Un equipo de National Geographic se dispuso a rastrear el funesto viaje del explorador del siglo XIX sir John Franklin, en busca de pistas sobre su desaparición en el legendario Paso del Noroeste.
Jacob Keanik miró por sus binoculares hacia el campo de hielo que rodeaba nuestro velero. Estaba buscando el oso polar que nos había estado siguiendo desde hacía 24 horas, pero solo percibió una alfombra ondulante de hielo azul y verde que se extendía hasta el horizonte. “Se acerca el invierno”, murmuró. Jacob nunca había visto Game of Thrones y no sabía que la frase era una referencia en la serie a las hordas amenazantes de zombis de hielo, pero, para nosotros, la amenaza que representaba esa masa gélida era igual de funesta. En la remota bahía de Pasley, en las entrañas del Ártico canadiense, el invierno traería una marea implacable de hielo que destrozaría nuestro velero. Si no encontrábamos una salida pronto, nos atraparía y destruiría nuestra embarcación, y quizá a nosotros también. Esta es la travesía por el legendario Paso del Noroeste.
Agosto abordo del Polar Sun
Era finales de agosto y nos habíamos refugiado en la bahía para dejar pasar un temporal atroz. Durante más de una semana había soplado el viento con furia, arrastrando trozos de agua marina congelada de 1.8 metros de grosor desde el casquete polar. Algunos eran del tamaño de mesas para pícnic, mientras que otros parecían barcazas. Aquí y allá, pequeños icebergs apuntaban hacia el cielo como Alpes miniatura flotantes. Las piezas de este mosaico ambulante se mecían en torno al barco, rechinaban cuando chocaban entre ellas y burbujeaban a medida que se iban derritiendo lentamente y desprendían el aire atrapado en ellas.
Cualquiera de estos témpanos pudo haber sido el que atravesara nuestro casco de fibra de vidrio, así que nos turnamos para vigilarlos las 24 horas del día; retirábamos el hielo del velero con largos palos de madera. Al noveno día, Jacob y yo despertamos para descubrir que el agua entre los témpanos se había congelado. Podíamos casi asegurar que nos íbamos a quedar atrapados durante el invierno. Se me hizo un nudo en el estómago y me pregunté si esto es lo que había sentido Franklin.
La ruta de sir John Franklin por el Paso del Noroeste
Si nuestra situación no hubiera sido tan apremiante, la ironía hubiera sido casi cómica. Nuestra tripulación había zarpado de Maine en mi velero, el Polar Sun, hacía más de dos meses para seguir la ruta del legendario explorador sir John Franklin. Él había partido de Inglaterra en 1845 en busca del evasivo Paso del Noroeste, una ruta marina que atraviesa la parte alta y gélida de Norteamérica, y que abriría una nueva ruta de comercio hacia las riquezas del Lejano Oriente. Pero los dos barcos de Franklin, el Erebus y el Terror, junto con su tripulación de 128 hombres, habían desaparecido.
Lo que en ese entonces nadie sabía era que los barcos habían quedado atrapados en el hielo, dejando a Franklin y sus hombres varados en las entrañas del Ártico. Nadie sobrevivió para contar lo que sucedió y no se ha encontrado un relato escrito de su calvario. Este vacío en el registro histórico, al que colectivamente se le conoce como “el misterio de Franklin”, ha provocado más de 170 años de especulaciones. También ha engendrado generaciones de “franklinitas” devotos, obsesionados con reconstruir la historia de cómo más de cien marinos británicos intentaron salir de uno de los puntos más inhóspitos de la Tierra.
El misterio de Franklin
Con el curso de los años, también me había convertido en un franklinita. Con fascinación mórbida, leí todos los libros que encontraba sobre el tema, me imaginaba como un miembro de la tripulación funesta y les daba vueltas a las muchas preguntas sin resolver.
¿En dónde habían enterrado a Franklin? ¿En dónde estaban sus bitácoras? ¿Los inuit habían intentado ayudar a la tripulación? ¿Era posible que algunos de los hombres hubieran estado a punto de escapar?
Al final, no pude resistir las ganas de ir en busca de algunas de estas respuestas por mi cuenta y concebí un plan para reacondicionar el Polar Sun y navegar las mismas aguas que el Erebus y el Terror, anclar en los mismos puertos y apreciar lo que vieron. También esperaba completar el viaje que Franklin nunca logró terminar: zarpar del Atlántico e internarme en la red laberíntica de estrechos y bahías que comprenden el Paso del Noroeste para salir del otro lado del continente, por la costa de Alaska.
¿Un sueño vuelto realidad?
Ahora, después de casi 3,000 millas náuticas —apenas la mitad del trayecto— mi cruzada para sumergirme en el misterio de Franklin se había materializado con demasiada similitud. Si el Polar Sun quedaba varado en el hielo, podría perderlo. Y aunque hubiéramos podido llegar a la costa, nuestro rescate hubiera sido muy complicado. Además, estaba también aquel oso polar.
Para cuando Franklin zarpó, los británicos llevaban tres siglos buscando el Pasaje del Noroeste. Cada expedición se adentraba más hacia el norte y las brújulas de los marineros giraban sin control a medida que se acercaban al norte magnético. Era común que sus barcos quedaran atrapados en el hielo durante la interminable oscuridad del invierno polar. Muchas expediciones terminaron en tragedia, pero ninguna de forma tan estrepitosa como la de Franklin.
Según la versión británica de la historia, la última vez que se tuvo noticia del Erebus y el Terror fue en julio de 1845 en la costa de Groenlandia, cuando los avistaron barcos balleneros. Catorce años después apareció una clave importantísima. Una expedición privada que financió la viuda de Franklin encontró una nota dentro de un cilindro de metal en un lugar llamado Victory Point, en la punta norte de la isla Rey Guillermo, en Canadá.
El registro de Victory Point
El registro de Victory Point, como se le llegó a conocer, es el reporte escrito más importante que surgió de la expedición de Franklin. La nota contiene dos entradas separadas. La primera, con fecha de mayo de 1847, dice que el Erebus y el Terror habían quedado atrapados en el hielo hacía ocho meses, a 15 millas náuticas al noroeste de la isla Rey Guillermo.
Termina así: “Sir John Franklin comanda la expedición. Todo bien”.
La segunda entrada se añadió menos de un año después y dice que abandonaron los barcos en abril de 1848, que la tripulación perdió a 15 hombres y 9 oficiales, incluido Franklin, quien murió dos semanas después de haber escrito la primera nota. Termina diciendo que la tripulación sobreviviente, ahora comandada por Francis Rawdon Crozier, intentó caminar hasta el asentamiento comercial más cercano de la Hudson’s Bay Company, a más de 965 kilómetros al sur. Si algo esperanzador podía ofrecer esta nota desesperada, era debido la veteranía de Crozier luego de múltiples exploraciones al Ártico. Ya había sobrevivido a una expedición que se había quedado atrapada en el hielo y había pasado una temporada con los inuit, quienes lo habían apodado Aglooka (Gran Caminante).
Una macabra historia alterna
Sin embargo, de vuelta en Londres, los británicos tenían una perspectiva muy distinta de la situación. En 1854, cinco años antes de que se encontrara la nota, había surgido otro recuento. John Rae, comerciante de pieles escocés y explorador, relató haberse encontrado con un inuit de nombre In-nook-poo-zhe-jook, quien le contó que un grupo de 35 o 40 koblunas (hombres blancos) había muerto de hambre años antes, cerca de la boca de un río extenso.
El inuit le mostró a Rae decenas de reliquias que había recolectado del lugar, incluida una medalla que Franklin había recibido en 1836. In-nook-poo-zhe-jook también describió un campamento con señales de que los hombres de Franklin habían recurrido, en palabras de Rae, a “la espantosa última alternativa”: cuerpos mutilados, partes que todavía estaban en las teteras en las que las habían cocinado.
Cuando Rae compartió este recuento macabro, el público inglés, enardecido por nada menos que Charles Dickens, se negó a creer que la tripulación había recurrido al canibalismo.
“La conducta noble y el ejemplo de esos hombres y de su excepcional líder… pesa más que… los rumores de un puñado de personas incivilizadas”, escribió Dickens en la revista Household Words.
La influencia del famoso autor era tal que la mayoría de los británicos creyó que el inuit había asesinado a Franklin y sus hombres, no las condiciones climáticas brutales, la falta de preparación de la tripulación o la simple mala suerte. Y, como resultado, la mayoría de las reconstrucciones posteriores de los últimos días de la expedición no contempló las extensas historias orales del inuit, que hubieran contado una historia por completo distinta.
El sueño premonitorio
Cuando se encontraron los restos del naufragio del Erebus y el Terror en 2014 y 2016, respectivamente, la mayoría de los franklinitas se enfocó en lo que recuperarían los arqueólogos. Supe de un hombre que vivía en los confines de los Territorios del Noroeste, en Canadá, que seguía buscando lo que él creía era el santo grial del misterio: la tumba de sir John Franklin.
Tom Gross se fue a acostar una noche de 1990 y soñó que había encontrado el lugar de descanso final de sir John Franklin. “Soñé que lo encontraba en Toronto. Recuerdo haber pensado: No puede ser”, relató.
Había conseguido el teléfono de Tom y lo llamé a su casa, en el norte de Canadá. Me contó que su fascinación por Franklin había comenzado cuando vio un documental sobre los arqueólogos que habían exhumado a tres tripulantes en la isla Beechey, donde la expedición había pasado su primer invierno en el Ártico. Las caras de los hombres se habían conservado de forma espeluznante en el permafrost.
“Era un túnel en el tiempo demente, no estaba seguro de si nosotros habíamos retrocedido a su época o si ellos habían llegado a la nuestra”, dijo.
La experiencia lo había enviado a una obsesión literaria en la que absorbió todo lo que encontró sobre el tema. Y después vino el sueño. Cuando despertó, Tom decidió planear su primera búsqueda.
Tom Gross y su búsqueda del Tesoro
Por teléfono, describió cómo en el curso de los 27 años que sucedieron al sueño, había organizado 40 expediciones de búsqueda. Entre sus turnos como director de mantenimiento de la autoridad de vivienda de los Territorios del Noroeste, había recorrido la alucinante cantidad de 19,312 kilómetros a pie y a bordo de un vehículo todoterreno (ATV) en la isla Rey Guillermo.
También había dedicado decenas de horas a sobrevolar la misma zona en su propia avioneta. A diferencia de muchos franklinitas, Tom vivía en el Ártico. Se había mudado a Nunavut hacía 39 años y tenía un hijo con una mujer inuit. Cuando cazaba y capturaba animales con sus amigos inuit, siempre les había puesto mucha atención a los relatos sobre los encuentros de sus ancestros con los hombres blancos, y estaba seguro de que los relatos inuit eran la clave para encontrar a Franklin. En la última década, Jacob, un guía inuit y antiguo oficial de conservación de la vida silvestre canadiense, se había sumado a sus búsquedas.
Tom señaló que el premio no solo era encontrar a Franklin, sino todo lo que habían enterrado con él. Explicó que, cuando el líder de una expedición británica perecía durante un viaje de esa naturaleza, su entierro servía como depósito de información para futuros exploradores. La tumba de Franklin bien podría contener la bitácora del barco, que proveería un recuento del viaje, así como diarios y cartas. En el barco viajaba un naturalista, cuyas observaciones científicas también podrían encontrarse ahí, y los hombres llevaban equipo fotográfico rudimentario, por lo que era posible que hubiera imágenes.
“Podría ser un tesoro histórico oculto”, recalcó Tom.
La bóveda de piedra
La pista más prometedora llegó en 2004, cuando un cazador inuit de nombre Ben Putuguq le habló de una “casa de piedra” rectangular que había encontrado en la zona norte de la isla Rey Guillermo. Dentro, Putuguq vio cuatro bóvedas de piedra. En la estructura, grandes piedras negras rodeaban la entrada. Habían sido cavada en la ladera bajo la cresta de una montaña. Putuguq insistía en que no se parecía nada a una construcción inuit.
Durante una época, Tom estaba convencido de que el relato de Putuguq correspondía con testimonios inuit más antiguos que había reunido un excéntrico explorador estadounidense, Charles Francis Hall, quien había vivido entre 1860 y 1869 con los inuit y reunió cientos de páginas de testimonios sobre la expedición de Franklin.
Un inuit de nombre Supunger le contó que viajó a la punta norte de la isla Rey Guillermo y se encontró con una casa de campaña deshilachada, el esqueleto de un kobluna medio vestido y un peculiar pilar de madera, con una bola decorativa tallada en la base. El pilar, particularmente fuera de lugar, pues en la isla no hay árboles, marcaba una zona donde había varias piedras grandes apiladas con cuidado. Supunger retiró las piedras y develó una bóveda donde encontró un cuchillo, el hueso de una pierna y un cráneo.
“Acompáñanos si quieres”
Incluso con estas descripciones, encontrar una estructura de piedra en la extensión pedregosa de la isla Rey Guillermo sería el equivalente a ganarse la lotería del explorador, pero en 2015 Tom creyó que eso había hecho. Él, Jacob y dos amigos iban en una avioneta al sur de Victory Point, donde se encontró la famosa última nota, cuando advirtió dos piedras negras en una cresta.
“No pertenecían aquí —me contó—. Y, a medida que me acercaba, vi una estructura perfectamente rectangular construida a un lado de la cresta”.
Calcula que era de 3.6 por 4.8 metros.
Sin embargo, por la emoción del momento, no registró las coordenadas en el GPS del avión. Él y su copiloto supusieron que sería fácil volver a trazar la ruta, pero en vuelos subsecuentes no pudieron encontrar la estructura de piedra, perdidos en un laberinto de cumbres de grava homogéneas cubiertas de neblina y con un clima siempre cambiante. Después de varias temporadas más de búsqueda, habían descartado todo menos una sección de 77 kilómetros cuadrados, la zona donde planeaban buscar en su próximo viaje.
“Acompáñanos si quieres. Siempre nos sirve otro par de ojos”, dijo.
Llegando a Uqsuqtuuq
A finales de julio me reuní con Tom, Jacob y los otros miembros del equipo de búsqueda en Gjoa Haven. Es el único asentamiento en la isla Rey Guillermo y su nombre rinde tributo al barco de Roald Amundsen, el Gjøa, el cual el explorador noruego ancló en el puerto por dos años durante la primera navegación documentada del Paso del Noroeste, que completó en 1906. La mayoría de los 1,100 inuit del asentamiento, quienes subsisten ante todo de cazar y pescar, utiliza su nombre original, Uqsuqtuuq, que quiere decir “mucha grasa”, para referirse a la abundancia de mamíferos marinos.
Jacob y Tom tienen 62 años, y los dos son experimentados amantes de la naturaleza, su única similitud es la capacidad de operar en el terreno difícil y el clima extremo del Ártico. Tom es de pecho amplio y fuerte, un conversador entusiasta a quien le gustan las gorras de beisbol. Jacob es enjuto, un observador silencioso, y parece vivir dentro de un gorro de aviador forrado con pelaje y con orejeras. Los dos me cayeron bien y el entusiasmo de Tom era contagioso.
“Estoy seguro de que vamos a encontrar la tumba. Es prácticamente un hecho”.
Temporada de pelechar
Empacamos nuestras cosas en los ATV y salimos en un convoy que lideraba Jacob por el interior de la isla hacia el cabo Félix, a unos 160 kilómetros al norte. La topografía variaba entre campos de grava de piedra caliza y turberas neblinosas, interrumpidas por el túmulo ocasional, pequeñas pilas de piedras planas que marcan las rutas de cacería de los inuit. Como era verano, el sol nunca se ocultó y la temperatura era constante, pero por la humedad del aire había un frío permanente que nos mantuvo arropados en vellón y ropa para la lluvia.
Era la temporada de pelechar; las plumas de gansos blancos volaban en el ambiente como vilanos. Sin su plumaje, estos gansos no podían volar y, mientras corrían de aquí para allá, con su graznido siempre presente, vimos a varios zorros polares de pelo negro tras ellos. Me pregunté cuántas de estas aves habrían cazado los hombres de Franklin durante los veranos que pasaron en la isla.
Tarde en nuestro segundo día nos detuvimos sobre una colina marcada con un túmulo prominente. Jacob me contó que era probable que lo hubieran construido los thule, ancestros de los inuit, que habitaron la isla hacía 800 o 1,000 años. Los cazadores lo utilizan desde entonces.
“Los campamentos siempre están en los lugares más altos porque desde aquí puedes ver la presa”, aclaró Jacob.
Un anillo de piedras, cubierto de musgo verde brillante, rodeaba el túmulo. Jacob me explicó que las piedras se utilizaban para sujetar las esquinas de las casas de campaña de piel de foca de los cazadores y que el musgo se alimentaba de los restos descompuestos de los animales que ahí se habían sacrificado.
Jacob Keanik
Durante el día, Jacob no hablaba mucho, pero en la tarde, cuando nos sentábamos a tomar té y ver el sol en su circuito de 24 horas alrededor del horizonte, me compartió sus orígenes. Nació en la parte continental de Canadá, a orillas del río McNaughton, a unos 209 kilómetros al suroeste de Goja Haven. Fue el menor de nueve niños. Sus padres se regían por el calendario estacional: cazaban caribúes, bueyes almizcleros y osos polares en el verano; en el otoño pescaban truchas árticas con arpón en los ríos y cazaban focas en la costa en primavera. En el invierno vivían en iglúes, que iluminaban y calentaban con lámparas de aceite de foca.
Cuando tenía cinco años, las autoridades canadienses obligaron a la familia de Jacob a mudarse de Gjoa Haven, para que los niños pudieran ir a la escuela. Le dieron una casa pequeña y un subsidio modesto a la familia, pero no era suficiente para costear la comida importada que se vendía en la tienda de Hudson’s Bay y la zona de Gjoa Haven no era propicia para la cacería. En la escuela, a Jacob se le dificultó encajar.
“Me vestía con ropa hecha de caribú: pantalones de caribú, guantes de caribú, todo de caribú. Los niños me molestaban porque ellos se vestían con ropa nueva que venía del sur”.
Los padres de Jacob viajaban en los veranos para cazar, pero Jacob se quedaba en Gjoa Haven y, con el tiempo, se preparó para ser oficial de conservación. Sus labores incluían anestesiar a osos polares para medirlos, tomar muestras de sangre y pelaje. Actualmente, Jacob trabaja como guía de caza y es presidente del museo inuit de su localidad.
La “biblia de Franklin”
Esa noche acampamos en la boca de un río burbujeante que desecó una cadena de lagos extensos en la ensenada Collinson. Era una noche templada, en la troposfera giraban cirros ralos. Tom estaba sentado en una hielera con su “biblia de Franklin”, un diario forrado con piel, que tenía notas escritas a mano, fotos y bocetos que comprendían casi tres décadas.
Abrió la libreta para enseñarme la casa de piedra: cuatro paredes y una entrada. No tenía techo y el interior albergaba cuatro bóvedas rectangulares.
“Esto fue lo que vi desde el aire en 2015. Y coincide exactamente con el testimonio de Ben Putuguq”, aseguró.
La descripción de Tom de la casa de piedra también tiene asombrosas coincidencias con un recuento importante de un ballenero de nombre Peter Bayne, quien se encontró con hombres inuit en el invierno de 1867-1868. Le contaron que dos barcos grandes se habían quedado atrapados en el hielo, en la costa oeste de la isla Rey Guillermo. Los marinos habían acampado en la orilla, con casas de campaña llenas de hombres enfermos y moribundos.
Enterraron a la mayoría de los muertos en una colina cercana, pero un hombre murió a bordo del barco y “lo llevaron a la orilla…, no lo enterraron en la tierra como a los demás, sino en una apertura en la piedra… y dispararon muchas armas”. Los inuit mencionaron “varias bóvedas cerradas” dentro de la tumba, una grande y varias pequeñas, las cuales, creían, solo contenían papeles. El relato inuit fue tan detallado que Bayne dibujó un mapa que parecía ubicar el sitio cerca de Victory Point.
Pistas en el hielo
Al otro día, a media mañana, Tom nos guio al norte, a una península estrecha y con forma de gancho que sobresalía en el mar azul cobalto. El agua estaba en calma y casi no tenía hielo, salvo por uno que otro trozo del tamaño de un coche que flotaba cerca de la orilla. Mientras atravesábamos la franja estrecha de tierra, me llamó la atención un círculo de peñascos de piedra caliza, otro refugio circular. Encontré artículos de campamento desperdigados, un cucharón viejo, una trampa oxidada para zorros y algunos casquillos.
Pero había un artículo que no encajaba en un campamento inuit: un pedazo de metal que parecía un accesorio de latón para tubería. Tenía cuatro aperturas, tres con cabezas hexagonales. Una cabeza hexagonal tenía una sección de tubería pegada.
—¿Qué crees que sea? —le pregunté a Tom.
—Diría que parece un pedazo del motor a vapor del Erebus o del Terror —respondió.
Jacob también encontró una bola de piritas de hierro, que en la Inglaterra del siglo XIX se utilizaban para prender el fuego. Otro miembro del equipo había recogido una estaca de madera. Medía exactamente 40 centímetros. Jacob dijo que los inuit no utilizaban estacas y que, cuando cortaban madera, lo hacían a ojo, nunca tomaban medidas exactas.
“Casi un hecho”
Asumimos que eran artefactos de Franklin y que debíamos estar cerca de la casa de piedra que Tom había visto desde el aire. No obstante, la isla Rey Guillermo tiene la capacidad de ocultar sus secretos. En el curso de los siguientes cuatro días exploramos cumbres de gravilla que se extienden como dedos huesudos desde la ensenada Collinson hacia el interior, pero la uniformidad del terreno era desesperante. Luego de un rato parecía que viajábamos en círculos, sensación que confirmó mi GPS.
Frustrados porque nuestro “casi un hecho” se estaba volviendo una misión imposible, Tom nos llevó al oeste, a un lugar llamado bahía Erebus.
Dos días después, Jacob, Tom y yo estábamos sentados alrededor de una fogata que hicimos con madera de deriva en la orilla de la bahía. Con el crujir de las llamas, Tom abrió su biblia de Franklin y recitó otro recuento inuit.
Es de mala suerte
En 1866, Charles Francis Hall escribió que había conocido a un inuit de nombre Kok-lee-arng-nun, quien dijo que lo habían invitado a un barco en la costa de la isla Rey Guillermo. El inuit describió al capitán del barco como “un hombre mayor con hombros amplios, grueso… de vello cano, cara redonda y calvo”, y lo llamó Too-loo-ark (Cuervo). Tom nos mostró una copia de un daguerrotipo de Franklin.
El barco estaba anclado en una bahía grande, donde “muchos, muchísimos hombres en el hielo tenían armas, además muchos tenían cuchillos con mangos largos”. Formaban una línea en la bahía, acorralaban a los caribúes en el hielo y “mataron a muchos”.
Cuando terminó de leer, Tom preguntó: “¿Qué harían los inuit si vinieran a cazar a la isla Rey Guillermo y descubrieran hombres blancos matando a su presa?”. Se quedó mirando a Jacob, pero su amigo no dijo nada. Tom había vivido buena parte de su vida entre los inuit, por lo que estaba habituado a esos silencios, y respondió su pregunta:
“Los chamanes inuit les hubieran echado una maldición a los hombres de Franklin. Estoy seguro de que, alguna vez, los inuit supieron dónde estaba la tumba de Franklin, pero no querían que la encontraran porque estaba maldita”.
Jacob permaneció en silencio. Se quedó mirando al vapor que emanaba del forro de sus botas, que se secaban al fuego. Cuando Tom regresó a su casa de campaña, Jacob me miró:
“De niño, mi mamá me dijo que nunca hablara de los chamanes. Es de mala suerte”.
«Es hora de irnos»
Un mes más tarde, rodeado de hielo en medio del Paso del Noroeste, tenía preocupaciones más importantes que nuestra búsqueda infructuosa. Después de salir de la isla Rey Guillermo, Jacob se incorporó a nuestra tripulación del Polar Sun para guiarnos precisamente en una situación como aquella. Pero, dada la cantidad de hielo, nadie podía hacer nada, salvo esperar a que un temporal del sureste limpiara todo el hielo de la bahía.
En cambio, el viento sopló hacia el noroeste. Muy fuerte. Todos los días se acumulaba cada vez más hielo, amenazando con aplastar el Polar Sun. O quizá peor, empujarlo hacia la orilla y sacarlo del agua, donde residiría para siempre como señal de infortunio en este paisaje magnífico y como un monumento a mi propia soberbia.
Y cuando ya habíamos perdido toda esperanza, tuvimos suerte, la que había eludido a Franklin: las temperaturas bajo cero dieron paso a un sol abrasador de mediodía que pareció prender una mecha en la masa de hielo que rodeaba nuestro barco.
Cada par de minutos, en la bahía se oía el eco de los trozos que se derretían y caían al agua. Dos días antes habíamos amarrado un cabo en torno a un témpano grande que nos había protegido de los trozos deambulantes. Ahora, sin previo aviso, se desprendió un fragmento enorme de hielo que produjo una ola, la cual meció nuestro barco como si lo hubiera embestido una ballena.
“Es hora de irnos”, indicó Jacob con serenidad, recogiendo los cabos mientras el primer oficial de cubierta del Polar Sun, Ben Zartman, encendía el motor. Jacob y yo nos posamos en la proa. Ben nos condujo a una cuenca de agua abierta del tamaño de una alberca, pero el hielo nos seguía bloqueando.
Atravesando un iceberg
Ben aceleró el motor. “¡Ey, baja la velocidad!”, grité. Pero Ben no me escuchó o no quiso hacerlo. El barco se estrelló con el hielo y produjo un crujido nauseabundo que levantó la proa del agua. Se inclinó y cayó de nuevo con sus 17 toneladas, dejando una mancha negra de pintura en el hielo. Pero la maniobra agresiva de Ben funcionó. Un pedazo de hielo del tamaño de un tráiler se rompió y dejó abierto un sendero estrecho para pasar.
Las próximas dos horas seguimos por un canal diminuto tras otro hacia el norte, al estrecho de James Ross. Cuando el Polar Sun por fin salió al mar abierto, saber que todavía nos faltaban 2,100 millas náuticas de travesía —el equivalente a cruzar el océano Atlántico— mitigó mi alivio, ya que cualquier día el hielo podría viajar desde el mar de Beaufort e impedir nuestro escape por el estrecho de Bering.
Mientras el verano llegaba a su fin, escapamos hacia el oeste y cruzamos el Ártico central, presionando al Polar Sun. Regresó la noche, pero del cielo se suspendía una cortina de nubes grises y no podíamos ver las estrellas. Quería absorber la belleza natural de aquel lugar, los paisajes que Franklin hubiera disfrutado.
Vimos grupos de ballenas belugas de un blanco resplandeciente, una docena o más que viajaban debajo de la superficie en una perfecta formación de flecha, y enormes grupos de morsas, incontables caras redondas y largos colmillos oscilando en el mar gélido. Constantemente, las gaviotas rodeaban el barco y bajaban en picada frente a la proa, con la audacia de pilotos de combate. También vimos otras embarcaciones, incluido el rompehielos canadiense Henry Larsen y un enorme barco rojo que navegaba en un patrón de cuadrícula, quizá buscando reservas de petróleo en el mar.
Un tifón en el Ártico
Por fin doblamos Point Barrow, en Alaska, y dimos la vuelta hacia el sur, hacia el estrecho de Bering, la meta no oficial del Paso del Noroeste. Al cruzar el mar de Chukchi, recibí un texto por satélite de mi esposa. “¿Sabes del tifón Merbok?”, preguntaba. El Servicio Meteorológico Nacional lo estaba llamando “la tormenta más fuerte en más de una década”.
Un tifón en el Ártico, pensé. Lo que faltaba.
Fondeamos a unos kilómetros de la costa de Point Hope, Alaska, para dejar pasar los vientos huracanados y el oleaje de 3.3 metros. Mientras el viento rugía entre el cordaje del Polar Sun, pasé el tiempo leyendo sobre Franklin y reflexionando sobre la eterna pregunta de qué les pasó a él y a sus hombres.
De los 105 que abandonaron el barco en abril de 1848, a la fecha solo se han encontrado los restos de 30. Entonces, ¿qué pasó con los demás? En la década de 1870, un grupo de inuit le contó a un ballenero estadounidense que había conocido a un grupo de hombres blancos años antes, en la península de Melville, a casi 480 kilómetros de la isla Rey Guillermo.
El ‘gran oficial’
Los hombres blancos tenían a un líder que vestía un uniforme con tres franjas en la manga. Los inuit testificaron que aquellos forasteros habían almacenado papeles dentro de un túmulo y, como prueba de su encuentro, mostraron una cuchara de plata que llevaba la cresta de Franklin.
En torno a esa época, otro inuit le presentó una espada a un comerciante en un puesto fronterizo de la Hudson’s Bay Company y reportó que un “gran oficial” de la expedición de Franklin se lo había dado en 1857, para agradecerle por haber cuidado a sus hombres en el invierno.
¿Acaso Crozier era este “gran oficial” que pudo haber sobrevivido hasta mediados de la década de 1850? De cierta forma, me resultó la parte más triste de la historia de Franklin: que Crozier, o alguien más, hubiera sobrevivido una década en los inviernos del Ártico para morir a poca distancia de un centro de intercambio comercial y la posibilidad de regresar a casa. En ese momento, durante la cola del tifón, creí entender cómo sintieron nostalgia por su hogar.
Por fin, el hallazgo
El Polar Sun entró al puerto interior de Nome a las 7:30 p.m., el 20 de septiembre. Después de 110 días y 5,877 millas náuticas, tenía sentimientos encontrados por el final de la expedición. En parte porque no estaba Jacob para ayudarme a atracar en la dársena pública.
Se había separado de la expedición después de escapar del hielo. Seguro ya estaba cazando caribúes en los mismos territorios donde había buscado la tumba de Franklin. Pero, antes de partir, Jacob había detonado una bomba: “Ya sé dónde está enterrado Franklin. Tom cree que ya buscamos ahí, pero no es así”, comentó.
Jacob señaló un punto en un mapa a unos kilómetros de donde habíamos estado buscando. Ahí estaba.
Explicó que conocía aquella ubicación como parte de la sabiduría familiar, por ancestros que habían viajado a la punta norte de la isla rey Guillermo para recolectar madera de deriva, la cual empleaban para fabricar arpones, mangos de cuchillos y trineos para perros.
Hacía mucho, su bisabuela había encontrado una tumba en una cresta de grava. No sabía si era “la casa de piedra”. Sin embargo, en la tierra, ella había encontrado bolas para mosquete y semillas de ciruela, objetos que ella y su gente nunca habían visto.
Una promesa de voler al Paso del Noroeste
Por lo que fuera, Jacob había esperado para contármelo cuando ya no podía hacer nada con la información. Cuando lo presioné para que me explicara por qué, sonrió y dijo que tal vez regresaría a Gjoa Haven algún día para continuar la búsqueda. Con Tom, desde luego.
Pero me pregunté si también tenía que ver que no quiere encontrar la tumba. Una noche, sentados en la cabina del Polar Sun, mientras atendía la estufa de leña, Jacob volteó para verme y me dijo:
“Es de mala suerte tomar las cosas de los muertos”.
Más tarde le llamé a Tom para contarle lo que Jacob me había compartido. “¿Cuál es la ubicación?”, preguntó Tom. Le conté. Se produjo una pausa larga. “Ya buscamos ahí”, dijo. Se produjo otra pausa. “Tal vez volvamos a buscar ahí el próximo año”.
Este texto fue escrito por Mark Synnot y las fotogtrafías son de Renan Ozturk.
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