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Goooooool, entre ocupación militar y narco

En las favelas, los fusiles y el tráfico de drogas se mezclan con el ánimo de disfrutar el Mundial.

La fiesta es animada y plácida en el conjunto de favelas Maré, uno de los barrios más peligrosos de Río de Janeiro, durante el Mundial de futbol de Brasil 2014.

Ajena al desfile ostensible de fusiles automáticos en manos de soldados dispuestos a disparar y a la presencia invisible del narcotráfico, agazapado tras el silencio obediente de los vecinos, la barriada, engalanada de verde y amarillo, es un testimonio irrefutable de que Brasil, con sus contradicciones y su vastedad, es el «país do futebol».

La ocupación por parte de unos 2,700 hombres de las Fuerzas Armadas en marzo, la permanencia de los grupos del crimen organizado actuando en todos los aspectos de la vida de las personas, las protestas anti-Mundial que han puesto en alerta a las autoridades en todo el país, no parecen atentar en absoluto contra la «pasión nacional» y el sueño de conquistar el «hexa».

«Nosotros estamos de acuerdo con los que protestan. Acá se gastó dinero pero no se invirtió en lo que se necesita. Sí, sentimos el desánimo (de los manifestantes), pero lo que pasa es que somos unos locos del futbol», explica Rodolfo, de 28 años, mientras vibra durante uno de los partidos de Brasil.

La ocupación militar previa al Mundial en la estratégica favela ubicada entre el aeropuerto internacional y el centro de la ciudad, no expulsó al narcotráfico, explican los vecinos.

Lo que cambió, «es que ahora no se ve», resume Luis, de 32 años. «Antes, en lugar de ver pasar a los soldados armados, veías pasar a los narcotraficantes», agregó.

Los grupos del crimen organizado que controlan la barriada desde hace décadas, ante la ausencia del Estado, continúan incólumes a la ocupación militar, que dará paso a una futura «pacificación», con la instalación de una Unidad de Policía Pacificadora por parte de la alcaldía.

«El control económico y territorial de las facciones que controlan las comunidades sigue igual», explica Rodolfo, en alusión a los tres grupos criminales dueños de la región: el Comando Vermelho, que controla tres comunidades, el Terceiro Comando do Morro, que controla 11, y la «milicia», formada por policías y expolicías que se enfrentan a los narcotraficantes y cobran a la población a cambio de seguridad.

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Pero aún en el barrio más pobre entre los pobres, en los que ni siquiera el crimen organizado actúa, puede palparse el clima festivo en torno al Mundial.

Es lo que se ve en la «favelinha McLaren», un amontonado de basura y charcos de agua fétida en el que se levantan casuchas de cartón y en el que viven decenas de familias, con la esperanza de un día ver el terreno abandonado en el que funcionó tiempo atrás un astillero naval, convertido en favela, donde al menos hay servicios básicos.

Allí, entre perros flacos, cabras que comen cartón y olor a podrido, una niña diminuta de escasos días de vida duerme plácidamente dentro de un coche cuna, ataviada con un impecable vestidito de muñeca verde y amarillo, los colores de la selección y de la bandera de Brasil.

«Esta gente se quedó acá porque no tenía donde ir», explica Teresina, una agente comunitaria de 48 años oriunda de Maré. «Esperan convertirse en una favela».

La propia historia de Maré alimenta esa esperanza. El terreno sobre el que hoy se emplazan las 16 comunidades que integran la barriada era otrora mar; una suerte de archipiélago de nueve islotes que fueron rellenados para convertirse en tierra firme, después de ser ocupado por casas erguidas sobre palafitos, en las que crecieron muchos de los adultos que hoy conforman su población, entre ellos Teresina.

«Acá era una playa. Pescábamos», explica, señalando una de las pocas calles «planificadas», es decir, construida por las autoridades.

Tal vez el crecimiento irregular de los distintos barrios, la caótica «ocupación» del mar, la caprichosa construcción de viviendas amontonadas al azar, hagan que lo público y lo privado no tengan una división clara en este laberinto suburbano, en el que las ropas extendidas contra las paredes, bajo lo que serían ventanas, pone de manifiesto la falta de espacio dentro de las casas.

Por eso los días en que juega Brasil la fiesta está fuera de las casas, incluso fuera de los bares, «templos» que sacan sus mesas a la calle para recibir a los acólitos.

En una suerte de espontánea autogestión, los barrios se organizan para compartir el ritual de ver a la «seleção». Las calles quedan cortadas en los extremos para evitar que transiten vehículos mientras dura el partido y las casas permanecen abiertas de par en par.

Incluso quienes optaron o se ven obligados a ver el partido en solitario, lo hacen con las puertas abiertas, como forma de compartir con todos el momento «sagrado», aun cuando quede a la vista su modesta realidad. Y es que en un recinto de dos por dos, o uno por uno, la puerta es una ventana a través de la cual puede verse que la cama ocupa casi todo el espacio, y que la cocina de leña queda reducida al rincón en el que iría una mesita de noche.

Pero todo ello queda relegado a un segundo plano cuando juega Brasil. La esperanza del «hexa» hace olvidar los jeeps que transitan conducidos por rostros impávidos y los tanques estacionados en esquinas estratégicas.

Antes bajo el yugo de los «narcos», ahora bajo la mirada «cerrada» de los soldados, la comunidad vibró con las victorias y lamentó los traspiés.

Al igual que la turística Copacabana, que la sofisticada Ipanema, que el rico Leblon, Maré vive un Mundial entre torrentes de cerveza y carne asada al carbón, entre batuques y vuvuzelas, entre cantos y color.

El futbol pacifica, armoniza y viste de fiesta al Brasil de los contrastes, al menos durante su Mundial.

National Geographic

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