En la capital de Siria, el ejército bombardea desde la montaña los barrios controlados por los rebeldes.
Extracto de la edición de marzo de la revista National Geographic en español.
Fotografías de Andrea Bruce
En el patio de la Mezquita de los Omeyas, el corazón del viejo Damasco, mujeres envueltas en telas negras se sientan y platican en el piso de piedra color crema, pulido por el ir y venir de generaciones. Los niños se corretean por los rincones oscuros, mientras las palomas entran y salen volando, atraídas, como suelen decir las mujeres de negro, por la santidad del lugar.
Dentro de los sólidos muros romanos de la mezquita, esta mezcla de la más pura esencia damascena de antigua grandeza, reposo y ajetreo cotidiano sigue sin ser perturbada hasta ahora, a pesar del estruendo de los bombardeos a la distancia, mensajes provenientes de la guerra civil que está haciendo estragos en los alrededores desvencijados de la ciudad. Pero al salir por la puerta inmensa de la mezquita queda claro que la Ciudad Vieja de Damasco, aunque en su mayoría físicamente intacta, ha cambiado.
Como preparándose para lo desconocido, hundiéndose en la miseria económica, temiendo que pase lo peor, la Ciudad Vieja se protege detrás de los antiguos muros que reclaman, metafóricamente hasta ahora, su función original como fortificaciones. Más allá de los muros, los retenes militares crean otra barrera que mantiene a los rebeldes fuera del centro de Damasco, controlado por el gobierno.
A lo largo de los bulevares coloniales franceses, en los concurridos mercados de vegetales, en los clubes nocturnos que han quedado prácticamente vacíos, hay una sensación de espera dentro de una burbuja de seguridad provisional. Proyectiles de mortero aterrizan con creciente regularidad en el centro de Damasco; el gobierno culpa a los rebeldes. El monte Qasiyun, el titilante telón de fondo nocturno de la ciudad, era un sitio animado adonde las parejas iban a disfrutar platones de fruta en cafés con vista a Damasco. En la actualidad es una ciudadela desde la cual las tropas del gobierno lanzan ataques de artillería.
Mucho se ha perdido. Pero la cultura única de Damasco, durante siglos considerada en el mundo árabe como un faro de refinamiento y civilización, ofrece una de las pocas esperanzas para salvar a Siria. A causa de la arbitrariedad de las fronteras coloniales del país y a la polémica historia moderna, para muchos sirios Damasco encarna lo más parecido a una idea nacional compartida. Durante siglos, sunitas, chiitas, cristianos y judíos han comerciado, trabajado y vivido juntos aquí, no sin conflictos, pero con un entusiasmo común por la vida y los negocios de la ciudad. Más adelante, después de 1970, oleadas de alauitas, un grupo oprimido durante mucho tiempo y originario de las montañas costeras, empezaron a llegar a Damasco, atraídos por las nuevas oportunidades bajo el dominio de la familia del presidente Bashar al Assad, que pertenece a su secta, una rama del islamismo chiita.
Quienes viven en Damasco y lo aman más se mantienen unidos en su deseo de preservarlo. Sin embargo, los damascenos están divididos con respecto a quién amenaza más su mundo. Justo debajo de un caparazón de miedo de los rebeldes, del gobierno, de la intervención extranjera, del caos general, burbujean opiniones políticas tan divergentes que es difícil imaginar cómo podrían zanjarse las diferencias.
En la línea del frente del conflicto, un oficial de las fuerzas de seguridad sirias patrulla el suburbio destrozado de Tadamun. Temiendo por la seguridad de su familia, pide no ser identificado por su nombre, sino con un alias. Abu Aksam.
Voces encontradas
Los partidarios del gobierno consideran a Assad el guardián del multiculturalismo de la ciudad, que lucha contra un levantamiento extremista inspirado en el extranjero y que está empeñado en expulsar a las minorías e imponer un gobierno religioso. Los partidarios de los rebeldes rechazan esto como un absurdo lleno de odio y ven a los luchadores, en su mayoría sunitas pobres de las provincias, como sirios comunes que inextricablemente forman parte del mosaico cultural. Los damascenos que se oponen a Assad dicen que él ha fomentado el sectarismo y que, para permanecer en el poder, estaría dispuesto a arrasar la ciudad.