Casi 45 mil metros cuadrados de espacio de exhibición, 12 salas, 100 mil artefactos: el megaproyecto del Gran Museo Egipcio es uno de los más ambiciosos en la historia del país.
Puedes leer el texto original sobre el Gran Museo Egipcio en su versión en inglés:
Egypt’s new billion-dollar museum is fit for a pharaoh
No es común ver a un director de museo con ropa de camuflaje y botas de combate en un día normal de trabajo, pero el supervisor general Atef Moftah no es un directivo convencional, y el Gran Museo Egipcio tampoco es como los demás. Desde la distancia, el GEM –como se le conoce– es vasto y postmoderno, y tan inmenso que es difícil de asimilar.
Su silueta es prominente: parece la proa de un buque enorme que encalló en el desierto. De cerca, el exterior está cubierto con motivos de pirámides que hacen referencia a las edificaciones de Guiza, ubicada a menos de un kilómetro y medio. El diseño podría desorientar, pero el mensaje es claro: este museo es digno de un faraón.
El general Motfah es ingeniero de formación. Es compacto y de postura erguida, lleva un corte militar, camina rápido y se le ve decidido, aunque su expresión amable no corresponde con el estereotipo de un líder militar. Tampoco su semblante tranquilo debido a la presión a la que está sujeto.
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Más extensa que los Campos Elíseos o la Rambla
El Gran Museo Egipcio es un proyecto importante del gobierno egipcio, una empresa monumental que comenzó hace 20 años y que, debido a las revueltas de la Primavera Árabe y la pandemia por COVID-19, lleva años de retraso. En una nación que depende tanto de los ingresos del turismo, el general Moftah y su equipo tienen la orden de que este sea un éxito rotundo.
Mientras cruzamos la explanada amplia que conduce a la entrada del museo, el general señala, a la distancia, las imponentes tumbas que resplandecen en el calor abrasador. Una pasarela peatonal para conectar la zona del GEM con las pirámides está en construcción. “Será más extensa que los Campos Elíseos o la Rambla”, asegura.
El general Moftah voltea hacia el museo y repasa sus estadísticas: casi 45 mil metros cuadrados de espacio de exhibición, 12 salas, 100 mil artefactos, una inversión total de más de mil millones de dólares. “¡Y estamos a 99 % de su conclusión!”, aplaude satisfecho.
El Gran Museo Egipcio encaja con la escala e hipérbole de otros proyectos arqueológicos recientes que patrocina el gobierno egipcio. Entre ellos, la reapertura de la Avenida de las Esfinges, en Luxor, y la inauguración de museos nuevos en Sharm el-Sheij, El Cairo, Hurgada y algunos más.
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Desfile Dorado de los Faraones: un motivo de «orgullo, respeto, unidad y fortaleza»
En abril de 2021, durante un ostentoso evento gubernamental denominado el Desfile Dorado de los Faraones, se colocaron 22 momias reales en vehículos personalizados, cuyo fin era evocar antiguas barcas funerarias. Los carros desfilaron del antiguo Museo Egipcio, por las calles de El Cairo, al nuevo Museo Nacional de la Civilización Egipcia. Al llegar los recibió el presidente Abdel Fattah el Sisi y se dispararon 21 salvas de artillería.
“El desfile de las momias despertó conciencia entre los egipcios”, asegura Khaled al Anani, antiguo primer ministro de turismo y antigüedades. “Nos refrendó que pertenecemos a una gran civilización, que respetamos a nuestros ancestros. El Gran Museo Egipcio difundirá el mismo mensaje poderoso de distintas maneras: orgullo, respeto, unidad y fortaleza”.
Antes, las secretarías de turismo y antigüedades eran entidades federales distintas, pero en 2019 se fusionaron, para consternación de muchos egiptólogos, que aseguran que la arqueología se ha convertido en esclava del turismo.
El Gran Museo Egipcio también tiene detractores: a algunos les preocupa que el museo esté más al servicio del turismo extranjero que de los egipcios de a pie. Otros afirman que la estructura es fea –como una serie de hangares anodinos– y que enfriarla e iluminarla será costosísimo.
Cuando el general Moftah y yo nos resguardamos del sol abrasador en el elevado atrio del museo, mis dudas se disipan. El juego de luz y sombras que crea el techo de redes de metal niveladas es espectacular y siempre cambiante. De algún modo, los motivos de las pirámides que en el exterior parecen un poco vulgares aquí se ven elegantes. El techo alcanza tal altura, que una estatua de Ramsés II parece ordinaria hasta que te acercas y te das cuenta de que se trata de un coloso de 11 metros.
Y aquí vive Tutankamón
Del atrio central, una escalinata amplia alineada con estatuas de faraones asciende a las 12 salas de exhibición. Con un puntero láser, el general Moftah señala un espejo de agua en el piso de granito del que emanará agua de enfriamiento. También alude a los cartuchos decorativos y cuadrados de alabastro dorado en las paredes, y explica cómo funciona el sistema de iluminación de punta.
Después se da la vuelta y dirige su láser a una de las escaleras. “Y aquí vive Tutankamón”, comenta.
Dos salas están destinadas por completo al faraón más célebre de Egipto y exhibirán, por primera vez en la historia, casi todos los más de 5 mil objetos que se descubrieron en la tumba del rey Tut.
Agradezco a Atef Moftah por su tiempo y me dirijo a los laboratorios de conservación del GEM, la primera sección del museo en operación desde 2010, donde limpian y restauran las piezas de la tumba de Tutankamón antes de exhibirlas.
En una estación, un curador examina la resina negra del féretro exterior de Tut. En otra, Ahmed Abdrabou, experto en artefactos de madera bañados en oro, restaura un elegante carruaje en madera de olmo, una obra maestra de la ebanistería. “Para un joven egipcio, es un honor ver muchos de los tesoros de la tumba de Tutankamón en nuestros laboratorios. Todos los meses soy testigo de nuestro patrimonio”, asegura.
Otros restauradores, la mayoría mujeres con velos y cubrebocas, trabajan en mesas en torno al perímetro del salón. Me detengo con Manar Hafez, quien lleva guantes quirúrgicos y sostiene algo que parece una herramienta dental; le pregunto por el escudo bélico que restaura. Mientras platicamos, recorre la madera antigua con los dedos como si acariciara a un niño.
“Cuando lo vi por primera vez, era como un cadáver: fragmentos sin identidad. Poco a poco lo he visto cobrar vida. A veces se siente como si fuera mi hija”, me cuenta.
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Al interior de Ciudad Dorada Perdida
Excavar en el Alto Egipto en pleno verano es insoportable y peligroso. A las 10:00 a. m., me alejo de la sombra de las palmas datileras en la ribera del Nilo y manejo hacia el desierto abrasador. La temperatura casi alcanza 38ºC. No obstante, un equipo de arqueólogos egipcios ya trabaja en la llamada Ciudad Dorada Perdida, un yacimiento en un estado de conservación asombroso.
Afifi Rohim Afifi, el líder de la excavación, me guía por un camino que, décadas antes de la era de Tutankamón, ya era una calle ajetreada de la ciudad. “Casi espero que un antiguo egipcio dé la vuelta en esa esquina y camine para acá”, bromea. Los trabajadores de la zona le han ayudado a descifrar los objetos que descubren, como el matraha, una herramienta de madera para hacer pan, y la manama, una habitación de techo bajo para dormir.
“Me cuentan que todavía las utilizan en su aldea. Tienen un sólido vínculo espiritual con este lugar y quieren seguir trabajando incluso cuando termine la temporada”, asegura Afifi.
Los proyectos arqueológicos en manos de los egipcios se han multiplicado en el curso de una década. La pandemia aceleró este cambio de liderazgo, debido a las restricciones en los vuelos y porque se detuvo buena parte del trabajo de campo que realizaban arqueólogos extranjeros. Los egipcios se hicieron cargo y hoy encabezan más de 40 misiones en el país.
Al igual que en la Ciudad Dorada Perdida, muchos de estos yacimientos revelan hallazgos extraordinarios e innumerables objetos:
- 30 ataúdes pintados en Luxor
- 40 momias en Tuna el-Yebel
- Una necrópolis cerca de Menia
- Un botín en Saqqara, que incluye 250 sarcófagos de madera pintados, 150 estatuillas de bronce y una veintena de momias y estatuas de gatos, cocodrilos e ibis.
Las autoridades egipcias están orgullosas de este aluvión de descubrimientos y la atención que atrae de los medios. Cada nuevo hallazgo es publicidad gratuita para Egipto y su industria turística, asegura Zahi Hawass, antiguo ministro de antigüedades.
Osiris, dios del inframundo, abraza a Tut
Un viaje de 15 minutos en coche lleva desde la Ciudad Dorada Perdida hasta el Valle de los Reyes, necrópolis donde se encuentra la tumba de Tutankamón. Otra parte de la nueva generación de arqueólogos de Egipto trabaja aquí, y Zahi Hawass me invitó a conocer a su joven equipo de excavadores.
Cuando llego, Fathy Yaseen y sus colegas me guían a una fosa que utilizan como taller y almacén. Me muestran 700 amuletos, estatuillas y un óstraco que desvelaron recién en depósitos cercanos al sepulcro del joven faraón. Mientras hablamos, recuerdan sus hallazgos más espectaculares y meditan sobre qué traerá la próxima temporada. Después me llevan a las escalinatas que descienden a la tumba del rey Tut.
Descendemos los 16 escalones. Es difícil no escuchar las pisadas de la historia: el funeral de Tut, los ladrones de tumbas, Howard Carter y George Herbert, las multitudes que han acudido en el curso de un siglo. Pasamos por los restos del muro que Carter y lord Carnarvon rompieron aquel día fatídico hace un siglo, y entro a la primera cámara, que Carter denominó antecámara. Los frescos siguen radiantes pese a la decoloración que causaron microbios que murieron hace tiempo. En el muro norte, Osiris, dios del inframundo, abraza a Tut. Al sur, la diosa Hathor coloca un anj, símbolo de la vida, en los labios del joven faraón.
Alguna vez, zonas de esta tumba estaban tan atiborradas de objetos espléndidos que los excavadores tuvieron que colgarse de cuerdas suspendidas del techo para no tropezarse con ellos. Hoy día, todos estos artefactos residen en el GEM, a unos 640 kilómetros. La única excepción es el sarcófago descomunal que se talló de un solo bloque de cuarcita, y que alguna vez alojó los tres féretros de Tut: mide casi un metro y medio y pesa miles y miles de kilos. Moverlo es imposible. No queda nada más de los tesoros de Tut.
No obstante, la momia de Tutankamón sigue aquí, resguardada en una esquina de la tumba. En una caja de cristal con clima controlado, el joven rey yace debajo de un manto blanco. Su rostro, marchito por el paso de los años, dista de la máscara funeraria de oro que alguna vez portó, con una sonrisa icónica, segura de sí, pícara, como La Gioconda.
En todo caso, Tutankamón estaría satisfecho con cómo se ha desarrollado su saga. Los egipcios creían que el ser estaba compuesto de varias capas, cada una con un destino diferente en el más allá. Se pensaba que, tarde o temprano, el khat o cuerpo físico se descomponía y se convertía en polvo, pese a los complejos rituales de momificación. El ba era la personalidad única del difunto, y a veces se le retrataba como halcón con cabeza humana. El ka era la fuerza vital que requería alimento y bebida en el más allá.
Una capa importante era el ren o nombre. Los egipcios repetían los nombres de sus difuntos famosos en inscripciones, rezos, hechizos y textos funerarios de manera obsesiva, pues creían que al hacerlo estos revivirían de algún modo. Si el nombre quedaba en el olvido, el alma del difunto se perdería en la eternidad.
Aquí, en la tumba de Tutankamón, su khat ha visto mejores días, y en cuanto a su ba y ka, ni qué decir. Sin embargo, su ren goza de buena salud. En el curso de un siglo no se ha repetido el nombre de ningún otro faraón tanto como el suyo ni con tanto gusto. El rey niño que alguna vez fue una nota al pie en la historia vivirá por siempre en nuestra imaginación.
Este artículo es de la autoría de Tom Mueller, colaborador veterano de National Geographic. Se publicará en la edición de noviembre 2022, con fotografías de Paolo Verzone.
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