En México sobreviven diversos rituales prehispánicos que incluyen canto, comida y música.
En México existen numerosos rituales únicos en el mundo que muestran la indisoluble relación de los mexicanos con la muerte.
Uno ellos es una tradición del sur del estado de Veracruz, donde indígenas de las etnias zoque, mixe y en especial los popolucas, descendientes de los olmecas -la cultura más antigua de Mesoamérica- ayudan a sus difuntos a llegar al cielo con un singular ritual que incluye música, canto, comida, baile y hasta desechos.
A los 21 días del deceso de un ser querido se interpretan los sones de muertos y aparecidos como parte de un ceremonial católico de origen prehispánico, aunque en algunas localidades se hace a los 40 días por influencia cristiana. (Lee: La aldea prehispánica de Copilco)
"Se llaman así porque encaminan el alma del difunto. Son 150 sones, se tocan con jarana y con violín. Se hacen a medianoche, pero no todos, sino que se seleccionan", dijo el antropólogo, arqueólogo e historiador Alfredo Delgado.
Una de las intenciones, con la cristianización del rito, es que San Pedro abra las puertas del cielo, pero en realidad "lo que hace el alma es reproducir las vivencias de Homshuk, dios popoluca del maíz, cuando estuvo 21 días en la Tierra y creó el mundo", explicó el antropólogo.
Estos sones son una variante del son jarocho, expresión musical colonial enraizada en el Sotavento, una región que abarca los estados de Oaxaca, Tabasco y Veracruz, en el sur y este de México.
El son jarocho, propuesto en 2014 para ser declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, es una música alegre cuya máxima expresión es el fandango, que da nombre a una fiesta popular con música, canto, poesía y baile de influencia española.
Por el contrario, los sones de muertos y desaparecidos son más tristes, con un trasfondo religioso. Se tocan según lo que fue el fallecido: el son de la mantarraya para los pescadores, el del caballo para los barqueros, un fandanguillo si era mujer o el "sunosenanos" (el son de los enanos) para los niños.
Pueblos como el mexica o azteca, el popoluca y el tolteca creían que al morir el alma debía transitar siete inframundos, sorteando un bosque lleno de animales, un desierto o ríos, que pueden verse en varios códices poscoloniales, documentos pictográficos hechos por los indígenas.
"Al igual que en todas las sociedades, en el mundo prehispánico los individuos se niegan a morir. Saben que ineludiblemente ese momento llegará, pero buscan la manera de evadirlo. Entonces se crean otros mundos de posibilidades para después de la muerte", plantea el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma en su libro "Muerte al filo de obsidiana", en el cual narra el antiquísimo vínculo de los mexicanos con la muerte.
Una de las expresiones más conocidas es la colorida celebración del Día de Muertos en noviembre, que fue declarada por la Unesco en 2008 Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Los sones de muertos y aparecidos ejemplifican la cosmovisión que describe Matos Moctezuma. Se toca el son de la nube para que el fallecido tenga agua al pasar el desierto o el del chango para que pueda pasar el bosque.
No se conoce su origen, aunque se considera que estos sones datan del siglo XVII. Han sobrevivido por la tradición oral. No obstante, los especialistas alertan que cada vez son menos los lugares donde se practican y que poco a poco van desapareciendo los instrumentos para realizarlos o sus músicos.
Todo inicia con una misa en honor del fallecido. Luego se prepara una comida especial que comparten los asistentes y se juntan algunas de sus pertenencias. Los zapatos viejos y la ropa se tiran al arroyo, al igual que los sobrantes del festín, pues no se consideran basura si no la prueba de algo que cumplió su propósito dignamente.
En el mismo sitio "se ofrendan los sesos de un puerco para evitar que Joonchu, un enano de hule habitante de los montes, chupe el cerebro a quienes transgredieron las normas", narra Delgado.
El investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México se ha dedicado a estudiar estas expresiones culturales y es compilador del disco "Sones de muertos y aparecidos", editado en 2000, que reúne 23 piezas de esta tradición.
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