Este artículo sobre la guerra en Yemen se publicó en National Geographic. Puedes leer la versión original en inglés aquí.
De pie y en el fondo de un wadi polvoriento, levanto la cara para contemplar la enorme estructura que está sobre mí: hileras de piedras cortadas con precisión, colocadas de manera perfecta sin cemento hace unos 2 mil 500 años, se elevan 15 metros hacia el desvanecido cielo del desierto.
Llamar a esta antigua maravilla de la ingeniería una simple presa, resulta casi despectivo. Cuando se construyó la Gran Presa de Marib, en lo que hoy es Yemen, sus muros de tierra y piedra abarcaban un área casi dos veces la presa Hoover. Las esclusas colosales que aún se mantienen en pie formaban parte de un sistema sofisticado que controlaba el flujo de las lluvias estacionales desde las tierras altas de Yemen hasta el reseco desierto del este, con lo que se alimentaban oasis agrícolas en 9 mil 600 hectáreas de terreno baldío.
En medio de todo prosperaba un centro económico: Marib, la capital de Saba, el reino árabe más conocido por su legendaria líder Belkis, inmortalizada en la Biblia y el Corán como la reina de Saba. En el apogeo de Marib, a partir del siglo VIII a.C., esta presa era la fuente de su prosperidad y la razón de su existencia como punto de parada fértil, productora de alimentos y con agua de sobra para los camellos sedientos y comerciantes hambrientos.
El reino floreció en el sur de Arabia, donde el preciado incienso, la mirra y otras resinas aromáticas se compraban y vendían en el próspero corazón de una ruta que se extendía desde India hasta el Mediterráneo. Saba era también un punto crítico de la economía de las caravanas, donde objetos de valor como marfil, perlas, sedas y maderas preciosas eran gravados mientras circulaban entre Oriente y Occidente.
En la actualidad, la riqueza de Marib reside en las reservas de petróleo y gas que yacen bajo la arena de la gobernación circundante del mismo nombre. Esto hace que la ciudad sea un objetivo estratégico en la guerra entre los rebeldes hutíes y una coalición liderada por Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos, que apoya a las fuerzas locales que se oponen a la expansión de los insurrectos; este conflicto bélico ha asolado Yemen durante ocho años. Desde 2020, la antigua capital ha sido el frente principal y uno de los últimos reductos metropolitanos del gobierno yemení reconocido de manera internacional.
Con la luz mortecina, recorro los muros restantes de la red de barreras de la presa, asombrada por la construcción de las imponentes paredes de tierra y preguntándome por la compleja logística necesaria para mantener una ciudad próspera en el sur de Arabia hace miles de años. Entonces, el familiar sonido de la artillería que se bate en las montañas cercanas resuena a través del wadi.
“¿Oíste eso?”, susurra Ammar Derwish, mi asistente y traductor yemení, en la casi oscuridad. La siguiente explosión es un poco más fuerte, y la respuesta llega antes de que se repita su pregunta.
“Sí, ya oí”.
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La guerra actual en Yemen corre paralela, y en algunos lugares de manera directa, sobre los tesoros de su pasado. Sus antiguos reinos –Saba, Qataban, Main, Hadramaut, Himyar, Awsan– son la génesis de la civilización de la península arábiga. Desde las hazañas de ingeniería hidráulica hasta las inscripciones meticulosas, esta historia nos habla de un pueblo comerciante y una civilización sofisticada y asentada, muy alejada de los estereotipos de los árabes vagabundos del desierto que dominan en la cultura popular occidental de los siglos XIX y XX y sus representaciones de la región.
La guerra empezó en 2014, cuando los rebeldes hutíes del norte tomaron Saná, la capital, con la ayuda de los leales al ex presidente Ali Abdallah Saleh. Su sucesor, Abdrabbuh Mansour Hadi, fue puesto bajo arresto domiciliario. Hadi huyó al exilio en Arabia Saudita, lo que llevó al reino saudí a lanzar una campaña de bombardeos aéreos con el apoyo de una coalición regional respaldada por Estados Unidos y otras naciones occidentales. Todos los bandos han mostrado poca consideración por los 30 millones de civiles a su merced; las amenazas a los yemeníes y los peligros para su patrimonio van de la mano.
Los museos han sido arrasados por los ataques aéreos; cientos de casas centenarias y distintivas han quedado destruidas; templos preislámicos, bombardeados, y santuarios religiosos sufíes, desmantelados por militantes.
Ante la devastación, una pequeña pero dedicada red de historiadores yemeníes, arqueólogos y otros apasionados por el pasado del país llevan a cabo su silenciosa y decidida misión: preservar las antigüedades de Yemen (artefactos ancestrales que están encerrados en los museos de la nación, ocultos en almacenes e incluso enterrados a salvo bajo la arena). Conscientes de las prioridades de sus conciudadanos y de los millones de personas desplazadas por el conflicto, sus esfuerzos se centran en la preservación futura para los yemeníes actuales, que tienen una preocupación más apremiante: sobrevivir en medio de la guerra.
Por milenios, la capital del reino de Saba pasó de ser la metrópoli más grande del sur de Arabia a una ruinosa ciudad provinciana del siglo XXI, sinónimo de secuestradores y hombres de la tribu armados y enfurecidos debido a un gobierno central que se llevaba los ingresos de sus reservas de petróleo y gas sin prácticamente ningún beneficio local. Marib también se asoció con Al Qaeda después de que militantes de la rama yemení del grupo, afirmaran haber realizado ataques contra oleoductos, gasoductos y extranjeros. Sin embargo, desde 2014, estos estereotipos de rebeldía han sido sustituidos por otro.
La Marib de hoy está casi irreconocible respecto a la ciudad polvorienta de hace ocho años, con decenas de casas nuevas, una flamante carretera de circunvalación y hoteles y restaurantes construidos por quienes huyen del territorio y de los combates de los hutíes. Es la ciudad en auge de Yemen en tiempos de guerra.
En lugar de los camellos que transportaban el incienso de años atrás, los camiones cargados de sacos de cemento para casas y hoteles van y vienen por el desierto hasta Marib. La producción de petróleo, que se detuvo en 2015, se reanudó de manera gradual y hoy sostiene una economía que hace que la ciudad sea independiente del resto del país.
La población de Marib y su gobernación circundante –menos de medio millón antes de la guerra– se ha septuplicado gracias a los desplazados que huyen de las zonas controladas por los hutíes y de los territorios disputados. Se calcula que 85 % de los habitantes son alejados por el conflicto.
No obstante, el cambio de fortuna de la ciudad vuelve a estar bajo amenaza. Una ofensiva hutí lanzada a principios de 2021, y que se intensificó a comienzos de este año, golpeó las montañas que se ciernen tras la antigua presa de Marib. Hoy día, la metrópoli está al alcance de los misiles rebeldes, decenas de los cuales han caído en distritos donde los polvorientos campos de desplazados –que albergan a más de 200 mil yemeníes y migrantes– se extienden hasta donde alcanza la vista.
Hasta ahora, el poder destructivo aéreo de las fuerzas de la coalición –además de matar y herir a más de 19 mil 200 civiles en todo el país desde 2015– ha mantenido a raya a los hutíes. Mientras las líneas del frente cambian, los residentes de Marib esperan su destino, uno que puede significar buscar refugio por tercera o cuarta vez en esta guerra. Este año ha sido el periodo de tregua más largo. El cese del fuego de dos meses, que comenzó en abril, se prorrogó otros dos en junio, con la esperanza de que las conversaciones políticas pudieran poner fin a la guerra.
El frente más activo del conflicto es el que más preocupa a los civiles a los que amenaza, y los daños causados al legado cultural de Yemen demuestran que los que luchan en esta guerra no dudan en convertir los preciados sitios patrimoniales en campos de batalla. En mayo de 2015, un ataque aéreo de la coalición alcanzó una de las compuertas de la Gran Presa de Marib, que destrozó lo que quedaba de su torre. En su lugar hay una cascada de escombros.
Al este de la ciudad moderna se encuentran los legendarios templos de Saba, el Baran y el Awwam, trono y santuario, respectivamente. Separados por un kilómetro, y dedicados a la deidad principal del reino, Almaqah, dios de la irrigación y la agricultura, son la fuente de gran parte de lo poco que sabemos del mundo de Saba.
Los detalles sobre cómo los sabeos rendían culto y rezaban son confusos. No obstante, se sabe que el incienso y la mirra que se comercializaban en Saba se utilizaban en los rituales de varias confesiones religiosas de la época. Los mercaderes y peregrinos que pasaban por allí veneraban a Almaqah cuando se detenían en los oasis de Marib durante sus largos y peligrosos viajes por los desiertos de la península arábiga. El reino fue pionero en la escritura y el lenguaje. Sus influencias culturales en la arquitectura, iconografía y decoración se extendieron por todo el sur de Arabia, llevadas más lejos por los comerciantes viajeros.
Mucho antes de la última guerra, los templos reales de Yemen fueron objeto de saqueos y de arqueólogos extranjeros voraces que se atribuían la propiedad de cualquier hallazgo. Se podría decir que el más famoso de estos últimos –célebre, para algunos– fue Wendell Phillips, un estadounidense que excavó varios yacimientos en el sur de Arabia entre 1950 y 1952.
“El tiempo se durmió aquí, y las cáscaras de civilizaciones antiguas quedaron enterradas en la arena profunda, conservadas como flores entre las hojas de un libro”, escribió Phillips en Qataban y Saba, libro de 1955 sobre su primera visita a Yemen. “La tierra parecía prohibida, pero era rica en los despojos del tiempo; yo quería desenterrar algunas de esas riquezas al excavar a través de la arena y los siglos hasta un pasado glorioso”.
Y vaya que Phillips excavó. El sitio más famoso fue el templo de Awwam, donde descubrió los tesoros del complejo sabeo, lo que dejó al descubierto pilares altísimos, un enorme recinto amurallado y un cementerio que albergaba a 20 mil ciudadanos del reino. Las excavaciones revelaron que el complejo databa de principios de I a.C. Awwam, junto con Baran, se ha convertido en uno de los puntos históricos más conocidos de Yemen, asociado a icónicos pilares de piedra, estatuillas de bronce y alabastro e inscripciones distintivas.
El trabajo de Phillips en el templo de Awwam fue seguido por equipos arqueológicos europeos y estadounidenses que desenterraron más del yacimiento: encontraron artefactos e inscripciones detalladas que convirtieron a Marib en uno de los destinos más populares de la otrora ruta turística de Yemen.
Ahora, el visitante esporádico puede caminar por la arena protectora y retirar el polvo con una mano inquisitiva para revelar las piedras lisas del suelo del templo pulidas por los peregrinos con el paso de los siglos. También es posible admirar esculturas de íbices que hacen de centinelas en las amplias escalinatas ceremoniales y seguir los desconcertantes contornos de las inscripciones que se elevan y serpentean por el recinto interior del santuario.
Incluso bajo la luz deslumbrante de un día desértico, Awwam se siente místico. Sin embargo, los artefactos más importantes del templo se encuentran ahora en el Museo Nacional de Saná, controlado por los hutíes y cerrado a causa del conflicto, o a miles de kilómetros en los museos y las colecciones privadas de Occidente y del golfo Pérsico.
Sin embargo, los últimos 15 años de abandono arqueológico también han sido una bendición para las antigüedades expuestas en los santuarios de Marib: en el templo de Awwam, entre dos y tres metros de arena han vuelto a cubrir zonas críticas del recinto sagrado. “Es mejor que todo esté bajo tierra. La arena es seguridad”, concluye con pesar Sadeq al Salwi, director en Marib de la Organización General de Antigüedades y Museos (GOAM), un organismo gubernamental yemení.
Si se sigue la ruta de las caravanas hacia el sur, a la gobernación de Shabwah y al vecino y antiguo rival de Saba, el reino de Qataban, se encuentra Timna, su vieja capital. Está a unos 60 kilómetros en línea recta desde Marib, pero a más de tres horas en coche en el Yemen de tiempos de guerra. Ammar y yo contamos las señales de calaveras que nos advierten de la existencia de campos minados, mientras él conduce nuestro todoterreno a través de una tormenta de arena.
Los camellos, que surgen como figuras fantasmales a lo largo de la carretera, comen de los arbustos. Esta zona ha cambiado de manos más de una vez entre los hutíes y las fuerzas de la coalición durante el conflicto. Los habitantes de la zona evitan hablar mal de cualquiera de los dos bandos, pues no saben quién podría estar al mando la próxima semana o el próximo mes.
En Timna, los daños al patrimonio cultural del país revelan su peor momento de destrucción. Durante nuestro paseo por las ruinas de la ciudad, el suelo deja ver fragmentos de cerámica con 2 mil años de antigüedad y añadidos más recientes: casquillos percutidos de AK-47 y de casquillos de ametralladora de calibre .50, así como tanques.
Las cajas de munición vacías se encuentran en las trincheras excavadas en las ruinas del templo principal de la zona dedicado a Athtar, un dios del trueno conocido por vengativo. Los hutíes aprovecharon la ventaja táctica del terreno elevado sobre el que se construyó Timna y lo convirtieron en una posición militar, lo que inevitablemente atrajo las bombas de los aviones de combate saudíes y emiratíes.
Un cráter de 10 metros de ancho y 3 de profundidad es todo lo que queda a la vista en el flanco oriental del santuario. El agujero abierto por el ataque aéreo de la coalición empequeñece a dos niños que saltan sobre los pedruscos lanzados por la fuerza explosiva del bombardeo.
La Misión Arqueológica Italiana en Yemen excavó en Timna de 1990 a 2005, y financió la construcción de un nuevo museo que estaba vacío cuando se marchó en medio del deterioro de la seguridad. El edificio está lleno de escombros, con las paredes destrozadas por los daños de la batalla.
El bombardeado e inconcluso cascarón del museo es una de las tres instituciones de este tipo que existen en la gobernación y que están a cargo de Khyran al Zubaidi, director de la filial del GOAM en Shabwah. También hay uno en Bayhan, cerrado desde hace 25 años, y otro en Ataq, la capital provincial de Shabwah. La asignación del gobierno para los tres museos es de apenas 16 mil riales yemeníes (menos de 20 dólares) al mes.
Al igual que su colega Al Salwi en Marib, Al Zubaidi ha sido arqueólogo en Yemen durante más de 35 años y jefe de antigüedades en Shabwah desde 1986. Al enumerar las docenas de excavaciones dirigidas por extranjeros en las que ha participado, es evidente que la riqueza de conocimientos de primera mano que ha reunido quizá los convierta a él y a Al Salwi en los principales expertos del planeta en cuanto a los reinos de Saba y Qataban. Mientras nos muestra el museo de Ataq, la pasión de Al Zubaidi por la historia es contagiosa.
El hijo del arqueólogo, Ahmed, de 32 años, señala que la preocupación por el patrimonio cultural yemení no es una prioridad para las autoridades. La falta de electricidad y agua y la preocupación por la seguridad son los mayores problemas. “Pero esto», declara Ahmed respecto a la dedicación de su padre por el patrimonio de Yemen, con la mano al pecho, !está en su corazón”.
Algo es seguro: el arqueólogo no hace su trabajo por dinero. Incluso con sus décadas de experiencia, Al Zubaidi recibe del gobierno yemení una paga de unos 100 dólares al mes, un poco más que los ingresos de un soldado.
Más de 70 % de los yemeníes necesitan ayuda humanitaria en un país que antes de la guerra importaba (en dólares) hasta 90 % de sus alimentos. El hambre se utiliza como arma de guerra, y Naciones Unidas ha advertido en repetidas ocasiones sobre las condiciones de hambruna en el país, a pesar de la abundancia de alimentos en los mercados.
Un bloqueo de facto por parte de la coalición antihutíes provocó que las importaciones se desplomaran junto con la moneda; mientras tanto, los hutíes son acusados de obstaculizar la distribución de la ayuda y de aumentar los impuestos para financiar sus esfuerzos de guerra. El precio de productos básicos como trigo, harina y arroz ha aumentado 250 %, mientras que el valor del rial yemení ha caído casi 80 % frente al dólar estadounidense en el transcurso de la guerra. Para empeorar la situación, casi la mitad del trigo del país procede de Ucrania y Rusia.
“La gente venderá cualquier cosa para llenar su barriga y alimentar a sus hijos. Es cuestión de vida o muerte”, explica Al Zubaidi sobre el creciente problema de los artefactos saqueados.
Al Zubaidi, en un intento por salvar objetos, ha recorrido los mercados locales, donde negocia para recuperar las piezas antiguas que pueda para el museo. El año pasado utilizó su sueldo del gobierno para dar una recompensa de unos 450 dólares por unas 20 reliquias que estima son de alrededor de 700 a.C., entre ellas, varios jarrones completos y figuras de alabastro. Aún espera que el gobierno le reembolse los objetos, que ya se exhiben en el museo. La gente que vende estas piezas desconoce su valor, comenta Al Zubaidi.
¿Qué valía se le puede dar a la historia, que ayude a preservarla para las generaciones futuras, cuando los niños del presente mueren de hambre? Su pregunta queda en el aire.
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El mayor hallazgo de Al Zubaidi durante sus años de trabajo fue en Shabwat, capital del reino de Hadramawt. Era un centro de distribución del incienso que se producía allí, famoso en su época de esplendor por sus numerosos templos. El jeque local Hassan Rakna nos acompaña a Ammar y a mí por las ruinas de Shabwat y se detiene a descansar en lo alto de una escalera de 10 metros de ancho.
Nos describe el descubrimiento de un impresionante león alado –con cuernos de buey y una cobra a manera de cola– en el sitio. Al Zubaidi formó parte del equipo de excavación que desenterró el grifo de piedra, que se cree data del siglo III d.C. Junto con muchos de los artefactos más preciados de Shabwat, la pieza se ha guardado bajo llave para su custodia en las bóvedas del Banco Central de Yemen en Adén, a 370 kilómetros al suroeste.
A otros ocho días de recorrido en camello hacia el sur desde Shabwat por la antigua ruta de las caravanas, la cima aplanada de un volcán extinto se eleva cientos de metros desde las arenas blancas donde la península arábiga confluye con el golfo de Adén. Si se sube a la cima para enfrentarse al fuerte viento del este que se cuela entre los escombros de una antigua atalaya, se puede imaginar cómo era este lugar hace dos milenios: mercaderes, cargadores y guardias de aduanas en el ajetreado puerto real de Qana; barcos con destino a Egipto e India con cargamentos de valor incalculable, previamente llevados de las caravanas de camellos a almacenes de piedra negra cuyos restos aún salpican la ladera del acantilado.
Sin embargo, las ensoñaciones sobre reinos pasados pueden ser fugaces aquí, ya que los con- voyes blindados y las maltrechas camionetas montadas con cañones y combatientes avanzan a toda velocidad por las carreteras asfaltadas por las que antaño cruzaban las caravanas de Saba.
En la larga vía desértica que sale de Shabwah hacia Adén, Ammar y yo conducimos a través de otra tormenta de arena, mientras el sonido solitario de un oud se cuela por el estéreo del coche. La melodía se entrelaza con los versos del poeta moderno más famoso del país, el difunto Abdallah al Baraduni, cuyas palabras parecen mucho más relevantes para el Yemen de hoy que las prosaicas frases de los arqueólogos coloniales que veían la historia del país como algo congelado y estático, como flores secas en un libro.
“En las cavernas de su fallecimiento, mi país ni muere ni se recupera. Excava en las tumbas apagadas en busca de sus orígenes puros», se lamenta Al Baraduni. «Por la promesa de su primavera que dormía detrás de sus ojos. Por el sueño que vendrá para el fantasma que se escondió”.
Este artículo es de la autoría de Iona Craig, quien ha reportado sobre Yemen desde 2010 y ha ganado múltiples premios por su cobertura del conflicto. El texto se ilustró con fotografías de Moisés Saman, fotógrafo de Magnum, ha trabajado extensamente en Oriente Medio.
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