Este texto sobre la historia contemporánea de Kosovo se publicó originalmente en National Geographic. Puedes leer la versión en inglés aquí:
Kosovo wants to decide its future—but will history hold it back?
En Kosovo, un país muy joven de supervivientes marcados por la guerra, todos tienen una historia que es demasiado dolorosa para relatarla, salvo que aquí están, siguen vivos para contarla e insisten en que el mundo los escuche.
Por ello, en el edificio del Parlamento en Pristina, la capital, entro a la oficina de la vicepresidenta de la Asamblea Nacional, Saranda Bogujevci, de 36 años, cuya cálida sonrisa y firme apretón de manos no consigue distraer del todo la atención hacia las cicatrices profundas y pálidas que tiene en el antebrazo de su mano izquierda desfigurada. Tampoco Bogujevci elude describir los orígenes de esas heridas.
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El 28 de marzo de 1999 tenía 13 años cuando una unidad paramilitar serbia descendió hasta el poblado de Podujevë, donde Saranda vivía con su familia. Los soldados condujeron a los 21 miembros de la familia Bogujevci a un jardín, los empujaron contra una pared y les dispararon. Después se fueron, dejando una pila de cadáveres. Entre ellos, un niño de dos años, la matriarca de la familia y Nora, la mejor amiga y prima de Saranda. Pero cinco seguía respirando, entre ellos Saranda, quien de algún modo sobrevivió a 16 heridas de bala.
Bogujevci me cuenta que ella y Nora llevaban botas a juego, y que ella conserva las suyas. “Con el tiempo aprendí que los recuerdos son muy importantes y que tengo que preservarlos, valorarlos, resguardarlos”, cuenta. Sin esos recuerdos de épocas más felices, solo queda medir el daño. “No pedí el pasado que me dieron”, dice a propósito de los serbios. Mira su mano y brazo izquierdos de reojo y añade: “Tengo que vivir con esto para siempre. El pasado no solo es el pasado”.
Antes de morir, Nora estaba contenta e imaginaba que pronto celebraría sus 15 años en un Kosovo libre. Cuatro días antes, la OTAN había lanzado sus primeros ataques aéreos, la culminación de un conflicto cruento entre los albanokosovares, como los Bogujevci, y los serbios, que habían controlado el territorio desde que terminó la Segunda Guerra Mundial.
En 1989, el gobierno serbio comenzó una limpieza étnica “discreta”, más tarde despidieron a funcionarios públicos de etnia albanesa, como el padre de Bogujevci, ingeniero eléctrico, y prohibieron a los niños de etnia albanesa como Saranda asistir a escuelas públicas. Los albanokosovares resistieron, al principio pacíficamente, pero con el tiempo llevaron a cabo una insurgencia para independizarse.
En el verano de 1998, autoridades serbias obligaron a cientos de miles de etnia albanesa a evacuar sus hogares. Tras la intervención de la OTAN, dieron rienda suelta a una campaña de limpieza étnica con la que asesinaron a cientos de miles de civiles, a muchos de los cuales enterraron en fosas comunes.
Bogujevci me cuenta sobre un grupo de mujeres a quienes conoció mientras visitaba la tumba de su familia en Podujevë. Las mujeres, algunas muy jóvenes, le contaron a Bogujevci que las autoridades serbias habían arrestado a sus familiares y desde entonces no sabían nada de ellos. Las mujeres se reunían ahí porque no tenían su propio monumento. Familias como ellas esperan que algún día se encuentren las tumbas de más de 1,600 víctimas que aún están desaparecidas.
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Hoy, el vicepresidente del Parlamento de Kosovo ayuda a supervisar un país que, una década y media después de declarar su independencia de Serbia en 2008, sigue asolado por desafíos económicos, culturales y geopolíticos. Esas dificultades son imponentes, pero también superables. Lo que ha demostrado ser más problemático es el anhelo de Kosovo de ser Kosovo.
Kosovo quiere lo que otras naciones han querido y recibido en el pasado. Quiere la resolución del sinnúmero de crímenes de guerra que cometieron las fuerzas serbias. Quiere que el mundo entero reconozca que es una nación independiente. De los 193 estados que son miembros de las Naciones Unidas, más de cien han reconocido a Kosovo como país, en un momento u otro.
Entre los que no, por motivos geopolíticos propios, están:
Kosovo también quiere controlar la totalidad de su territorio. Su vecino sigue gobernando de facto las regiones de mayoría serbia al norte. Y sí, quiere una economía autosuficiente, un mejor sistema educativo, mejores oportunidades laborales para sus jóvenes y sus mujeres.
No obstante, los albanokosovares insisten en que no pueden hacerles frente a estos desafíos por completo mientras los demonios del pasado se ciernen sobre un país que no ha sido exorcizado. Como me contó Vjosa Osmani, presidenta de Kosovo, cuando nos reunimos en su oficina:
“En los últimos veinte años, la comunidad internacional le ha pedido a Kosovo que se trague su dolor, que no hable del pasado, que no hable de los crímenes que se cometieron en nuestra contra. Nos prometieron un futuro mucho mejor, más luminoso, si tan solo mirábamos hacia adelante y nunca exigíamos justicia por lo que se cometió contra nuestra gente. Pero cuando no cuentas la verdad sobre la historia de tu propio país, entonces alguien más puede tergiversarla. Actualizarán esa historia para sus propios fines”.
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Los desafíos de Kosovo serían lo suficientemente formidables sin sus dificultades regionales. Se trata de un país pequeño, del tamaño de Líbano; es un territorio rodeado de tierra, en forma de diamante y que hace frontera con países más grandes (Serbia, Macedonia del Norte, Albania, Montenegro). Aunque el hecho de que Kosovo tenga la población más joven de Europa augura un futuro prometedor, de momento su tasa de desempleo es la más alta del continente y su economía tiene un balance comercial negativo.
Sin duda alguna, este país incipiente ha tenido algún progreso. Cuando tropas de la OTAN tocaron tierra en Kosovo en junio de 1999, uno de los testigos oculares de la liberación del país del yugo serbio era una refugiada de guerra de 18 años llamada Vlora Çitaku, quien fungió como intérprete para los medios internacionales. Nueve años después, tras trabajar en el Parlamento, y en palabras de la propia Çitaku:
“En sentido literal, me entregaron una hoja de papel y me dijeron ‘Eres viceministra del Exterior’. En realidad, no tenía nada, ni computadora, ni equipo ni oficina. ¡Ni siquiera había Ministerio de Relaciones Exteriores! Tuvimos que construir todo desde cero”.
En 2015, Çitaku se volvió embajadora de Kosovo en Estados Unidos, una diplomática ingeniosa, con mucho estilo y motivación que pasó sus cinco años en Washington buscando hacerles ver a las administraciones de Obama y Trump que los aliados que trajeron al mundo a Kosovo debían considerarlo “un asunto inconcluso”, un país que aún no era capaz de trazar su propio destino.
En ese entonces, Kosovo declaró formalmente su independencia y el presupuesto de su gobierno era de tan solo 933 millones de dólares. Hoy, esa cifra se ha quintuplicado. De todas formas, el control del gobierno sobre su soberanía aún es precario. Entre las 38 municipalidades de Kosovo, 10 están bajo cierto control serbio; en general, se cree que los alcaldes son representantes del gobierno vecino.
La ciudad capital de Pristina es urbana y europea, sus cafés están abarrotados a todas horas. Pero a casi 10 kilómetros se encuentra Gračanica, que parece estar en otro país y donde la moneda que se utiliza no es el euro, sino el dinar serbio. La atracción principal del pueblo es una magnífica iglesia serbia ortodoxa de 700 años de antigüedad, a corta distancia a pie de una estatua que conmemora a un héroe serbio del siglo XIV, un caballero de nombre Miloš Obilić. Las banderas serbias también predominan de camino hacia el pueblo fronterizo de Zubin Potok, por una autopista que a veces está bloqueada por fuerzas serbias varios kilómetros dentro de Kosovo.
Ser ciudadano de un país como Kosovo, que no tiene reconocimiento oficial, implica cierta incapacidad para viajar con libertad, incluso a otros países europeos, sin una visa especial. Además, las relaciones tensas de Kosovo con Serbia dificultan su progreso en maneras más insidiosas. Como me explicó Berat Rukiqi, presidente de la Cámara de Comercio de Kosovo: “La clave para los inversores es la predictibilidad, que se relaciona con el riesgo político. Aquí fracasamos. Debido a ellos, Kosovo es una historia sin conclusión. La historia es: ‘Kosovo le pertenece a Serbia’”.
En palabras de Çitaku: “¿Por qué alguien serio invertiría en una tierra de nadie? Para mí, Kosovo es un Estado. Pero, si lo buscas en Google, es un territorio disputado. Y cada que intentamos privatizar una empresa, cada vez que llega un posible comprador, dos días después reciben una carta de Serbia que declara: ‘Los demandaremos si compran esa propiedad porque es nuestra’. Eso complica el clima empresarial —suspiró la exembajadora—. Complica el clima político. Lo complica todo”.
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Para aprender más sobre la historia tumultuosa de la región viajé a Gazimestan, cerca de Pristina, donde hay un monumento que conmemora la batalla de Kosovo de 1389. Nos reciben un guardia de seguridad y sus dos perros. Nadie visitaba la estructura. Su construcción data de 1953, con la intención de que pareciera una torre medieval, y se levanta sobre un terreno baldío.
Cuando le comenté al guardia, a modo de broma, que tenía suerte de que sus perros le hicieran compañía, me aseguró que en las vacaciones el lugar está lleno, cuando llegan autobuses repletos de turistas de Serbia para rendir homenajes. El monumento, diseño de un arquitecto serbio, está dedicado a la importancia duradera del martirio serbio.
La identidad de valor y sacrificio de Serbia está vinculada con la batalla de Kosovo, al igual que la de Texas con la batalla de El Álamo. La peculiaridad de la cruenta batalla que duró un día es que el esfuerzo —y la derrota— frente a las tropas del Imperio Otomano no fue solo de los serbios, sino de una coalición que incluía a búlgaros, albaneses y varias otras nacionalidades cristianas.
Más aún, la importancia singular de la batalla de Kosovo para la población serbia no adquirió esos intensos matices geopolíticos sino hasta el 28 de junio de 1989, cuando el presidente de Serbia, Slobodan Milošević, se paró ante el monumento de Gazimestan y declaró:
“El heroísmo de Kosovo ha inspirado nuestra creatividad desde hace seis siglos y ha alimentado nuestro orgullo, no nos permite olvidar que alguna vez fuimos un ejército maravilloso, valiente y orgulloso, uno de los pocos que permanecía invicto ante la derrota”.
La centralidad de Kosovo para la conciencia colectiva serbia ha permanecido inamovible desde entonces. En el camino del aeropuerto de Belgrado a mi hotel, en la majestuosa ciudad capital, una de las primeras cosas que veo es un grafiti en un paso elevado que indica: KOSOVO ES SERBIA.
La complicación con esta narrativa serbia, entonces y ahora, es que Kosovo estaba y está poblado mayoritariamente por la etnia albanesa. Por su idioma y cultura distintivos, así como por su fe islámica, no encajaron con la composición eslava y en su mayoría cristiana de Yugoslavia durante sus años comunistas.
“Al principio de esa era no era tan importante si eras serbio o albanés —cuenta Bojan Popović, director del Museo Nacional de Belgrado—. Y, al final, era lo único que importaba”.
El discurso de Milošević en Gazimestan inauguró un esfuerzo de una década por imponer la identidad serbia entre la población de Kosovo. Cerraron los periódicos en albanés, se disolvieron los gobiernos municipales y desaparecieron los albaneses de la vida civil.
“Me crié con empleados serbios que venían a nuestra casa a destruir todo”, me cuenta Vasfije Krasniqi-Goodman, una mujer de 39 años con elegantes rasgos balcánicos, una tarde mientras, con cansancio, se fuma un cigarro en un restaurante de Pristina. Recuerda que las autoridades buscaban a su padre, de quien sospechaban que tenía un arma sin permiso, y a su hermano, desertor del ejército. En abril de 1999, cuando tenía 16, los serbios fueron a buscarla. Dos hombres, uno de ellos policía, la violó, primero en la parte trasera de un coche y después en una casa vacía.
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Ella y su familia huyeron a las montañas. E incluso después de que la OTAN liberó Kosovo, la niña se sintió marcada por lo que le había ocurrido. Se casó con un mediador de la ONU y regresó con él a Arkansas. Tuvo dos hijos, se divorció, se mudó a Dallas, donde trabajó de mesera y conoció a un ingeniero tímido, Shawn Goodman, quien no tenía idea de dónde estaba Kosovo, mucho menos de lo que una joven como ella experimentó ahí. Se casaron. De todas formas, el pasado la acompañaba. Y decidió aceptar esa realidad.
En 2018 regresó a Pristina y apareció en una transmisión en televisión nacional. Aunque era bien sabido que cerca de 20 mil personas de etnia albanesa —la mayoría mujeres, aunque no todas— habían sufrido abuso sexual durante la guerra, ningún sobreviviente había relatado su historia abiertamente en un foro público, hasta entonces. Vasfije Krasniqi-Goodman se volvió muy conocida en Kosovo. Dos años después se presentó como candidata al Parlamento. En casa, en Texas, se enteró de que ganó.
Debido a una enfermedad, a Krasniqi le resultó insoportable viajar y tuvo que dejar su puesto 19 meses después. Sin embargo, como legisladora, se había adjudicado un portafolio peculiar aunque apropiado.
“Me reuní con sobrevivientes —me contó cuando todavía trabajaba en el Parlamento—. Es una de las cosas más importantes que hago”. Debido a que el gobierno de Kosovo no tenía los recursos para darle una oficina, se reunía con ellos en cafeterías para escuchar sus historias. Su inhibición le resultaba conmovedora por su familiaridad.
“Todos ellos —dijo y luego se corrigió—: Todos nosotros queremos justicia”. Las probabilidades de que eso suceda son desalentadoras y Krasniqi-Goodman lo sabe muy bien. Nunca se ha enjuiciado a muchos serbios sospechosos de haber cometido crímenes de guerra, entre ellos altos oficiales.
Un tribunal de la ONU enjuició a Milošević por crímenes de guerra, pero en 2006 murió de un infarto en la cárcel antes de que concluyera el juicio. Uno de los asesinos de la familia Bogujevci fue sentenciado a 20 años de cárcel, pero lo liberaron varios años antes por “buen comportamiento” y más tarde lo arrestaron por liderar un cártel de drogas. Se declaró culpables a los agresores de Krasniqi-Goodman, pero más tarde se anularon los veredictos.
En junio de 2021, Nenad Čanak, exmiembro de la Asamblea Nacional de Serbia y hoy líder de un partido de oposición, cruzó la frontera para reunirse con el primer ministro de Kosovo, Albin Kurti. Lo que hizo Čanak al otro lado de la frontera suscitó más controversia en su país que su diálogo con el odiado Kurti: visitó el poblado de Mejë y llevó flores al lugar donde, en 1999, la policía y soldados serbios masacraron a más de 370 albanokosovares, transportaron sus cuerpos al suburbio de Batajnica, en Belgrado, y los enterraron en masa.
“Lo vi con mis propios ojos”, recordó Čanak cuando nos reunimos con él en su oficina en Novi Sad, la segunda ciudad más grande de Serbia. Añadió, inexpresivo: “Ahora tenemos esta situación peculiar: si no le crees al gobierno serbio y en cambio crees lo que viste, eres un traidor nacional”.
Intenté sin éxito conseguir un permiso para visitar aquel sitio en Batajnica, que se descubrió en 2001 en el terreno de un recinto policial en Serbia. El hecho de que el gobierno serbio prohíba el acceso libre al lugar o que evite señalar públicamente las fosas comunes complica la afirmación del país de que le ha dado la vuelta a la página de la beligerancia de la era de Milošević.
Su presidente, Aleksandar Vučić, era ministro de propaganda de Milošević y en 2018 aclamó al expresidente como “un gran líder serbio”. Su primer viceprimer ministro, Ivica Dačić, fue vocero de Milošević. De forma más insidiosa, la política serbia no oficial actual, conocida como pasivación de direcciones residenciales —con la cual, se dice, las autoridades han obligado a miles de residentes albaneses a irse de Serbia por ser incapaces de mostrar documentos de registro—, tiene cierto parecido, como lo declaró el Comité de Helsinki para los Derechos Humanos en Serbia, en un reporte mordaz, “con una especie de limpieza étnica mediante medios administrativos”.
Sucede que tanto Serbia como Kosovo quieren entrar a la Unión Europea, pero ninguno de los dos puede hacerlo sin un acuerdo de “normalización”. Pese a años de pláticas, esa eventualidad parece estar a años luz. En Belgrado, me reuní con Dušan Milenković, consultor político. Señaló que “el bombardeo de la OTAN aún es el suceso más importante para el pueblo serbio”.
El daño del bombardeo fue sobre todo psicológico, me explicó, porque los serbios son un pueblo orgulloso que había peleado del lado correcto durante las dos guerras mundiales, un legado que ha quedado enterrado por una narrativa global que los pinta como villanos. “Esto crea una especie de posición defensiva que puede distorsionar la mente racional”, dijo Milenković, y añadió que la mayoría de los serbios quería normalizar la relación, pero no si exigía obsesionarse con el pasado.
“El gobierno de Kosovo promueve la narrativa de rendición de cuentas. Si se llega a un acuerdo, tendrían que renunciar a ella”.
El callejón sin salida entre los dos países suscita disputas con una regularidad alarmante. Durante mis tres semanas en la región, a finales de 2021, el gobierno de Kosovo tomó represalias contra la antigua política serbia de no permitir que coches con placas de Kosovo entren a su país, pues esto equivaldría a reconocer de facto la soberanía de aquel. De pronto se decretó que tampoco los coches con placas de Serbia podían entrar a Kosovo. El enredo de las placas implicó que mi chofer serbio tuvo que dejarme a 90 metros del puesto fronterizo, el cual atravesé caminando para reunirme con un conductor kosovar que me esperaba para llevarme a Pristina.
Casi un año después, en septiembre de 2022, el gobierno de Kosovo agregó un giro inesperado: sus residentes de origen serbio, menos de 5 % de la población, tendrían que renunciar a sus placas serbias para seguir manejando en Kosovo. El edicto fue recibido con una resistencia vehemente, que incluyó cerrar calles con barricadas, antes de que, dos meses después, la presión internacional obligara a los funcionarios kosovares a bajar la temperatura y emitir solamente advertencias a los conductores. Aun así, Vučić desplegó tropas serbias en la frontera. En diciembre, el líder serbio respondió a la presión de Occidente y convenció a los manifestantes de retirar las barreras en las calles.
Muchos de los kosovares con quienes hablé parecían muy conscientes de que el mundo exterior observa el impasse permanente entre Kosovo y Serbia con preocupación. Sin duda, esa inquietud llega a Estados Unidos, que fue clave en la liberación de Kosovo. La gratitud de este último es evidente para cualquiera que se pasea por Pristina y ve estatuas de Bill Clinton, Madeleine Albright y Bob Dole.
En todo caso, que Kosovo sea dependiente del gobierno de Estados Unidos, en todos los aspectos importantes, es un arma de doble filo. En marzo de 2022, el gobierno estadounidense anunció que se comprometería con otros 31.9 millones de dólares en asistencia, además de los casi mil millones de dólares que ha gastado en Kosovo desde 1999.
Los legisladores estadounidenses están ocupados con la guerra en Ucrania y no quieren que los arrastren a una guerra de poder en los Balcanes, donde Serbia tiene una alianza sólida con Rusia. Este deseo de no exacerbar tensiones ha supuesto, por ejemplo, que Kosovo haya cedido ante la exigencia del gobierno serbio de que se investigue a su grupo paramilitar de la época de la guerra, el Ejército de Liberación de Kosovo o KLA, por crímenes de guerra. El expresidente del país, un oficial del KLA, enfrenta un juicio en una corte especial en La Haya. El año pasado, la corte condenó a un excomandante del KLA.
En todo caso, en este país con 15 años de existencia prevalece un espíritu de resiliencia autodeterminada. A fin de cuentas, su Parlamento incluye a Saranda Bogujevci, superviviente de actos de violencia insondable. En la adolescencia obligaron a su presidenta, Vjosa Osmani, a cruzar la frontera con Albania a punta de pistola. Una expresidenta, Atifete Jahjaga, ahora directora de un organismo prodemocrático sin fines de lucro, pasó cinco meses oculta en un departamento oscuro de Pristina hasta que tropas de la OTAN la liberaron junto con su familia, mientras que su primer ministro, Albin Kurti, estuvo preso junto con otros 30 hombres en una celda diminuta hasta que lo sacaron a rastras para usarlo como escudo humano durante los bombardeos de la OTAN. En Kosovo, los supervivientes hoy son líderes. No han sucumbido frente a sus heridas.
De todos los personajes inspiradores a quienes conocí en Kosovo, la más modesta fue Fahrije Hoti, empresaria de 52 años con una mirada entusiasta y un aire de preocupación. Vive en el poblado agrícola de Krushë e Madhe, un lugar pacífico hasta la era de Milošević, donde, según me contó, “todas las mañanas despertábamos y nos preguntábamos a quién le tocaría que lo arrestaran o asesinaran”.
Antes de que amaneciera, el 25 de marzo de 1999, tanques serbios entraron al poblado. Hoti le dijo a su esposo que huyera y ella se escondió con sus hijos en el bosque. Regresaron al día siguiente para descubrir que la policía serbia había asumido el control. Obligaron a las mujeres, los niños y los ancianos a caminar 21 kilómetros hasta la ciudad de Gjakovë, donde les dijeron que los esperaban fosas comunes.
Hoti se escabulló entre la multitud; iba cargando a su bebé casi sin vida. Encontró a su hija, que llevaba los pies embarrados de sangre por caminar sobre vidrios rotos, así como a su suegro. Escaparon a Albania, donde vivieron en casas de campaña con miles de refugiados. El 22 de junio de 1999, Hoti, sus hijos y su suegro regresaron, pero Krushë e Madhe había sido reducido a cenizas. Todos sus hombres jóvenes habían desaparecido. Hasta la fecha no se ha encontrado el cuerpo de su esposo.
Sin embargo, su historia apenas comienza en ese punto. En esa aldea fantasma, cuenta Hoti, “tuve que asumir el papel de hombre”. Congregó a las mujeres para formar una cooperativa. Primero tuvieron un apiario. En 2005 se le ocurrió una mejor idea: comprarían los pimientos morrones que se daban en la zona y harían ajvar, una salsa tradicional.
Algunos hombres la ridiculizaron por no encontrar una ocupación más femenina. “Pero eso me convenció de no detenerme”, recuerda.
Hoy, la empresa de Hot procesa más de 1,300 toneladas de pimientos morrones rojos al año. Emplea a más de 70 mujeres y hombres jóvenes. Sigue buscando a su marido. Sigue esperando una disculpa.
Cuando le pregunté si podía imaginar que Serbia reconocería a Kosovo en algún momento, la emprendedora de pimientos de Krushë e Madhe respondió con voz plana y uniforme: “No les queda de otra. Seguimos aquí”.
Este artículo sobre la historia contemporánea de Kosovo es de la autoría de
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