Para los refugiados, librar los ataques de la guerra es sólo el inicio del intento por subsistir.
Con 13 y 14 años, dos adolescentes jordanos sustentan una familia de seis miembros. Hassan en un centro de costura. Osamah en un café. En Siria, pasaban el día en la escuela. No vivían mal. Su padre administraba una tienda de automóviles, pero ahora ha tenido que resignarse a depender de dos de sus hijos.
"Para los menores es más fácil encontrar empleo, aunque el otro día Osamah tuvo que salir corriendo del café por una inspección de la municipalidad", relata la madre de los Alfakih. Cada uno aporta seis euros 6.7 dólares) al día para los gastos. No alcanzan a pagar el alquiler "de una casa con goteras, compartida con otra familia", ni la luz, el agua, el médico.
Mucho menos afrontar un viaje a Europa, por el que las mafias piden una media de 3,000 euros. "Tampoco pondría en riesgo a mis hijos en el mar", sentencia la madre mientras pregunta a un grupo de voluntarios qué documentación debe presentar para solicitar asilo en Europa.
Los Alfakih no tuvieron tiempo de recoger nada: ni pasaportes, ni ropa, ni recuerdos. La aviación del régimen sirio atacó el edificio de enfrente con sus vecinos dentro. Escaparon de Ghouta hasta la frontera jordana por una carretera en la que seguían cayendo bombas.
Era 2012, las organizaciones internacionales y el Ejército jordano los recibieron junto a los miles que escapaban, sobre todo, de la provincia de Daraa asediada por el régimen. Registrados en ACNUR (la Agencia de la ONU para los refugiados), fueron recolocados en el campo de refugiados Zaatari que, con 150,000 personas, llegó a ser el segundo destacamento más grande del mundo. Hoy, sólo alberga a 80,000 sirios. "Para poder dar los servicios que necesitan; ya no es como antes", explica el director, Hovig Etyemezian.
Con la afluencia de refugiados, Jordania abrió su primer campo en el verano de 2012, ante un aluvión de críticas de los residentes que, humillados, convocaban a manifestaciones cada viernes en la calle mayor de Zaatari. Los trabajadores como Juan recuerdan que tenían que trabajar de noche para evitar que les increparan.
"Ni las bombas, ni esto", clamaban las familias como la de Tamaqui que soportaban temperaturas bajo cero en invierno y de hasta 50 grados en verano en las tiendas de campaña que salían volando con los temporales. Hoy, el 80 por ciento de los 628,000 que permanecen en Jordania reside fuera de estos campamentos.
"Volver a tener una vida normal", desean los Alfakih. Pero subsistir es aún más difícil. En Jordania no pueden trabajar, y en los limitados casos que se permite tienen que pagar entre 200 y 400 euros para tramitar el permiso. El Programa de Alimentos ha reducido también los cupones de comida por falta de fondos y su asistencia está comprometida si no reciben más subvenciones.
Los que han conseguido juntar algo de dinero, los menos, iniciaron la travesía hacia el viejo continente, pero la mayoría ha quedado atrapada entre la falta de recursos y un estatus carente de oportunidades para avanzar.
Alrededor de cuatro millones permanecen en Egipto, Líbano, Jordania y Turquía. Y la larga duración acelera el deterioro progresivo de sus condiciones de vida.
Cuando la necesidad les ahoga, pueden regresar al campo de Azraq, que inauguraron en 2014, como aclara Etyemezian, "y en algunos casos están volviendo a Siria, al sur, que ahora está más tranquilo".
Con el éxodo masivo sirio, en 2014 el Estado Islámico entró en Irak y provocó otra huida de miles de refugiados iraquíes. Las manos de Fadi todavía tiemblan cuando relata su salida de Mosul. "Nos dieron un ultimátum: convertirnos, huir o condenarnos", relata. En la marcha con su hermana, un grupo de yihadistas les sacó del coche y les arrebató todas sus pertenencias, entre ellas, 70,000 dólares en efectivo.
De tener una cómoda vida a no tener nada. En Jordania convive con 70 personas en una iglesia y consigue 200 euros a la semana como repartidor en el mercado informal. "Los primeros dos días no podía parar de llorar. Quiero ser una persona normal", confiesa a sus 30 años.
Le siguen temblando las manos cuando apela a su única esperanza: el expediente de asilo que ya ha iniciado. "Ya fui solicitante en 2007, cuando escapé de la guerra sectaria iraquí y conseguí protección en Estado Unidos. Pero mi madre enfermó de cáncer y decidí regresar. Murió en 2013", rememora.
La casa de Fadi en Irak pertenece ahora a un dirigente del Estado Islámico. La de la familia Alfakih quedó reducida a pedazos en un bombardeo. No hay pasado, y el futuro no parece incluir el fin de los conflictos a corto plazo.
Quieren, al menos, un presente, pero sin la posibilidad de salir de Jordania solo les queda esperar, mientras miran con algo de ánimo las cuotas de reasentamiento que está debatiendo Europa. Fadi ya no ve otra salida: "No quiero vivir en una región donde siempre tenemos que estar empezando desde cero".
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