Los caballos cambiaron para siempre la vida en las grandes llanuras. Permitieron a las tribus cazar más búfalos que nunca.
Extracto de la edición de marzo de la revista National Geographic en español.
Fotografías de Erika Larsen
En septiembre de 1874, en el noroeste de Texas, el gran imperio ecuestre de los comanches tuvo un final feo y triste. Este presagiaba cambios profundos en las Grandes Llanuras, ya que la tribu comanche había sido una de las primeras y la más exitosa en la adopción del caballo tras la llegada de los conquistadores españoles. Se habían vuelto competentes, expertos, feroces, distinguidos guerreros a caballo; aterrorizaban a sus vecinos indios, realizaban iracundos ataques para detener el avance de los asentamientos blancos y la matanza de búfalos, y al final hostigaron al ejército de Estados Unidos. Y luego, el 28 de septiembre de 1874, la agrupación más grande de guerreros comanches que quedaba fue sorprendida (junto con varios aliados kiowas y cheyennes) dentro de sus tipos, con sus familias, en un campamento en un lugar llamado Cañón de Palo Duro.
El ataque fue ejecutado por el Cuarto Regimiento de Caballería a cargo del coronel Ranald Slidell Mackenzie, con base en Fort Concho, en el oeste de Texas. Después de sorprender a los comanches y a los demás y echarlos de su campamento, los hombres de Mackenzie quemaron los tipis, destruyeron la comida y cobijas almacenadas, y se reagruparon en la parte alta del cañón con más de 1,000 caballos capturados. Los indios habían huido a pie. Mackenzie dirigió sus tropas de vuelta a su campamento, a 32 kilómetros de ahí, y la mañana siguiente ordenó disparar a todos los caballos, con excepción de unos cuantos centenares que reservó para uso de su ejército. «La infantería enlazó a los caballos enloquecidos y los llevó frente a pelotones de fusilamiento», según el libro de S.C. Gwynne sobre los comanches, El imperio de la luna de agosto, el resultado fue una pila inmensa de caballos muertos (1,048, según los registros). Ahí se pudrieron y sus huesos se blanquearon durante años, «un monumento grotesco que marcaba el final del dominio de las tribus del caballo sobre las llanuras». Algunos remanentes de los comanches, liderados por el gran jefe guerrero Quanah Parker, caminaron 320 kilómetros al este, hacia Fort Sill, en lo que era entonces territorio indio, y se rindieron.
Casi un siglo y medio después, un historiador de los comanches llamado Towana Spivey, él mismo de linaje chickasaw, me narró estos sucesos sentado en el patio delantero de su casa en Duncan, Oklahoma. Con la matanza de los caballos, dice, «el corazón de la resistencia» se hizo pedazos. Todos sus abrigos de piel de búfalo, su comida, sus medios de supervivencia, de transporte y sus herramientas para la guerra y para su movilidad se habían ido para siempre. Y el propio Quanah estaba detenido.
Esa es la célebre y triste historia de Palo Duro, pero la realidad, según explica Spivey, fue peor. «Para junio de 1875 el ejército había reunido otros 6,000 o 7,000 caballos comanche en Fort Sill. El coronel Mackenzie era entonces el jefe al mando y también mandó matarlos. Sus hombres llevaron a los caballos a un lugar llamado Mackenzie Hill y comenzaron a dispararles con rifles Springfield de un solo tiro, rifles Sharps y rifles Spencer de repetición de siete cartuchos. «Disparar a los caballos uno por uno se volvió un serio problema», afirma Spivey. Era algo torpe, absurdo y se desperdiciaba mucho. Finalmente, para ahorrar trabajo y munición, se hizo una subasta.
Estas dos matanzas de 1874 y 1875, no terminaron con la historia de los caballos entre los pueblos nativos de Norteamérica.
Otras tribus habían empezado a montar. Desde las llanuras del sur, este nuevo animal, esta nueva tecnología, este nuevo modo de cazar, pelear y viajar se había expandido hacia el norte, de los comanches, jumanos, apaches y navajos a los pawnees, cheyennes, lakotas, crows y más.
Los caballos habían abierto nuevas posibilidades.
Los aspectos negativos de la revolución del caballo han pasado a la historia, pero los caballos siguen siendo sumamente importantes para muchos nativos estadounidenses, en especial para las tribus de las llanuras, como objetos de orgullo, como símbolos de tradición y por los valores ancestrales que los ayudan a insertarse en un presente difícil: el ritual, la disciplina, la valentía, el interés por otras criaturas vivas y la transmisión de conocimientos entre generaciones.
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