la plataforma que se emplea para ejecutar a una persona condenada a la pena de muerte).
Maria Antonieta estaba condenada a morir en la guillotina, a los 37 años de edad, y casi nueve meses después de la ejecución de su marido, el rey Luis XVI.
Al momento en que llegó a la Plaza de la Revolución, la mayoría de las personas estallaron en aplausos y gritos. La reina, sin abandonar su característico porte, subió sola hacia el cadalso.
Ya en la plataforma, le dirigió sus últimas palabras al verdugo: «Os pido que me excuséis, señor. No lo he hecho a propósito».
Después de la ejecución, el verdugo mostró la cabeza a la impaciente muchedumbre, que abarrotaba la plaza de la Revolución, y gritó con furia: «Viva la República».
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