Una mañana de lunes a finales de octubre de 2021, la revolución más reciente de Sudán se desmoronaba. Éstas han sido las consecuencias.
Este artículo se publicó originalmente en National Geographic. Puedes leer la versión original en inglés aquí: Facing an uncertain future, Sudan is drawing strength from its ancient past
Apenas habían pasado dos años y medio desde que la dictadura islamista de tres décadas de Omar al Bashir cayera en abril de 2019. El Consejo Soberano, un órgano cívico-militar, se alejaba del legado de este presunto criminal de guerra y 30 años oscuros de represión, genocidio, sanciones internacionales y la secesión de Sudán del Sur.
Sin embargo, alrededor del mediodía del 25 de octubre de 2021, a pocas semanas de una transición planeada hacia un gobierno civil, el futuro de esta nación africana tomó otro vuelco. El líder del Consejo Soberano, el teniente general Abdel Fattah al Burhan, disolvió el gobierno y puso al primer ministro civil en arresto domiciliario. Desde entonces, este político renunció y dejó a la naciín sin un liderazgo civil. El pueblo sudanés lo considera un golpe de Estado y cientos de miles han mostrado su repudio con protestas en Jartum, la capital, y más allá.
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«¡Mi abuelo es Taharqo y mi abuela kandake!»
Como cualquier otro cambio de régimen en el siglo XXI, todo se mostró en tiempo real a través de las redes sociales y lo pude observar con gran atención desde mi laptop al otro lado del mundo. He estado interesada en Sudán desde antes de que ocurrieran el golpe de Estado y la revolución, cuando cubrí el trabajo de los becarios de National Geographic Society que realizaban excavaciones en sitios arqueológicos al norte del país.
Mi primer viaje de investigación fue durante la paranoia de los últimos meses del régimen de Bashir, una época marcada por la escasez de gas y comida, el acceso restringido a internet e innumerables retenes militares. Nuestro equipo de expedición incluso había trazado de manera sigilosa una ruta de escape hacia la frontera con Egipto, en caso de que la revolución de Sudán se sumergiera en el caos.
Cuando derrocaron al gobierno de Bashir, en la primavera de 2019, las imágenes publicadas en Twitter y Facebook eran sorprendentes: un mar de hombres y mujeres jóvenes reunidos en resistencia pacífica contra el régimen que demandaban un mundo diferente para su generación. Una escena resaltó y se repitió de manera infinita en una serie de fotografías y videos de celular: una mujer joven con un vestido blanco tradicional parada sobre un carro señalaba el atardecer mientras cantaba a coro con la multitud: “¡Mi abuelo es Taharqo y mi abuela kandake!”.
Diosas y reyes ancestrales
Quedé impresionada. Este no era un cántico de apoyo a un grupo político o a un movimiento social. Los manifestantes declaraban ser descendientes de Taharqo, el antiguo rey kushita, y de las reinas y reinas madre que se conocen como kandakes. Estos ancestros reales dirigieron un gran imperio en el norte de Sudán, que alguna vez se extendió desde lo que hoy es Jartum hasta las costas del mar Mediterráneo.
El reino de Kush –tambiín conocido como Nubia– alguna vez fue espectacular, pero ha sido relegado a las notas al pie de los libros de historia del antiguo Egipto. Incluso en Sudán, los estudiantes que crecieron durante el régimen de Bashir aprendieron poco sobre el distante Kush. Entonces, ¿cómo es que el legado de un reino antiguo poco conocido, incluso entre los arqueólogos, se convirtió de repente en un canto de protesta en las calles de Jartum?
Cuando regresé a Sudán a explorar estas interrogantes, en enero de 2020, la capital posrevolucionaria se sentía energizada. En Jartum, donde tan solo un año atrás las mujeres podían ser azotadas públicamente por vestir pantalones, las jóvenes sudanesas bailaban en festivales de música y atestaban las cafeterías. Las avenidas y los pasos a desnivel de la ciudad estaban adornados con retratos de mártires modernos –algunos de los casi 250 manifestantes que fueron asesinados durante la revolución–, además de murales de antiguos reyes y dioses kushitas.
‘Tierra de las personas negras’
La ubicación estratégica de Sudán en la intersección entre África y Oriente Medio, y en la con- fluencia de tres afluentes principales del Nilo, lo hizo un sitio ideal para antiguos reinos poderosos y un territorio codiciado por imperios recientes. En la era moderna cayó bajo el gobierno otomano-egipcio, seguido por el dominio británico-egipcio hasta 1956, cuando la República del Sudán alcanzó su emancipación. En la actualidad, su diversa ciudadanía comprende más de 500 grupos étnicos que hablan más de 400 idiomas, además de ser increíblemente joven: cerca de 40 % de su población es menor de 15 años.
Sudán es el tercer país más extenso de África; también es la tercera nación árabe más grande del mundo. Su nombre proviene del árabe bilād al-sūdān, que significa “tierra de las personas negras”. Desde que logró su independencia ha sido gobernado por una élite política de habla árabe.
Antes de la revolución de 2019, para el gobierno islamista de Bashir, miembro de la Liga Árabe, fue conveniente presentar al reino de Kush no como un fenómeno africano excepcional sino como un legado de su poderoso aliado moderno, Egipto, y por extensión, un capítulo en el libro de historia del cercano oriente. Los sitios kushitas como Gebel Barkal y El Kurru se promocionaron como viajes rápidos y exóticos para turistas occidentales que visitaban las ruinas de Abu Simbel, justo al otro lado de la frontera, en Egipto.
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Sobre una meseta que brota del Sahara
Gebel Barkal, que alguna vez fuera el centro espiritual del reino de Kush, es una meseta de 30 pisos de arenisca que brota del Sahara y se levanta imponente sobre la cuenca oriental del Nilo, cerca de Karima, unos 350 kilómetros al norte de Jartum. Hace unos 2 mil 700 años, el rey Taharqo grabó su nombre en la cumbre de esta montaña sagrada y lo cubrió de oro como una respuesta brillante y triunfal a sus enemigos.
Hoy los montañistas solo pueden ver rastros de la inscripción de Taharqo. En las faldas de la montaña se encuentran las ruinas del templo de Amón, construido en un principio por los egipcios que colonizaron Kush en el siglo XVI a. C. Durante los cinco siglos que Egipto controló el reino, el templo de Amón fue reconstruido y remodelado por la crema y nata de los faraones del Imperio Nuevo: Tutankamón y Ramsés II. La asimilación estaba a la orden del día y durante esa época las élites kushitas se entrenaban en las escuelas y los templos egipcios.
Sin embargo, los restos del templo de Amón que los visitantes ven en la actualidad son de una época posterior al colapso del Imperio Nuevo y la retirada del poder egipcio de Kush. Para el siglo VIII a. C., Gebel Barkal se había convertido en el centro de Napata, la capital kushita desde la cual varios gobernantes locales consolidaron su poder y lo arrebataron de sus antiguos colonizadores.
Una dinastía de faraones negros
Piye, el padre de Taharqo, ascendió al trono kushita en 750 a. C.; marchó con sus tropas hacia el norte para arremeter contra un debilitado Egipto y conquistó templos y poblados hasta gobernar tanto el Alto como el Bajo Egipto. Con un territorio que se extendía desde lo que hoy es Jartum hasta el Mediterráneo, el reino de Kush fue –por un periodo corto– el imperio más grande que controlara la región. Durante poco más de un siglo, los reyes Piye, Shabaka, Shabataka, Taharqo y Tantamani se convirtieron en la Dinastía XXV de Egipto y frecuentemente se les refiere como los faraones negros.
Luego de su victoria sobre Egipto, Piye regresó a Gebel Barkal para expandir el templo de Amón a una escala nunca vista: lo decoró con escenas de la conquista kushita sobre sus antiguos colonizadores. Hoy día, la historia de esa conquista, repleta de representaciones de aurigas kushitas que atropellan tropas egipcias, se encuentra enterrada bajo unos 4.5 metros de arena.
Las pocas escenas que sobrevivieron al paso de los milenios se excavaron y documentaron por arqueólogos en los años ochenta del siglo XX. Debido a que se consideraron demasiado frágiles para su exposición regular a los elementos, la mayoría fue enterrada de nuevo.
Un cambio de narrativa
¿Por qué tan poca gente ha escuchado del reino de Kush? De entrada, los relatos históricos más tempranos de los kushitas provienen de los egipcios, que intentaron borrar de sus anales la humillante conquista y presentaron a los kushitas como uno de los tantos grupos conflictivos que perturbaron sus fronteras.
Esa narrativa no fue cuestionada por los primeros arqueólogos europeos que llegaron a Sudán en el siglo XIX. Al hacer excavaciones poco profundas alrededor de los derruidos templos y pirámides kushitas, concluyeron que las ruinas eran simples imitaciones de los monumentos egipcios.
Esa visión del reino africano fue reforzada por el racismo de la mayoría de los académicos occidentales.
“La raza negroide nativa nunca ha desarrollado un comercio o una industria digna de ser mencionada y le deben su posición cultural a los inmigrantes egipcios y a la importación de la civilización egipcia”, remarcó George Reisner, un arqueólogo de la Universidad de Harvard que comenzó con las primeras excavaciones científicas de las tumbas reales y los templos kushitas a principios del siglo XX.
Para el arqueólogo sudanés Sami Elamin, Reisner fue tan descuidado en la metodología como erróneo en su interpretación. En 2014, Elamin y un grupo de arqueólogos tamizaron un gran montículo de tierra excavada del sitio de Reisner en la base de Gebel Barkal. “Encontramos muchos objetos –recuerda Elamin–, incluso estatuas pequeñas de dioses”.
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Las tumbas de nuestros abuelos
Elamin creció en una aldea a pocos kilómetros del sitio de El Kurru, donde Piye y otros reyes y kandakes kushitas fueron enterrados. Cuando era niño, su abuelo lo llevaba a El Kurru y le explicaba que las ruinas eran “las tumbas de nuestros abuelos”. La vista inspiró a Elamin a estudiar arqueología en Jartum y obtuvo su posgrado en Europa. Regresó a Sudán y ya ha excavado en Gebel Barkal y otros sitios desde hace varios años.
Ahora, Elamin y un equipo de arqueólogos sudaneses y estadounidenses buscan los hogares y talleres de los antiguos kushitas que mantuvieron esta capital espiritual durante milenios. Desde hace mucho, Gebel Barkal ha sido un destino popular para los sudaneses. Elamin reconoce que, en el pasado, los visitantes prestaban poca atención a la extensión de las ruinas que rodean este magnífico afloramiento rocoso. Pero eso ya comienza a cambiar.
Elamin nota que ha visto más lugareños visitar Gebel Barkal y deambular por sus ruinas. “Ahora preguntan mucho sobre las antigüedades, la historia y la civilización”, reconoce.
Elamin y sus colegas están siempre dispuestos a platicar con sus conciudadanos y presentar este antiguo capítulo de la historia a una generación hambrienta de conocimiento. Es una oportunidad y una responsabilidad, como arqueólogos sudaneses, unir a los ciudadanos al mostrarles los esfuerzos de sus generaciones más distantes, dice.
Contra el calor islámico
Construido poco antes de su independencia en 1956, e inaugurado 15 años después, el Museo Nacional de Sudán es un sitio cavernoso con mala iluminación y sin climatización para proteger los artefactos del implacable calor y el polvo de Jartum. La mayoría de los objetos se mantiene en anticuados estuches de exhibición de madera y vidrio con etiquetas amarillentas mecanografiadas.
Empero, el museo está atiborrado de tesoros. Una magnificente estatua de granito de Taharqo proveniente de Gebel Barkal, de espalda ancha y sin expresión, comanda la entrada del museo mientras figuras enormes de los gobernantes kushitas flanquean la galería de su planta baja.
Afuera del museo conocí a Nazar Jahin, un guía turístico.
“Al gobierno anterior no le interesaba la historia. Mucho de ese desinterés fue el resultado de una interpretación extremista del islam por parte de ese gobierno. Teníamos un ministro de turismo que decía que las estatuas se encontraban prohibidas”, recuerda Jahin mientras sacude la cabeza.
Pero reconoce que hay luces en el horizonte. En 2018, la embajada de Italia y la Unesco comprometieron recursos para remodelar el museo (el proyecto se ha atrasado a causa de la pandemia). A partir de la revolución, más sudaneses visitan esta colección y sitios como Gebel Barkal y la antigua capital de Meroe.
Conocer la historia de Sudán para protegerla
“Eso es de suma importancia», reconoce Jahin. «Los sudaneses tienen que conocer primero su historia para protegerla”.
En ese momento, formulo una pregunta delicada: ¿cómo reaccionan los grupos étnicos que viven en las zonas de Sudán que nunca fueron parte del reino de Kush –por ejemplo, las tribus de las montañas Nuba o la zona de Darfur– cuando les piden que apoyen una historia antigua que no sienten propia? Jahin frunce el ceño y hace una pausa. “Es un buen punto”.
Al igual que muchos jóvenes sudaneses, Jahin rechaza la idea de que la identidad sudanesa sea árabe.
“Si alguien dice: ‘Mis raíces vienen de Arabia Saudita’ o algo por el estilo, no le creo», dice con firmeza. «Pienso que nuestras raíces son las mismas o están estrechamente relacionadas… En general, somos sudaneses. Eso es suficiente”.
La imagen de la kandake revolucionaria vestida de blanco en medio de los manifestantes, con un dedo levantado al cielo mientras invoca a los reyes y las reinas kushitas, ha sido inmortalizada en el arte callejero de Jartum y el resto del mundo. Pero cuando conocí a Alaa Salah en mi segundo viaje a Sudán, a principios de 2020, estaba irreconocible. Vestía un velo color bermellón y ropas oscuras.
El rostro de la revolución en Sudán es una mujer de 23 años
A sus 23 años, Salah se convirtió en el rostro de la revolución sudanesa, un papel que la impulsaría de estudiante de ingeniería a figura internacional invitada a hablar ante el Consejo de Seguridad de la ONU en representación de las mujeres del nuevo Sudán. Mediante un intérprete, Salah me comenta que, de niña, le enseñaron muy poco en la escuela sobre la historia del antiguo reino de Kush y que lo tuvo que descubrir por sí misma. Hacía unos pocos años que viajó a las famosas pirámides en Meroe.
Estaba impresionada por lo que vio: “Tenemos muchísimas pirámides, incluso más que en Egipto”.
Cuando los manifestantes en las calles de Jartum comenzaron a invocar el canto “mi abuelo es Taharqo y mi abuela kandake”, explica Salah, expresaban su orgullo por la resistencia y valentía de los antiguos reyes y reinas. Los hacía sentir como parte de esta civilización ancestral de líderes fuertes y valientes, en especial a las mujeres, quienes desempeñaron un papel fundamental en las protestas.
“Siempre que las personas ven a una mujer joven en las calles luchando por Sudán, significa que es valiente y desafiante, «explica. «Es fuerte, una guerrera, igual que las kandakes”.
Sin embargo, en los casi tres años desde la caída de Bashir, el papel de las mujeres es minimizado cada vez más. Esa era la principal preocupación de Salah cuando platicamos: garantizar que las kandakes modernas de Sudan estén seguras y tengan representación en cualquier gobierno de transición. Desde que nos entrevistamos, el golpe de Estado –que con la amenaza del regreso de un régimen represor se siente más como una contra-rrevolución– ha hecho más peligrosa la situación para las mujeres sudanesas.
La multitud observa y se balancea
Mi último viernes en Jartum crucé el Nilo Blanco hacia la ciudad de Omdurmán, donde la tumba del jeque sufí Hamed al Nil del siglo XIX se encuentra en un cementerio rodeado de calles concurridas. Cerca de 70 % de los sudaneses se considera seguidor del sufismo, una expresión mística del islam.
En general, las órdenes sufíes tienen cierta influencia en la política interna del país y los sufíes, que marcharon desde Omdurmán hasta el cuartel general de la armada para unirse a las protestas de 2019, ayudaron a derrocar al régimen.
Cada viernes, al atardecer, cientos de seguidores de la orden de Qadiriyya se reúnen en el cementerio para realizar el dhikr, un ritual que por lo general supone cánticos y danza. Mientras los hombres vestidos de togas verdes con rojo baten sus tambores a ritmo lento, la multitud observa y se balancea.
El ritmo de las percusiones se acelera y los cantos y la danza comienzan. La ilaha illa Allah: “No hay más dios que el Dios”, repite la multitud al tiempo que las nubes de incienso y polvo se levantan en el aire. El dhikr termina con una catarsis cinética exultante y la muchedumbre se dispersa, algunos acuden al llamado a la oración en la mezquita, otros se abren camino a través del cementerio.
Las tumbas frescas de la revolución en Sudán
Muchas tumbas están frescas y decoradas con los colores de la bandera de Sudán; pertenecen a algunos de los manifestantes asesinados durante la revolución, estudiantes que proclamaron en las calles que ellos también eran reyes y kandakes, herederos del complejo legado de una tierra donde algunos de los imperios más tempranos se llegaron a cruzar.
Al observar a los estudiantes hacer una guardia de honor en una de las tumbas, me impresionó lo frágil que se sentía el nuevo Sudán, semejante a un preciado recipiente antiguo que ha sido excavado de la tierra con cuidado. Ahora, el golpe de Estado ha introducido aún más incertidumbre en una nación y en una generación hambrienta de democracia y estabilidad.
Alguna vez también estuvimos aquí
La mayoría de los grandes palacios y templos de Kush desaparecieron hace mucho; fueron saqueados por partes y quedaron enterrados bajo la arena. Sin embargo, muchos monumentos a la muerte aún permanecen: las pirámides de reyes y kandakes que se levantan como centinelas en el desierto, las tumbas de jeques y las lápidas de estudiantes manifestantes que atiborran los cementerios urbanos.
Estos monumentos se mantienen mientras que los regímenes colapsan; se reconstruyen y gritan a cualquiera que esté dispuesto a escuchar: peleamos por esto. Alguna vez también estuvimos aquí.
Este artículo se publicó originalmente en la edición impresa de National Geographic en Español, abril 2022. Es de la autoría de Kristin Romey, editora de arqueología de la revista en el mundo.
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