Cuenta la leyenda que, durante el siglo VI en Japón, un sabio decidió que los sacerdotes budistas no estaban haciendo arreglos florales dignos de los altares en los templos. Harto del mal gusto y el descuido de sus contemporáneos, el monje Ono-No-Imoko se dedicó a enseñarles cómo representar la armonía del Universo con flores. Así nació el Ikebana: el arte japonés de diseñar arreglos florales con una intención mística.
En un momento de florecimiento cultural, el ikebana se adoptó como una manera de entender la relación del ser humano con la naturaleza. No sólo con la tierra, sino con el cielo y todos los elementos en el cosmos. Así funciona.
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El principio que estableció Ono-No-Imoko era sencillo: quería representar la armonía del ser humano con la naturaleza por medio de las plantas decorativas. Por ello, los arreglos diseñados bajo sus enseñanzas procuran que las flores y las ramas siempre se dirigieran hacia arriba.
No sólo eso: tendrían que estar dispuestas en grupos de tres, de manera que se representara el equilibrio entre el cielo (arriba, hacia donde miran las flores), la tierra (por debajo, en contacto con las raíces) y el ser humano (en un espacio intermedio entre ambos planos). A esta relación se le conoce como ‘triada Universal‘.
Sin embargo, esta tradición japonesa no es únicamente ornamental. Por el contrario, involucra una exploración estética e introspectiva, según lo explica la historiadora del arte Natalie Cenci:
«En contraste con los hábitos occidentales de colocar flores en un jarrón de manera casual», escribe Cenci, «el ikebana tiene como objetivo resaltar las cualidades internas de las flores y otros materiales vivos y expresar emociones».
Para los japoneses, la práctica del ikebana se parece mucho a esculpir con flores. Las proporciones, tonalidades y formas de las plantas tienen que dialogar en una misma composición. Por ello, no sólo se trata de arreglar las flores, en sí mismo: algunas piezas incorporan ramas, hojas y otros objetos naturales.
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El ikebana respeta los ciclos naturales de las plantas y las flores. Como tal, a lo largo del año se amolda a las especies vegetales de la temporada. En primavera, por ejemplo, es común que las piezas centrales estén adornadas con flores de cerezo en flor, ya que alcanzan su auge durante las primeras semanas del mes.
Un elemento central de esta práctica japonesa es, justamente, respetar el equilibrio de la naturaleza. Por ello, también, muchas de las plantas empleadas con estos fines son nativas:
«En la cultura japonesa», explica Censi, «la mayoría de las flores, plantas y árboles autóctonos tienen un significado simbólico y están asociados con ciertas estaciones, por lo que en el ikebana tradicional, tanto el simbolismo como la estacionalidad siempre se han priorizado en el desarrollo de arreglos».
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En la actualidad, el ikebana sigue la misma línea de respeto al entorno y las estaciones. Por ello, «exigen la misma sensibilidad» que los antiguos monjes budistas tenían con las plantas, a nivel simbólico y físico. A fin de cuentas, también implica un estado meditativo que despierta otro estado de consciencia en la persona que lo lleva a cabo.
Aunque, en algunas ocasiones, las ramas y flores se arreglen hasta extremos irreconocibles en la especie, la pieza final debe de mostrarse equilibrada y contenida. Algunos practicantes deciden usar floreros como base; otros, jardines o templos enteros. El punto no es crear arreglos elaborados, sino que cada pieza genere una experiencia estética en el observador, sin importar sus dimensiones o los elementos que la compongan.
Si bien es cierto que hoy en día no sólo se emplea para decorar los espacios sagrados, la intención original del ikebana se mantiene: entablar un diálogo respetuoso con la naturaleza, y los elementos que de ella florecen.
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