Una caravana de calaveras inunda Reforma, la arteria principal que conecta a la Ciudad de México con el Centro Histórico. Vestidas con trajes típicos de diferentes partes del país, las mujeres ondean faldas multicolor mientras que los hombres se pavonean con los mejores trajes charros del Bajío. Así inicia la celebración del Día de Muertos en México.
Las fiestas, sin embargo, no giran en torno al desfile que organiza el gobierno capitalino. Por el contrario, datan de hace más de 3 mil 300 años. Aunque en otros países se le asocia a la noche de brujas o a Halloween, la realidad es que estos festejos no tienen nada que ver con la tradición ancestral que se conmemora en México. Ésta es su historia.
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El Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) tiene registros de que Teotihuacan se fundó hacia el año 1325 a.C. Conocida en la antigüedad como la Ciudad de los Dioses, fue uno de los centros ceremoniales más poderosos del actual México. Para los teotihuacanos, el culto a la muerte era natural: rendían homenaje a sus gobernantes y seres queridos que ya habían trascendido, con altares y ofrendas vistosas.
De hecho, se ha rastreado el origen del altar de Día de Muertos a los tzompantlis: estructuras sagradas en las que se insertaban cráneos humanos de manera ritual. Así lo explica el literato Juan Bárcenas para :
«El tzompantli (cuya etimología es tzontli “cráneo” y pantli “hilera”, que en conjunto significa “hilera de cráneos”) era unaofrenda mortuoria en la que se empalaban las cabezas o cráneos de guerreros vencidos en honor a las deidades del México prehispánico. Este monumento recibe una influencia prehispánica en las festividades de noviembre, en específico para la iconología de las calaveras de la ofrenda.»
Sin embargo, el origen de la celebración de Día de Muertos es más reciente. Si bien es cierto que los pueblos originarios de México heredaron las costumbres prehispánicas, no fue hasta que los colonizadores europeos llegaron a América que la tradición se consolidó. Como consecuencia de un proceso de sincretismo, la unión de tradiciones religiosas, que las festividades del 1º y 2º de noviembre tomaron la forma con la que se conocen actualmente.
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En la época prehispánica, documenta el Instituto Nacional para el Federalismo y el Desarrollo Municipal (INAFRED), los teotihuacanos envolvían a sus muertos en petates para después enterrarlos. Al momento de sellar la tumba, empezaba la fiesta para guiarles hasta el Mictlán: la Morada de los Muertos. Ahí los recibiría Mictlantecuhtli, el dios de la muerte y de la vida.
Cuando los colonizadores europeos vieron este tipo de rituales, inmediatamente los tacharon de satánicos. A sus ojos, celebrar la muerte de un ser querido no era digno de las costumbres cristianas. Por ello, durante la conquista espiritual de América, la Iglesia Católica intentó modificar estas costumbres para sus propios beneficios.
Por ello, las fiestas en torno a Día de Muertos coinciden con el Día de Todos los Santos, el 1º de noviembre de cada año. Para cristianizar las tradiciones prehispánicas, se unió el culto «a los santos católicos que llegaron al cielo«, documenta Britannica. La conmemoración empezó tras el papado de Gregorio III, entre los años 731–741 d.C. y, con la llegada de los españoles a América, se impuso para cristalizar el catolicismo como la única fe válida en el Nuevo Mundo.
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Aprovechando que las tradiciones tienen algo que ver entre sí, los colonizadores espirituales en México tomaron el 1º y 2º de noviembre para adaptar la antigua costumbre prehispánica. Fue así que, después de siglos de sincretismo, el Día de Muertos se consolidó como una fiesta nacional a lo largo y ancho de México.
En la actualidad, millones de personas desde el centro del país hasta el sureste honran la memoria de sus muertos vistiendo sus casas con flores de cempasúchil. Se dice que el fulgor naranja de los pétalos le marca el camino a las almas que trascendieron, para regresar a compartir la fiesta y el pan con sus seres queridos vivos.
Por ello, es costumbre atestar los altares con aquellas cosas que los muertos disfrutaron en su transitar terrenal: mezcal, pan de muerto, antojitos mexicanos y dulces típicos figuran entre los favoritos de la época.
En memoria de la antigua tradición teotihuacana, los cráneos humanos se transformaron en calaveritas de dulce. Adornadas con intrincados patrones de colores, visten las ofrendas de muertos con las festividades de noviembre. Hoy, la tradición se conserva en el país: los mexicanos nos seguimos reuniendo con nuestros muertos las noches del 1º y 2º de noviembre.
«¿Quién medirá el espacio, quién me dirá el momento / en que se funda el hielo de mi cuerpo y consuma / el corazón inmóvil como la llama fría?», se cuestionó Xavier Villaurrutia, el poeta mexicano, sobre la relación que existe en Mexico con la muerte. A diferencia de Occidente, aquí la vida y la muerte son dos lados de la misma moneda.
Por ello, en México no se pide dulce o truco. El fulgor del cempasúchil sigue marcando el camino para que las almas regresen y, en conjunto, vuelvan a partir el pan en familia.
A Tere Cetina, mi abuela, porque éste será el primer año que nos reunamos en torno al cempasúchil para celebrar su vida.
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