Este artículo sobre la erupción del próximo volcán en Italia se publicó originalmente en National Geographic. Puedes leer la versión en inglés aquí:
These violent undersea volcanoes harbor a secret: life
La noche es hermosa, al igual que el mar, mientras nuestro barco se dirige hacia el sur recorriendo la costa italiana. Estoy al timón del Victoria IV y podría seguir mi rumbo tranquilamente observando los sofisticados instrumentos del puente de mando. Sin embargo, ¿cómo no confiar en la ancestral guía de navegación conocida como el Faro del Mediterráneo?
La pequeña luz que resplandece en el lejano horizonte no es obra de los humanos, sino de las explosiones de lava de Estrómboli, una isla volcánica del archipiélago de las Eolias, al norte de Sicilia. Aunque este resplandor parpadeante es apenas perceptible a la distancia, ha perdurado por miles de años y nos dirigimos directamente hacia él.
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La cadena de las islas Eolias incluye siete islas principales y está situada en el corazón del sistema volcánico más activo del Mediterráneo. La mayor parte de esta actividad se concentra en lo más profundo del relieve oceánico. Estoy aquí con Francesco Italiano (uno de los vulcanólogos más eminentes de Italia) y Roberto Rinaldi (un célebre cineasta italiano) para documentar, en parte, los silbidos y chisporroteos de los respiraderos hidrotermales que se forman en las laderas de los volcanes y expulsan hileras de burbujas con gases calientes ricos en minerales.
La actividad volcánica en esta región representa una amenaza para millones de habitantes que viven a lo largo de la costa meridional de Italia, por lo que Italiano y sus colegas quieren encontrar una manera de anticiparse lo mejor posible a las erupciones.
Como biólogo, quiero ver qué tipo de especies marinas se adaptan y sobreviven en lugares tan hostiles para la vida. Nos llevó dos años organizar una expedición de investigación y esperamos revelar algunos secretos durante nuestro viaje. La belleza del mundo es importante, pero es menos fascinante que sus misterios.
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Anclamos primero en Panarea, la isla más pequeña de las Eolias, y nos sumergimos en aguas poco profundas y ácidas. Cuenta la leyenda que los antiguos romanos atracaban aquí para retirar los percebes de los cascos de sus barcos. Panarea se considera inactiva, pero rebosa de actividad.
Los remolinos naturales emanan un olor sulfuroso. Nubes de burbujas de dióxido de carbono y sulfuro de hidrógeno suben a la superficie con una regularidad que nos hace sentir como si nadáramos en medio de una lluvia invertida.
Dondequiera que dirija la mirada veo el efecto de esta acidez en la vida marina, ya que en el paisaje submarino no hay corales ni organismos de caparazón duro. Un gusano marino descuidado se acerca demasiado a las burbujas. Su tubo calcáreo empieza a disolverse. En otros lugares, las praderas marinas de posidonias, también conocidas como hierba de Neptuno, muestran hojas blanqueadas y quemadas.
Solo las bacterias anaerobias, que no necesitan oxígeno para sobrevivir, parecen prosperar. En las paredes rocosas forman una gruesa capa de fibra que ondula con delicadeza ante las caricias ácidas del agua. Nosotros también sentimos el ácido quemándonos la cara; cuando salimos a la superficie después de unas horas en un entorno acre, tenemos los labios y las mejillas agrietadas, además, los grifos cromados de nuestras escafandras están oxidados.
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Lejos de Panarea, los científicos trabajan en una estación de vigilancia que rastrea el sonido de las burbujas para detectar indicios de aumento o disminución en la actividad volcánica. Italiano relaciona el aumento del ruido de las burbujas con una gran erupción en Estrómboli. Pero, para comprobar sus hallazgos, necesita más evidencia y quiere nuestra ayuda para explorar un lugar único que descubrió hace una década durante una expedición en la que cartografiaba el relieve oceánico.
El sonar identificó un estrecho valle situado sobre un eje extrañamente recto entre Panarea y Estrómboli, a 20 kilómetros de ahí. El lugar tiene 90 metros de largo y 15 de ancho. A lo largo de él se extiende, hasta donde alcanza la vista, un conjunto de chimeneas delgadas y altas de óxidos de hierro cristalizados que se formaron en el transcurso de miles de años. Italiano lo llamó el Valle de los 200 Volcanes.
Descendemos 75 metros. El paisaje tiene un aspecto rojizo, anaranjado y amarillo como el de Marte, aunque, a diferencia del planeta rojo, este imponente lugar está vivo, como sofocado por el exceso de actividad. Exhala, gruñe, escupe. El gas y el agua caliente se escapan por la parte superior de las angostas chimeneas; mientras una de ellas empieza a crecer, otra parece extinguirse y una tercera ya se derrumba. Aquí hay una gran sensación de inestabilidad, pero la vida submarina es así: frágil y obstinada a la vez.
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Observo cómo un pequeño gusano plano se desliza sigiloso por las hojas de las algas pioneras que cubren las laderas rojas de una chimenea con un bosque en miniatura, verde de esperanza. El gusano plano, más pequeño que la uña de mi dedo, es muy intrépido: se aventura hasta la cima de las chimeneas hidrotermales. Es difícil entender qué interés puede tener en caminar sobre óxido de hierro en aguas ácidas cargadas de dióxido de carbono.
En medio de este mismo entorno inhóspito aparece un artrópodo marino, mejor conocido como araña de mar. Sus largas patas convergen hacia un cuerpo tan diminuto que casi no existe. El único lugar donde he visto una de este tamaño es la Antártida.
Para reunir las muestras de Italiano, introducimos un termómetro en los pequeños orificios de ventilación en lo alto de las chimeneas, tomamos un vial de agua caliente y otro de gas. Solo tenemos tiempo para tomar 20 muestras antes de regresar a la superficie. Llevamos una hora en el fondo y debemos pasar tres más en el ascenso para que podamos descomprimirnos junto con nuestras muestras.
Por último, a bordo del Victoria IV nos dirigimos a Estrómboli, cuya cumbre humeante puede verse a lo lejos. Los continuos temblores han hecho que el pico desprenda tierra, rocas y arena, destruyendo todo a su paso. Un flanco de Estrómboli es verde con olivos e higueras; el otro es un corredor ennegrecido por el que fluye lava junto con los escombros rocosos que se deslizan hacia el mar. El relieve oceánico se remodela sin cesar tras las catástrofes sucesivas, así que tengo curiosidad de ver cómo se recuperó el ecosistema en las profundidades después del último gran deslizamiento de tierra en 2002.
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A medida que descendemos, los campos de Cystoseira, arbustos de algas amarillentas rebosantes de vida animal marina oculta, desaparecen abruptamente entre la arena negra y las piedras dentadas. Se podría pensar que estamos en un planeta estéril si no apareciera un pez rape entre el polvo negro de sílice que levantan nuestras aletas. Si nos fijamos bien, vemos una serie de especies pioneras que han empezado a recuperar la zona.
Cerca, un campo de gorgonias blancas sobrevivió a un accidente reciente: está semienterrado en la arena negra producto de un deslizamiento reciente, pero sigue vivo. Luego pasa un tiburón mielga joven de aproximadamente 20 centímetros de largo. Esta cría de tiburón, cuyo destino es incierto, es un símbolo perfecto de un ecosistema que ha renacido.
Los deslizamientos de tierra sucesivos también han salvado milagrosamente un magnífico pináculo de roca volcánica, una aguja erguida de 40 metros de altura. Rinaldi la encontró hace 30 años y, cuando la localizamos en el reordenado relieve oceánico, descubrimos que alberga una floreciente vida submarina precisamente porque se ha preservado. Es habitual hablar de la fragilidad de la naturaleza, pero esta se aferra, resiste y espera su momento.
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Después de tres semanas al pie de los volcanes, hicimos las últimas exploraciones en la bahía de Nápoles, a casi 1.5 kilómetros de la costa de la tercera ciudad más grande de Italia, donde Rinaldi quería explorar un agujero en el fondo del mar. Los investigadores no saben nada al respecto, pero el agujero es fuente de leyendas entre los pescadores locales. Se dice que existe una misteriosa “boca” en el fondo de la bahía, que se traga sus redes, sedales y trampas.
Decir que esta inmersión es atractiva sería una auténtica mentira. El agua es verde, turbia, fría, y el fondo fangoso está lleno de basura. No hay nada que ver, pero hay que satisfacer la curiosidad. ¿Es posible que en este relieve oceánico, blando y llano en kilómetros a la redonda, se oculte la entrada a una cueva vertical y rocosa tan recóndita que ningún instrumento ha sondeado sus profundidades?
Al descender, llegamos de pronto al borde de la abertura. El barro blando cede el paso a la roca negra. Mi profundímetro indica que estamos a 50 metros bajo la superficie cuando nos adentramos en el agujero negro. El agua está demasiado turbia para ver todo el entorno, pero uno puede imaginarse un gran pozo que probablemente tiene más de 10 metros de diámetro. A 75 metros, el cilindro se abre en un abismo tan grande que la luz de nuestras lámparas no puede localizar una pared.
Tocamos fondo a 95 metros. Mirando hacia arriba, todavía podemos distinguir un pequeño resplandor verde en la entrada del pozo, tan lejos que parece una pequeña ratonera. Encontramos las paredes de la cámara y descubrimos que aquí se ha formado un ecosistema. Las paredes de roca negra están cubiertas de pequeños invertebrados filtradores y raros crustáceos de pinzas largas las recorren. Entre las criaturas que viven en condiciones extremas y poco certeras para la vida, identificamos una especie poco común: una esponja carnívora.
Una imagen de sonar resuelve el misterio de dónde estamos: en el centro de una enorme cámara circular, como si estuviéramos en una gigantesca jarra de vino con un cuello largo y estrecho que de repente se ensancha en una gran cuenca. Es posible que sea una antigua cámara de magma vaciada de su lava. Tarde o temprano se derrumbará, lo que provocará un pequeño tsunami que golpeará ligeramente las playas de Nápoles. Instalamos nuestro equipo en el suelo de la cámara para medir la circulación del agua, la temperatura, la acidez y los secretos de las profundidades.
Ascendemos con una sensación extraña. Nuestro viaje comenzó en un mundo conocido: el cielo, la superficie del mar, el mar y el relieve oceánico. No nos sumergimos hasta el fondo del mar, sino debajo del fondo del mar. Y ahí encontramos vida.
Esta historia es de la autoría de Laurent Ballesta, quien escribe e ilustra su propio texto para National Geographic.
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