Hace mucho tiempo, un tímido catedrático de Oxford contó a una pequeña, llamada Alice, la historia de una niña que cayó en un madriguera de conejo. Y esa historia les inmortalizó a ambos.
El 4 de julio de 1862, en un momento de magia pura, Charles Lutwidge Dodgson, tímido y melindroso catedrático de Oxford que escribía bajo el seudónimo de Lewis Carroll, conjuró la historia de una jovencita segura de sí que cae por una madriguera de conejo hacia el País de las Maravillas.
Alicia, la heroína de la fantasiosa epopeya, se encoje y crece; conoce a la delirante Liebre de Marzo y la furibunda Reina de Corazones; al Sombrerero Loco; a una Oruga que fuma en narguile; y asiste a una disparatada fiesta de té.
El cuento terminó convertido en el libro ?Las aventuras subterráneas de Alicia?, y hace ya 150 años de su publicación.
Con Alicia y su saga, ?A través del espejo?, Dodgson celebró la absurdidad maniaca con una lógica que gira como carrusel (?Si me dice a qué idioma pertenece eso de ?tu ?rurú?, ¡le diré lo que quiere decir en francés!?). Los juegos de palabras rayan en lo absurdo (un árbol puede cortar; tiene corte-za). Y las palabras mismas bailan de júbilo (¡Ay, qué día más frajubloso!?).
Dodgson amaba a los niños. Pero había uno especial, la pequeña de los ojos cautivadores llamada Alice.
Incluso su seudónimo era un juego de palabras. Transpuso Charles Lutwidge, transformándolo en Ludovic Carolus y de allí emergió Lewis Carroll.
Dodgson amaba a los niños. Pero había uno especial, la pequeña de los ojos cautivadores llamada Alice. Y para complacerla fue que creó el País de las Maravillas, cambiando así el paisaje de la infancia.
Todo empezó en un bote de remos
Dodgson se antoja el improbable creador de un mundo de maravillas. Profesor de matemáticas, autor de un impreso titulado ?Tratado elemental de determinantes, con su aplicación en ecuaciones lineales simultáneas y ecuaciones algebraicas?, jamás contrajo matrimonio, era profundamente religioso, salió de Gran Bretaña solo una vez ?en recorrido por Europa- y pasaba el tiempo visitando catedrales.
No obstante, su imaginación vacilaba en el límite entre el sueño y la conciencia.
¿En dónde empezó el País de las Maravillas? Podríamos decir que en una habitación repleta de libros encuadernados en piel; fresca y oscura, excepto hacia el mediodía, cuando el sol se asoma y todo se vuelve oro.
Es la biblioteca del Colegio Christ Church, en Oxford donde Dodgson, subdirector de biblioteca, se asomaba por la ventana para mirar a las pequeñas hijas del decano, Henry Liddell, jugando en el jardín.
Eran Edith, Lorina y la menor, Alice, de tres años, con flequillo y aquellos ojos soñadores. Frecuentaba a las niñas, las invitaba a tomar el té y les contaba cuentos. Años después, cuando Alice se había casado, el autor le dijo: ?He tenido infinidad de amiguitos desde aquellos días; pero para mí, todos han sido algo muy distinto?.
En 1928, Alice Liddell subastó el manuscrito por 15,400 libras esterlinas (75,000 dólares). Fue adquirido por un coleccionista estadounidense quien, seis meses después, lo revendió por 150,000 dólares.
Una tarde de verano, luego que el sol apartara las nubes que enfriaban la mañana, Dodgson, con traje de franela blanca y sombrero de paja, acompañado de su amigo y colega, el reverendo Robinson Duckworth, condujo a las niñas hasta Folly Bridge, eligió un bote de remos y navegaron río arriba por el Isis, nombre que recibía ese segmento del Támesis.
Pero, ¿qué relevancia tiene una expedición fluvial para nuestro relato? ?Cuéntenos un cuento, señor Dodgson, por favor?, imploraron las pequeñas.
Las historias se sucedieron una tras otra. Dodgson envolvió a las niñas con sus palabras. Y la heroína fue la propia Alice.
Más tarde, la niña le suplicó que escribiera los relatos y en su afán de complacerla, accedió. Transcurridos dos años y medio, en la Navidad de 1864, Dodgson le entregó una libreta de piel verde oscuro con el cuento escrito e ilustrado a mano, titulado ?Las aventuras subterráneas de Alicia?.
A instancias de sus amigos, el catedrático decidió ampliar la narración y en 1865, cambió el título por ?Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas?, publicándolo con la editorial Macmillan e ilustraciones de sir John Tenniel. Se vendieron 160,000 ejemplares y el ingreso le brindó una vida tan cómoda que pidió a Christ Church que redujeran su salario.
Traducido a más de 50 idiomas (desde árabe hasta zulú) e ilustrado por infinidad de artistas (desde Dalí hasta Disney), ?Alicia? ha sido tema de conciertos, dramas y películas.
El viaje de un manuscrito
En 1928, Alice Liddell subastó el manuscrito por 15,400 libras esterlinas (75,000 dólares). Fue adquirido por un coleccionista estadounidense quien, seis meses después, lo revendió por 150,000 dólares. Fue subastado nuevamente en 1946 y esa vez, Luther Evans, bibliotecario del Congreso, ofertó con fondos aportados por bibliófilos estadounidenses, adquiriendo la obra por 50,0000. Alertados de su intenciones, comerciantes de libros mantuvieron baja la puja de manera intencional.
Evans viajó a Inglaterra en 1948 y devolvió el delgado tomo al pueblo británico como un ?reconocimiento por haber mantenido a raya a Hitler mientras nos preparábamos para la guerra?.
Hoy se encuentra en la colección del Museo Británico, institución que le ha permitido viajar a la Biblioteca Morgan de Nueva York para la exhibición de aniversario ?Alice: 150 Years of Wonderland?, que permanecerá abierta hasta octubre 11.
Traducido a más de 50 idiomas (desde árabe hasta zulú) e ilustrado por infinidad de artistas (desde Dalí hasta Disney), ?Alicia? ha sido tema de conciertos, dramas y películas.
Y también analizado. Se ha dicho que el mundo maravilloso de Dodgson está plagado ?eminentemente, de tendencias orales, sádicas y de naturaleza caníbal?.
¿Analizar ?Alicia?? Pues acabemos de una vez y disequemos las pompas de jabón.
Si pretende hacer reservaciones para la madriguera del conejo o cualquier otro reino en la geografía de la imaginación, es mejor que vaya acompañado de un niño. Ellos siguen el llamado del corazón. Nosotros lo hemos olvidado.
Pero Charles Lutwidge Dodgson jamás olvidó. En cierto sentido, nunca creció. Incluso podríamos decir que maduró a la inversa.
Incluso su seudónimo era un juego de palabras. Transpuso Charles Lutwidge, transformándolo en Ludovic Carolus y de allí emergió Lewis Carroll.
Dodgson amaba a los niños. Pero había uno especial, la pequeña de los ojos cautivadores llamada Alice. Y para complacerla fue que creó el País de las Maravillas, cambiando así el paisaje de la infancia.
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