Era la víspera de Navidad de 1985 y todos los habitantes de la Ciudad de México celebraban con sus familiares y seres queridos. O casi todos. A las afueras de la capital mexicana, dos jóvenes estudiantes de veterinaria tenían un plan completamente diferente: el robo del Museo Nacional de Antropología.
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Durante medio año, los presuntos culpables del robo, Carlos Perches y Ramón Sardina, planificaron cómo iban a entrar al museo. Revisaron cada entrada y cada salida posible. Hicieron una meticulosa inspección de las piezas más valiosas y las favoritas del público. Visitaron el museo al menos 50 veces para tener todo bajo control el día del atraco. Finalmente, durante las fiestas decembrinas, decidieron entrar al recinto.
De acuerdo con la investigación realizada posteriormente, saltaron una de las bardas que custodian al Museo y entraron por el ducto de ventilación. A pesar de la presencia de nueve vigilantes en el lugar, lograron burlar la seguridad hasta llegar a las salas. En ese entonces, el museo no contaba con alarmas de seguridad y las piezas probablemente no estaban inventariadas individualmente ni aseguradas.
Se estima que Carlos y Ramón entraron a las instalaciones entre la 1:00 y las 4:00 a.m., tres horas perfectas para sustraer alrededor de 140 piezas de los pasillos del MNA. Por la curaduría de los ladrones, sabemos que estudiaron no sólo cada sala del museo, sino las piezas y su historia.
Entre los objetos que protagonizaron el robo, estuvieron la famosa máscara de Pakal, la máscara del Dios Murciélago y la vasija Mono de Obsidiana, así como otras piezas pequeñas de orfebrería en oro y piezas de joyería en jade. La mañana en la que muchos niños y niñas abrían regalos, el periodista Jacobo Zabludowsky anunciaba la dramática noticia de una banda de ladrones que había allanado uno de los lugares más importantes para la historia del país.
El entonces director del Instituto Nacional de Antropología e Historia, Enrique Florescano, declaró que no se dieron cuenta del robo hasta el día siguiente, cuando los guardias nocturnos cambiaron turno con los diurnos. Igualmente, aseguró que el hurto no había sido aislado y que pertenecía a una serie de crímenes de arte que habían ocurrido durante la década por distintos países del mundo.
El gobierno mexicano se unió con los medios de comunicación para motivar a la población a reportar cualquier tipo de evidencia que pudiera dar un indicio de la localización de las piezas. Poco tiempo más tarde, la INTERPOL se sumó a la búsqueda y México fortaleció sus fronteras para evitar que los culpables salieran del país.
A casi cuatro décadas del histórico hurto, la razón por la que sustrajeron todos estas piezas sigue siendo un misterio. Por el lado de tráfico de piezas, los objetos que se llevaron son tan valiosos que hubieran sido imposibles de vender.
Su contenido histórico las hace invaluables y su unicidad provoca que sean perfectamente rastreables, por lo que en caso de traficarse, los culpables podrían ser identificados inmediatamente. Por otro lado, muy probablemente los compradores eran inexistentes porque ningún coleccionista, por intrépido que fuera, se arriesgaría a tener piezas de esa índole en su hogar.
El MNA no cerró sus puertas y siguió recibiendo visitantes. Para sorpresa de muchos, la concurrencia aumentó significativamente. Miles y miles de personas, de todos los contextos y edades, acudían a observar con asombro las vitrinas vacías.
«[Carlos] Monsiváis decía que luego del robo, el museo fue visitado muchísimo más. La gente iba para ver las vitrinas vacías, lo cual tiene que ver con aquello que dicen: ‘no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes’,» comentó el actor Gael García Bernal sobre una película inspirada en el histórico suceso.
Las piezas sí regresaron, pero de la manera más inesperada. Cuatro años después, la madre de Carlos Perches halló las piezas mientras limpiaba el clóset del perpetrador. Asombrada y temerosa, la señora acudió a las instalaciones del Museo con maletas llenas de piezas invaluables, terminando el dramático episodio.
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