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Así lucha la nación asháninka lucha contra el narcotráfico para conservar su territorio en Perú

Se llaman a sí mismos guerreros: ovayerii. En los años de lucha contra Sendero Luminoso, estos grupos –reconocidos por la ley como Comités de Autodefensa– derrotaron al terrorismo en la selva del Vraem. Hoy día, pese a la indiferencia del Estado, “el ejército asháninka” resiste frente al narcotráfico, los madereros ilegales y los invasores de tierras. Para ellos, la paz sigue bajo amenaza.

Lo llamaban Bendito. Era un joven alto y robusto como un tronco, pastor de una pequeña iglesia evangélica, cuyas palabras solían ser tan enérgicas y seductoras que pudo convertir decenas de asháninkas (como él) en cristianos. Sin embargo, en la comunidad nativa de Potsoteni, donde había nacido y crecido al igual que sus antepasados, Bendito no logró convencer a los militantes de Sendero Luminoso de cambiar el camino de las armas por el perdón.

Para los terroristas –muchos de ellos profesores o agricultores también asháninkas– el único modo de abandonar esa vida de pobreza, ese “abandono histórico” del Estado peruano, era tomar el poder a través de “la guerra popular”. Todo aquel que se opusiera a ese proyecto era un enemigo y debía ser exterminado. Degollado. Ahorcado. Apedreado. Morir con un balazo en la cabeza.

Huir en lo oscuro de la noche

Musuk Nolte / National Geographic Society

Bendito vio cómo asesinaron a las autoridades de Potsoteni, cómo las familias aceptaban unirse a las filas del Partido Comunista por miedo. Entonces una noche, a mediados de 1990, cuando en una fiesta en la que los mandos terroristas se emborracharon, el joven pastor, sus dos mujeres, sus hijos pequeños y un grupo de 30 familias aprovecharon para huir en lo oscuro de la noche.

Navegaron en canoas por el poderoso Ene, ocho horas río abajo y sin detenerse, hasta llegar a Poyeni, otra comunidad en la cuenca del río Tambo y fuera del alcance de Sendero. Desde ese día, aquel pastor de 25 años –que en ese tiempo aún se llamaba Alejandro Pedro Chubiante– cambió de nombre (para proteger a su familia) por el que hoy lo recuerdan todos los asháninkas. Aunque le sirvió muy poco: años después, en una emboscada mientras cosechaba yuca, unos terroristas lo asesinaron a pedradas.

“Esa historia no la olvido, pero no me victimizo porque murió mi padre”, me comenta Ángel Pedro Valerio, hijo menor de Bendito, que en aquel entonces –la noche de la huida– era un bebé de dos años abrazado a la falda de su madre. “Los asháninkas recordamos para que esa tragedia no vuelva a pasar”.

Aunque las imágenes de su padre son demasiado borrosas, Ángel Pedro dice que conserva su legado. En unos meses tendrá 33 años, y cumplirá el sexto año como presidente de la Central Asháninka del Río Ene (CARE), creada en 1993 para organizar esta nación indígena –la más numerosa de la selva peruana– en el proceso de repoblar las tierras que habían sido tomadas por el terrorismo a finales del siglo XX.

Falta el 10 % del pueblo Ashánika

El pueblo asháninka fue la nación amazónica más castigada por la guerra entre el ejército y Sendero Luminoso. Según el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, más de 30 comunidades desaparecieron, unos 10 mil indígenas fueron desplazados, 5 mil secuestrados y 6 mil asesinados (cerca de 10 % del total de muertes registradas).

Los primeros senderistas en llegar al Ene, a mediados de los años ochenta, lo hicieron con grupos de colonos que se dedicaron al cultivo de hoja de coca y que se asentaron al margen izquierdo del río. Su propósito: controlar la selva central, luego de enfrentar a los militares en Ayacucho, en la sierra sur del país.

Musuk Nolte / National Geographic Society

Los terroristas saqueaban las chacras, quemaban postas médicas y oficinas municipales, también levantaban campamentos de trabajo forzado en la espesura del bosque, donde tenían cautivos a cientos de asháninkas por meses. Los obligaban a trabajar la tierra, a cocinar para los mandos terroristas, a abandonar su lengua para hablar quechua o español. Acuchillaban o ahorcaban a los rebeldes delante de sus familias. Violaban a las mujeres. Secuestraban a los niños de entre 10 y 15 años para adoctrinarlos y convertirlos en combatientes.

Además, en esa época se desató el auge del tráfico de cocaína en el valle del Ene. La economía local cambió con rapidez y estimuló la apropiación de tierras. Las hasta entonces apacibles pistas de aterrizaje de las misiones religiosas (como la de Cutivireni) se volvieron muy activas. Y aparecieron colombianos, y les pidieron a los asháninkas que abandonaran el cacao para dedicarse a la coca, más lucrativa. Algunos aceptaron, otros no.

Cientos de asháninkas, como Bendito y las familias de Potsoteni, huyeron al monte o bajaron por el río, aunque algunas personas tuvieron que dejar atrás a sus familiares más débiles o pequeños. Temían ser encontrados por los comandos de aniquilamiento. Los jefes de las comunidades, sin embargo, sabían que no podían vivir huyendo para siempre.

La huida, el combate, el retorno

A diferencia de otros pueblos amazónicos que conquistan territorios, los asháninkas son gue- rreros defensivos: cuando son atacados o invaden sus tierras, tienen la reputación de ser los más fieros –los mejores con el arco y la flecha– de las 51 naciones amazónicas que existen en Perú. Por ello, luego del golpe inicial de Sendero en el Valle del Ene, la población asháninka se organizó sin esperar la ayuda del gobierno.

Los asháninkas formaron grupos especializados para protegerse de las amenazas; les llaman ovayerii, guerreros. En su libro Rondas campesinas y nativas de la Amazonia peruana, el antropólogo Óscar Espinosa explica que estos clanes constituyen una práctica tradicional a la que los asháninka se han visto obligados a recurrir en distintos momentos, cuando han tenido que defender sus tierras o sus vidas. La tradición fue reactivada frente a la situación de violencia terrorista.

El ejército asháninka

Así, a comienzos de los años noventa, cuando la guerra contra Sendero era más sangrienta, los asháninkas del valle de los ríos Ene y Tambo se organizaron en lo que hoy se recuerda como el ejército asháninka: un batallón de indígenas armados con escopetas, arcos y flechas que hacían asaltos sorpresivos a los campamentos senderistas. Para ello, los ronderos nativos apelaron a la tradición de guerreros de sus abuelos.

Todos los varones adultos pasaron a formar el “comité de autodefensa” o CAD, que fue legalizado en 1991 con el decreto de ley 741, durante el régimen de Alberto Fujimori. “Gracias a nosotros es que los militares han vencido”, cuenta Américo Salcedo, de 35 años, y presidente del comité de autodefensas del Valle del Ene.

Musuk Nolte / National Geographic Society

Para 1994, las comunidades del Ene como las de Potsoteni decidieron reconquistar los territorios en coordinación con las fuerzas armadas. Potsoteni (“río rojo” en lengua asháninka) fue de las primeras comunidades en volver a su territorio.

“Hacíamos emboscadas a los terrucos. Poquito a poquito abrimos chacra para vivir de nuevo en este territorio”, cuenta Toribio Valerio, antiguo dirigente asháninka que organizó el regreso de su comunidad, luego de que su tío Bendito fuera asesinado por Sendero Luminoso.

Las amenazas del presente

Acá no hay paz al 100 %”, asegura Aroldo Ventura de 47 años, y presidente de la comunidad Unión Puerto Asháninka, ubicada en la parte baja del Valle del Ene, donde viven unas 500 familias. Por la mañana, Aroldo da órdenes y despide a una tropa de jóvenes miembros del comité de autodefensa. Hoy día, y de acuerdo con la tradición de sus padres y abuelos, vigilan su territorio; aunque ya no se enfrentan al terror desplegado por Sendero Luminoso, saben que todavía hay peligros.

Musuk Nolte / National Geographic Society

Los comités de autodefensa han evolucionado en sus funciones, y ahora se encargan de mantener el orden en las aldeas asháninkas. Intervienen en disputas entre vecinos (casos de violación, robos, violencia familiar), vigilan el ingreso de forasteros (invasión de colonos, por lo general, o el paso por el río de “mochileros” o traficantes), detienen el avance de los incendios forestales (con drones), resisten las presiones de los narcos de la hoja de coca (ante la que el dinero, a veces, suele quebrar voluntades).

“Los cocaleros del Vraem, al ver que ya no hay más tierras para cultivar, invaden nuestros territorios, tumban los árboles y plantan su coca. Y ahí puedes hacer dos, tres cosechas. Pero después, con tanto químico, la tierra ya no sirve para nada, sin nutrientes. Entonces invaden más zonas indígenas. Es un círculo que nunca termina», explica Américo Salcedo, quien conoce de primera mano cómo actúan estas mafias. «Yo lo he visto, nadie me ha contado. Pero las autoridades del Estado peruano parecen no pensar lo mismo”.

El peligro está muy lejos de desaparecer

En un documento remitido al Cooperative for Assistance and Relief Everywhere (CARE, por sus siglas en inglés) en 2021, los militares apostados en el Valle del río Ene privilegian el resguardo de la zona de la parte alta, más cerca a la selva del Vraem, donde hay un nivel mayor de acción de los grupos narcotraficantes y sus aliados, los remanentes terroristas. Sin embargo, para los asháninkas de esas comunidades, ubicadas en esa zona del valle –como Osherato, Unión Puerto Asháninka y Potsoteni– el peligro está muy lejos de desaparecer.

“Hoy día, los militares de la zona dicen que no tienen su padrón o resolución actualizados; entonces, los comités se deben desactivar. Pero la ley no indica eso”, explica Irupé Cañari, asesora legal de CARE, quien también comenta que estos requisitos no pudieron ser cumplidos por varias comunidades debido al aislamiento durante la pandemia.

Musuk Nolte / National Geographic Society

Además, no tenían ni internet para enviar sus informes ni combustible para navegar río arriba ocho horas hasta la base militar más cercana. Fue un trabajo intenso hacerle entender al ejército. Los comités de autodefensa seguirán existiendo de manera legal mientras haya estado de emergencia en esa zona. En cuanto se regrese del estado de emergencia al Estado de Derecho, cuando ya no hay grupos hostiles, se desactivarán de los comités de autodefensa. Eso dice el decreto”.

A mediados de 2021, en el contexto de la matanza de la comunidad del Vizcatán del Ene, con el asesinato múltiple de unos comuneros, las fuerzas armadas decidieron dejar sin efecto la desactivación de los comités de autodefensa asháninkas. Hoy, toda la zona del Vraem sigue en estado de emergencia, y los líderes asháninkas, en peligro.

Amenazados por defender su territorio

Global Witness indica que Perú está entre las 10 zonas más peligrosas del planeta para los defensores de la tierra y el agua. Y los líderes asháninkas, como ocurrió en la época de la subversión, son de los más atacados y criminalizados. En 2013, por ejemplo, dos sicarios mataron a Mauro Pío –líder histórico del pueblo– al dispararle desde sus motocicletas. Pío llevaba 20 años pidiendo el título de propiedad de sus tierras y la expulsión de la empresa forestal que invadía su comunidad.

Más de 80 peruanos (en su mayoría indígenas) fueron asesinados por causas similares durante las dos primeras décadas de este siglo. La cifra solo registra los casos conocidos.

“El mayor peligro que sentimos es que el Estado, que se supone nos debe defender, nos traiciona”, dijo alguna vez Ruth Buendía, reconocida lideresa asháninka ganadora del premio Goldman, el Nobel verde. Ella enfrentó a la compañía brasileña Odebrecht para evitar la construcción de una represa en tierras indígenas.

Los nuevos liderazgos

Musuk Nolte / National Geographic Society

Las nuevas generaciones de asháninkas, jóvenes de entre 20 y 30 años, hijos y nietos de los líderes exterminados o desterrados durante la guerra contra Sendero, tienen claro que no pueden esperar con las manos extendidas que el gobierno les ayude.

“Ya esperamos demasiado”, comenta Florinda Yumiquiri de 28 años, madre de dos niños y un bebé que nacerá pronto. De pie, bajo la sombra de un árbol, la secretaria de la comunidad de Osherato (“cangrejo”) y tesorera de CARE, dice que por eso ahora las mujeres también forman parte de los comités de autodefensa.

“Los tiempos han cambiado. Ahora yo no puedo, pero las más jovencitas también salimos a patrullar, a chalanguear a los que vienen a invadir nuestro territorio”, asegura Florinda al referirse a esa costumbre asháninka de azotar a un “malvado” con unas ramas de ortiga.

Así, cuenta, lograron expulsar hace unos años a un grupo de colonos (“choris”) que quisieron apropiarse de un sector del bosque de la comunidad. Recién, luego de un juicio que duró casi una década, lograron terminar con ese problema al sacar su título de propiedad en 2018. No es el único caso.

Legalizar un territorio indígena es en extremo complejo, costoso y lento

A pesar de que habitan sus territorios desde hace generaciones, más de 600 comunidades indígenas –la mitad de todas las que existen en la selva peruana– siguen sin ser las dueñas legales de sus tierras. Un estudio de World Resources Institute, realizado en 15 países de Asia, África y América Latina, demuestra que el proceso de legalizar un territorio indígena es en extremo complejo, costoso y lento, y obliga, a veces, a que las familias abandonen sus terrenos o pierdan sus derechos sobre el agua, las plantas medicinales o los alimentos.

Mientras las comunidades deben afrontar procesos que pueden tardar más de 30 años, las empresas que solicitan concesiones en estas mismas regiones suelen obtenerlas en 30 días o en cinco años. Los pueblos indígenas y las comunidades rurales ocupan más de la mitad de las tierras del planeta, pero solo poseen legalmente 10 % a nivel mundial.

Musuk Nolte / National Geographic Society

En el Valle del Ene, una de las comunidades que más ha sufrido la destrucción de su territorio a manos de cocaleros es Catungo Quempiri, ubicada en el distrito de río Tambo en la provincia de Satipo, en Junín. Limita con la región de Cusco, y desde 2018 empezó a denunciar la presencia de colonos invasores para sembrar hoja de coca. Según la asesora legal de CARE, se han registrado 10 denuncias por tala ilegal de bosques en esta región ante la Fiscalía Especializada en Materia Ambiental. Hasta diciembre del 2021 se contabilizaron 1,962 hectáreas deforestadas a causa del avance de la siembra de coca y otras actividades ilegales.

Esta comunidad tiene como lideresa a Clementina Shinquireri, la primera mujer jefa de Catungo Quempiri. Su padre, quien fue fundador de la comunidad que ahora ella dirige y que participó de manera activa en la obtención del título de propiedad en 1999, fue asesinado por Sendero Luminoso. Hoy día, ella también es amenazada por remanentes terroristas.

Musuk Nolte / National Geographic Society

Frente a esta situación, la respuesta del gobierno no ha sido la más adecuada. El jueves 26 de mayo debía realizarse en Satipo una sesión descentralizada de ministros; sin embargo, fue cancelada. CARE rechazó la postergación de esta reunión en la que esperaban exponer la inseguridad en la que viven las comunidades.

“Nosotros ya lo tenemos claro: eso ya está instalado en la organización de las comunidades nativas”, asegura Ángel Pedro, quien en algún momento quiso ser policía para vengar la muerte de su padre, el pastor Bendito. “Así que, por más que quieran desactivarnos y llevarse los armamentos del Estado que ya están obsoletos, nosotros continuaremos. Aunque sea con nuestros arcos y nuestras flechas, nos defenderemos.”

Este artículo es de la autoría del periodista y editor Joseph Zárate (Perú) recibió el Premio Gabriel García Márquez 2018 en la categoría Texto. De nacionalidad peruano-mexicana, Musuk Nolte aborda temas como derechos humanos y problemáticas socioambientales.

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Andrea Fischer

Hago periodismo de ciencia. Construyo historias que buscan algo insólito desde la cotidianidad. Me desempeño como Content Manager de National Geographic en Español. Muy Interesante para México, Wall Street International Magazine y otros títulos digitales también le dan hogar a mis textos. No se me quita la costumbre de escribir a mano.

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