La fiebre moderna por minerales amenaza una de las últimas grandes extensiones vírgenes de América del Norte.
Extracto de la edición de febrero de la revista National Geographic en español.
Fotografías de Paul Nicklen
Con su estilo de vida de «pisa y corre», los habitantes de Yukón daban poco valor al metal pesado que relucía en el fondo de sus riachuelos soleados. Aunque los buscadores de oro comenzaron a explorar el territorio en la década de los setenta del siglo XIX, fue hasta 1896 que tres de ellos sumergieron sus bateas en un arroyo próximo a la confluencia de los ríos Yukón y Klondike.
La noticia de su golpe de suerte llegó a la civilización luego de 11 meses, cuando los primeros afortunados desembarcaron en San Francisco y Seattle, dando traspiés bajo el peso de sus riquezas; en cuestión de días los titulares del mundo entero proclamaban: «¡Oro! ¡Oro! ¡Oro!… ¡Montones de metal amarillo!».
Así dio comienzo una de las epidemias de histeria masiva más extraordinarias de la historia moderna. El término «estampida» es adecuado y bastante literal, ya que decenas de miles irrumpieron en las taquillas de las compañías de barcos de vapor que promovían la promesa de enriquecimiento rápido en Klondike y emprendieron la marcha hacia una región salvaje para la que muy pocos estaban preparados.
«Mi padre contaba que llegaron como mosquitos -recuerda Percy Henry-. Y nuestro jefe, Isaac, dijo que iban a destruir nuestra tierra y que nada podíamos hacer para detenerlos».
Los recién llegados se concentraron en una llanura aluvial pantanosa que los tr´ondëk hwëch´in utilizaban como campamento de pesca y caza; en pocos meses habían talado los bosques aledaños y decenas de miles excavaban en arroyos cercanos. Para el verano de 1898, Dawson City era una metrópoli improvisada de 30,000 habitantes que contaba con teléfono, agua corriente y luz eléctrica.
El viaje de los caribús hasta su territorio invernal en Yukón inicia en Alaska.
Más extenso que california, pero con solo 37,000 habitantes, Yukón es una inmensa cuña entre Alaska y el resto de Canadá. A partir de su costa norte en el mar de Beaufort se proyecta hacia el sur y el sureste, abarcando vastas regiones de tundra, lagos, bosques, montañas, humedales y sistemas fluviales. Delimitado por algunos de los picos más altos y los glaciares más grandes de Canadá, la mayor parte del territorio no ha sido colonizada y la escasa población humana se concentra en pequeñas comunidades o en la capital, Whitehorse. Yukón también es rico en vida silvestre, una especie de Serengueti ártico cuyos cambios estacionales extremos atraen manadas enormes de caribús y otros animales. Entre sus regiones más agrestes se encuentra la cuenca del Peel, una inmensa zona silvestre que drena una región mayor que Escocia. «La cuenca del Peel es uno de los pocos lugares donde aún hay grandes ecosistemas de depredador -presa intactos -informa Karen Baltgailis, de la Sociedad de Conservación de Yukón?. Desde lobos y osos pardos hasta águilas y demás; es un hábitat de importancia mundial».
Yukón también ha sido ruta migratoria de seres humanos. Durante la última glaciación, cuando la mayor parte de Canadá quedó sepultada bajo un manto de hielo de kilómetro y medio de espesor, Alaska y Yukón formaron parte de Beringia, un puente terrestre seco y sin glaciares que comunicaba Siberia con América del Norte. Según algunos arqueólogos, los huesos de animales descubiertos en el Ártico de Yukón, y fechados con carbono en 25,000 años de antigüedad o más, parecen haber sido fracturados o cortados por humanos, si bien algunos especialistas rebaten esa afirmación. En todo caso, se ha demostrado que hace unos 13,000 años hubo poblaciones humanas que se establecieron permanentemente en la zona, cuando el retroceso de los glaciares abrió corredores que permitieron la migración norte-sur.
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