La historia de la humanidad está llena de mentirosos hábiles y experimentados pero, ¿por qué mentimos?
Muchos son criminales que urden engaños para conseguir recompensas injustas, como hizo por años el financiero Bernie Madoff, estafando millones de dólares a inversionistas hasta que se vino abajo su esquema Ponzi.
Algunos son políticos que mienten para llegar al poder o aferrarse a él, como Richard Nixon cuando negó tener papel alguno en el escándalo Watergate.
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A veces, la gente miente para mejorar su imagen, motivación que puede explicar muy bien la afirmación, fácilmente rebatible, del presidente Donald Trump de que la cantidad de asistentes a su toma de protesta fue mayor que la de la primera de Barack Obama.
La gente miente para esconder un mal comportamiento, como el nadador estadounidense Ryan Lochte durante los Juegos Olímpicos de verano de 2016, quien afirmó que lo habían asaltado a punta de pistola en una gasolinera cuando, de hecho, él y sus compañeros de equipo, borrachos después de una fiesta.
Incluso la ciencia académica, mundo ampliamente habitado por gente dedicada a la búsqueda de la verdad, ha demostrado tener una galería de impostores, como el físico Jan Hendrick Schön, cuyos supuestos hallazgos en la investigación de semiconductores moleculares fueron fraudulentos.
Estos embusteros obtuvieron notoriedad por lo indignante, descarado o dañino de sus falsedades. Pero su engaño no hace de ellos el tipo de aberración que nos podríamos imaginar.
Las mentiras que los impostores, estafadores y políticos fanfarrones espetan apenas yacen en la cima de una pirámide de engaños que ha caracterizado el comportamiento humano por miles de años.
Resulta que la mayoría de nosotros somos muy versados en mentir. Mentimos con facilidad, de manera pequeña o grande, a extraños, colegas, amigos y seres amados.
Nuestra capacidad para practicar la deshonestidad nos es tan fundamental como nuestra necesidad de confiar en los demás, lo que, irónicamente, nos hace pésimos para detectar mentiras.
Ser engañosos está entramado en nuestro tejido mismo, tanto que sería veraz decir que mentir es humano.
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Bella DePaulo, psicóloga social de la Universidad de California en Santa Bárbara, fue quien documentó por primera vez de manera sistemática la ubicuidad de la mentira.
Hace dos décadas, DePaulo y sus colegas les pidieron a 147 adultos que tomaran nota durante una semana cada vez que trataban de engañar a alguien.
Los investigadores encontraron que estos sujetos mentían una o dos veces al día en promedio. La mayoría eran mentiras inocuas y su intención era esconder la propia ineptitud o proteger los sentimientos de los demás.
Algunas eran excusas (un sujeto justificó no haber sacado la basura aduciendo que desconocía dónde iba). Sin embargo, otras mentiras, como afirmar ser hijo de un diplomático, tenían como intención dar una imagen falsa.
Mientras que estas fueron trasgresiones menores, un estudio posterior de DePaulo y otros colegas que involucraba un muestreo similar indicó que la mayoría de la gente ha dicho una o más “mentiras graves”, en algún momento, como ocultarle una aventura al cónyuge o hacer declaraciones falsas en solicitudes para la universidad.
No debería sorprendernos que los seres humanos posean de manera universal un talento para engañarse entre sí.
Los investigadores especulan que la mentira como comportamiento surgió no mucho después que el lenguaje.
La habilidad para manipular a los demás sin utilizar la fuerza física probablemente otorgó ventaja en la competencia por recursos y parejas, similar a la evolución de estrategias engañosas en el reino animal, como el camuflaje.
«Comparado con otros modos de obtener poder, mentir es muy fácil, puntualiza Sissela Bok, profesora de ética en la Universidad de Harvard y una de las pensadoras más prominentes en la materia.
Es mucho más fácil mentir para conseguir el dinero o la riqueza de alguien que pegarle en la cabeza o robar un banco».
Debido a que mentir ha llegado reconocerse como un rasgo humano profundamente arraigado, investigadores de ciencias sociales y neurocientíficos han buscado iluminar la naturaleza y los orígenes de este comportamiento.
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Los investigadores descubren que somos propensos a creer algunas mentiras incluso cuando son inequívocamente contradichas por evidencia fehaciente.
Estas revelaciones sugieren que nuestra proclividad a engañar a otros y nuestra vulnerabilidad a ser engañados resultan en especial relevantes en la era de las redes sociales.
Nuestra capacidad como sociedad de separar la verdad de la mentira se encuentra bajo una amenaza sin precedentes.
Igual que aprender a caminar y hablar, mentir es una especie de logro del desarrollo.
Mientras los padres suelen considerar preocupantes las mentiras de los niños, ya que son una muestra del inicio de la pérdida de la inocencia, Kang Lee, psicólogo de la Universidad de Toronto, ve el principio de este comportamiento en los niños pequeños como signo tranquilizador de que su crecimiento cognitivo va por buen camino.
Para estudiar la mentira en los niños, Lee y sus colegas usan un experimento sencillo. Les piden que adivinen la identidad de juguetes con base en pistas auditivas.
Para los primeros juguetes, la pista es obvia, un ladrido para un perro, un maullido para un gato, y los niños responden con facilidad. Luego, el sonido que se reproduce no tiene nada que ver con el objeto.
«Entonces, pones a Beethoven, pero el juguete es un auto«, explica Lee.
El investigador deja la habitación con el pretexto de atender una llamada telefónica, una mentira por el bien de la ciencia, y les pide a los niños que no se asomen a ver los juguetes.
Al regresar, pide a cada uno la respuesta, seguida por una pregunta: “¿Te asomaste o no?”. La mayoría de los niños no se resiste a asomarse, descubrieron gracias a cámaras escondidas.
El porcentaje de niños que se asoman y luego mienten depende de su edad. Entre los trasgresores de dos años, solo 30 % son honestos. Entre los de tres años, 50 % miente. Y, para los ocho años, alrededor de 80 % afirma que no se asomó.
Los niños también se vuelven mejores para mentir conforme crecen. Al adivinar el juguete que secretamente espiaron, los de tres y cuatro años dan la respuesta correcta sin darse cuenta de que esto revela su trasgresión y mentira.
A los siete u ocho años, los niños aprenden a enmascarar su mentira respondiendo mal a propósito o tratando de que su respuesta parezca una suposición menos razonada. Los niños de entre cinco y seis años caen en medio.
Lo que motiva este incremento en la sofisticación de la mentira es el desarrollo de la capacidad del niño para ponerse en los zapatos de alguien más.
Conocida como la teoría de la mente, es la facilidad que adquirimos para entender las creencias, intenciones y conocimientos de los demás.
Para mentir también es fundamental la función ejecutiva del cerebro: las capacidades requeridas para planeación, atención y autocontrol.
Los niños de dos años que mintieron en el experimento de Lee lograron mejores resultados en pruebas de la teoría de la mente y función ejecutiva que quienes no lo hicieron. Incluso a los 16 años, los niños que eran mentirosos competentes tuvieron mejores resultados que los mentirosos mediocres.
Por otro lado, los niños en el espectro autista, conocidos por su retraso para desarrollar una teoría de la mente robusta, no son buenos mentirosos.
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El 17 de junio de 1972, cinco hombres fueron arrestados tras irrumpir en las oficinas del Comité Nacional Demócrata en el edificio Watergate, en Washington, D.C.
Los medios, liderados por los reporteros Bob Woodward y Carl Bernstein, del Washington Post, persiguieron la historia, expusieron intervenciones telefónicas, documentos secretos y sobornos.
El presidente Nixon negó estar involucrado y declaró: “No soy un criminal” en una entrevista televisada a toda la nación. Pero el encubrimiento de la Casa Blanca falló.
Enfrentado a una destitución casi segura, Nixon renunció a su segundo mandato el 9 de agosto de 1974.
«Gané el voto popular si deduces los millones de personas que votaron de manera ilegal«.
El presidente, que ganó el Colegio Electoral, pero perdió el voto popular, ha mantenido ocupados a los verificadores de datos con sus tuits, muchos demostrablemente falsos.
No hay evidencia de fraude significativo por parte de los votantes.
«No tuve relaciones sexuales con esa mujer».
La negación inicial de Clinton a principios de 1998 fue desmentida por el hallazgo de ADN en una mancha en el vestido de la becaria Monica Lewinsky.
«Lo he repetido por más de siete años, nunca me dopé«.
Tal como lo había hecho muchas veces, el siete veces ganador del Tour de Francia le mintió a Larry King en 2005.
Despojado de sus títulos, en 2013 admitió haber hecho trampa.
«Corrí la carrera. En verdad lo hice».
Coronada como ganadora en la rama femenil del Maratón de Boston de 1980, sin apenas inmutarse, Ruiz negó haber hecho trampa.
Se le revocó el título después de que la evidencia mostró que no había corrido la carrera completa.
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